La palabra grieta fue acuñada y puesta en circulación por el periodismo militante de la Alianza Cambiemos con el propósito de erosionar la legitimidad del último gobierno del Cristina Fernández de Kirchner. Cuando este periodismo, verdadera fuerza de choque cuya radicalización a veces asusta, habla de grieta, lo hace para ocultar el conflicto verdadero que aflige a la Argentina e instalar en su lugar un conflicto supuesto entre un movimiento republicano, inmaculado y cosmopolita y un populismo ontológicamente corrupto, mafioso y autoritario. Cuando este periodismo habla de desengrietar trata a su adversario como a un virus que infectó la política, la economía, la cultura y el sentido común. A buen entendedor, pocas palabras.

Pero como un Frankenstein que se revela contra su creador, la palabra grieta cobró vida propia y su uso en el habla cotidiana de la gran mayoría de las y los argentinos hoy devela lo que sus creadores pretendían enmascarar. Una vez más, lo real vuelve, se filtra y esquiva la obturación. Un ejemplo sencillo para comprender qué sucedió. La expresión odio gorila estaba condenada a ser una curiosidad en la historiografía del lenguaje político argentino. No ha de extrañar que pocos años atrás, era comprendida por quienes tenían más de 50 o 55 años, pero la gran mayoría de los jóvenes no sabía a qué se refería. Hasta que llegó la grieta y la expresión odio gorila recobró su sentido y vitalidad. Hilvanados por un parecido de familia, odio gorila y grieta hoy remiten al verdadero conflicto que enfrenta la Argentina: cómo se genera y se distribuye el bienestar, todo tipo de bienestar y no sólo el económico. Lejos de lo que sus creadores e impulsores habían imaginado, la palabra grieta devela lo que tantas veces se quiso negar en nuestra historia a fuerza de semanas trágicas, bombardeos a la Plaza de Mayo, fusilamientos en basurales, campos de concentración y vuelos de la muerte. Que en la Argentina el bienestar es escaso y está mal repartido. Que el conflicto verdadero es entre formas antagónicas de resolver la cuestión del bienestar: o se beneficia a los privilegiados, a los poderosos de siempre, al poder concentrado en todas sus formas o se beneficia a los trabajadores, a los pobres, a los marginados, a todo aquel que tenga un derecho vulnerado o esté fuera de la cuenta.

En consecuencia, quienes se identifican con el campo nacional, popular y democrático deberían al menos extraer tres conclusiones. En primer lugar, no tiene sentido pelearse con la palabra grieta. No sólo porque ya está incorporada al lenguaje cotidiano, sino porque es posible y necesario disputar su sentido para que nombre lo innombrable, que la sociedad argentina está injustamente organizada y aún debe resolver la cuestión del bienestar. En segundo lugar, es poco razonable, y hasta funcional al campo adversario, seguir creyendo que una campaña de comunicación va a desengrietar la Argentina. La grieta no es un problema técnico que pueda ser resuelto por expertos en publicidad y comunicación. Es un problema político que deben resolver los hombres y las mujeres que se dedican a la política. En tercer lugar, y como lógico corolario, la forma de desengrietar la Argentina es construir un nuevo régimen de acumulación social que genere y distribuya el bienestar de forma justa y equitativa. Un nuevo entendimiento donde la mayor carga y responsabilidad para sacar el país adelante caiga sobre los hombros de quienes más tienen y hoy gozan de privilegios lacerantes. Un nuevo orden donde haya menos pobreza, menos desigualdad, menos polarización y más oportunidades.

Para resolver la cuestión del bienestar, el principal obstáculo que deberá enfrentar la Argentina es la avaricia desmadrada de su elite económica. Un nivel de avaricia que no podrían poner en práctica en ninguna sociedad moderna, desarrollada y capitalista del mundo. Como muestra reciente de la voracidad sin límites que cultivan, alcanza con ver el estado en el que dejaron a la empresa Vicentín. Son incapaces de acordar formas de repartir el bienestar y están dispuestos a cometer cualquier desatino para proteger sus privilegios. Pero no hay que desesperar. La avaricia no es patrimonio argentino. Todas las sociedades exitosas enfrentaron este problema en algún momento de su historia y lo hicieron siempre de la misma manera, controlando la avaricia, poniéndole límites, enseñándole a sus respectivas elites económicas a tener deseos razonables y a compartir el bienestar.

La clave del éxito está en hacerlo en paz, a través de las instituciones de la democracia, sin olvidar las buenas razones por las que necesitamos vivir juntos, respirar el mismo aire y caminar por las mismas calles y parques. Podríamos decir que la acción política disruptiva y creadora que debe primar de aquí en adelante debe fundarse en el poder de la argumentación, que es fruto del respeto, y en la tolerancia, que es fruto del amor social. Por esta razón, no es necesario eliminar al otro para desengrietar, porque el otro también es la patria, como también lo fue el íntimo cuchillo que empuñó Borges. Solo que para evitar el destino de Laprida debemos dejar que la buena política se encargue de la difícil tarea de desengrietar la Argentina. Porque desengrietar supone dialogar, acordar, consensuar, discutir, comprender, perdonar y, cuando sea necesario, hacer valer la voluntad de la mayoría.

Este es el gran desafío de las y los argentinos del siglo XXI: resolver la cuestión del bienestar para construir una democracia de calidad, incluyente y tolerante.

Gerardo Adrogué es sociólogo y analista de opinión pública.