Luciano Rosso es actor, bailarín, coreógrafo y performer. Su extensa trayectoria en diversas áreas le permitió recorrer el mundo con espectáculos multidisciplinarios y podría decirse que fue tiktoker antes de Tik Tok. Basta con escribir su nombre en el buscador de YouTube para que se despliegue una larga lista de videos: Luciano haciendo la mímica de un tema de Gloria Trevi, protagonizando un corto, participando de un reality o dando entrevistas en un festival de mimo. Muchos lo conocieron por la viralización de sus playbacks (“El Pollito Pío” fue su gran hit), pero esto es apenas la punta del iceberg.

Apocalipsync, su creación más reciente, fue elaborada en contexto de pandemia junto a Miguel Israilevich, que además de acompañarlo en sus aventuras creativas es su pareja; están casados hace tres años y actualmente residen en París. La pieza audiovisual se realizó con una luz circular y un celular en el living de su casa. Apocalipsync aborda el universo de los doblajistas, nació a partir de la técnica de lipsync o fonomímica, contó con aportes del público antes del lanzamiento oficial y puede verse gratis en la web (luciano-rosso.com ). En diálogo con Página/12, el creador dice: “Estamos contentos por el alcance del trabajo y la aceptación. Más de 400 personas se sumaron a aportar su granito de arena y el proceso creativo fue increíble. Además de darnos aire y foco durante la cuarentena, es una manera de acompañar a quienes están pasando un momento duro del otro lado de la pantalla”.

Luciano cuenta que su relación con el arte nació en la infancia. “Hubo un factor genético que me simplificó las cosas desde pequeño. Mis padres tuvieron un vínculo fuerte con el arte aunque nunca lo desarrollaron profesionalmente. A los 17 yo trabajaba en un parque de diversiones vendiendo tickets. Mi tarea no tenía nada que ver con el mundo artístico, pero cuando veía a los músicos, actores y bailarines que trabajaban ahí, mi atención se dirigía a ellos”, recuerda.

Su primer amor fue la danza. Empezó a tomar clases con Analía González por sugerencia de una amiga y al año ya estaba trabajando como bailarín en televisión. Poco después la compañía se fusionó a un grupo de tambores llamado Caturga, y de esa mixtura surgió El Choque Urbano. Rosso define esa experiencia como “una escuela a nivel artístico y humano” y reconoce que gran parte de su formación sucedió en ese contexto. Otro de los hitos fue el Centro Cultural Laburatorio, que ya en su nombre condensaba las ideas de trabajo y experimentación. “Fue el semillero artístico más grande del que formé parte. Lo fundamos artistas de varias disciplinas y todo lo que surgía ahí respondía al hambre de crear. Organizábamos varietés para mostrar cosas, comer guiso, bailar tango y pasar tiempo con amigos. Y si no había varieté igual nos juntábamos para seguir creando. Trabajábamos con el corazón en la mano”.

En ese espacio nació Un Poyo Rojo, obra creada en diez meses junto a Nicolás Poggi y Hermes Gaido, que hoy lleva once años de temporadas, varias giras y muchos festivales recorridos. “Fue concebida como una obra para viajar: ligera, sin texto ni escenografía. En un principio íbamos a hacer algo de danza contemporánea con matices de comicidad, pero nos dimos cuenta de que necesitábamos contar una historia”, explica. Un Poyo Rojo fue escrita con el cuerpo a partir de improvisaciones, rompiendo las barreras del lenguaje articulado. La etiqueta de “teatro físico” les permitió entrar en festivales de teatro, danza, circo y mimo, pero Luciano aclara: “Todo teatro es físico”. La obra narra el primer beso entre dos personas y, aunque tiene múltiples lecturas, para Rosso es una historia de amor. “Con Poggi éramos pareja, así que el contenido que fue quedando era parte de nuestro vínculo real”.

Muchos conocen el trabajo de Luciano gracias a las redes: en sus videos le puso cara a icónicos temas de Valeria Lynch, Rata Blanca, Amy Winehouse, Zaz, Queen, Chuck Berry, Celia Cruz o Gabo Ferro. Él cuenta que todo empezó como un juego y asegura que la fonomímica es algo instintivo cuando escucha la radio, personas hablando, animales o sirenas. “Es más fuerte que yo –confiesa–. Quería ver qué pasaba mezclando lip-sync con disociación de la musculatura facial y expresiones gestuales del rostro. Resultó terapéutico y divertido, y para mi sorpresa tuvo muchísima repercusión en redes. Me encontré con la libertad de jugar y crear como cuando era chico”.

El boom generado por la viralización de “El Pollito Pío” (con más de 20 millones de views en múltiples versiones) lo llevó a viajar y participar en reality shows de América Latina. Esa experiencia sirvió como fuente de inspiración para crear junto a Israilevich Furor, obra con la que agotaron localidades el año pasado en TIMBRe4. Sin embargo, en su vínculo con la virtualidad prefiere ser prudente: “La sensación de hacerte ‘viral’ es muy extraña. De la noche a la mañana te conoce medio planeta pero en verdad no te conocen, te convertís en eso que mostrás y si no tenés cuidado te encasillan en un lugar del que resulta muy difícil correrse si no hay otro horizonte. Me considero bastante cuidadoso en cuanto a la cantidad de contenido que subo. No me entusiasma mostrarme todo el tiempo ni postear lo que como o dónde estoy; de hecho, estoy bastante ausente del mundo virtual en mi vida cotidiana. Trato de generar contenido de calidad cuando tengo ganas, pero no hay una agenda. En el mundo de las redes me muevo por instinto”.

Las propuestas de Rosso apelan a un lenguaje universal: música, ritmo, gestos, expresión corporal, humor. Estudió con Osqui Guzmán y Daniel Casablanca, dos referentes de la comicidad que fueron sus maestros y hoy son amigos. A propósito del humor, dice: “Para mí no sólo es una herramienta increíble sino un arma importante en los tiempos que corren, porque ayuda a equilibrar una realidad que a veces es muy dura”. Hace años encara sus proyectos de manera autogestiva y eso lo convirtió en su propio jefe. El actor identifica la libertad creativa como una gran ventaja, aunque advierte que cumplir dos roles puede ser muy exigente. “Cuando trabajás con un jefe casi siempre tenés un techo. Yo soy muy inquieto, curioso, y cuando algo me llama la atención, allá voy. No puedo responder a directivas que me impidan seguir creciendo porque en el arte nunca se termina de aprender”.

Y con respecto a Europa, comenta: “La principal diferencia que uno nota viviendo acá es la estabilidad. Hay un Estado que responde y, si no es así, la gente se hace escuchar. Pero a veces la tranquilidad no es terreno fértil para el arte; el caos es necesario, como la pizca de sal en el plato. De todos modos, Latinoamérica y Europa son dos mundos completamente diferentes”. En Francia el período de aislamiento terminó, pero Luciano confiesa que vive este momento con una mezcla de incertidumbre y lucidez: “Creo que estamos a punto de ser espectadores de un cambio de paradigmas, no sólo en el teatro sino en la vida misma, la forma de vincularnos, de comunicarnos”. Su plan a futuro es quedarse un tiempo más en París, aprovechar para formarse, hacer algunas colaboraciones con otros artistas y preparar la versión escénica de Apocalipsync para el Festival Off de Avignon. Aún así, en el último segundo y sin abandonar el humor, desliza: “Pero, ¿quién sabe? Tal vez termine dedicándome a la botánica en una isla del Caribe”.