Te he buscado en la noche milenaria que devoró a Kant y a Marco Bruno. Debo confesar que te he soñado en la confusión de vastos urinarios. Repitiendo mil sandeces te he buscado () Y finalmente te he encontrado: eres la soledad ante la cual me postro para que surja el argumento de mis poemas. El poeta cubano Reinaldo Arenas rescata la soledad como a priori de la creatividad. Aislarse para reencontrarse. La milenaria sentencia sigue vigente. “Conócete a ti mismo”. Conocerse, aquí, significa ocuparse. Mirarse en el espejo de la soledad para redescubrir nuestro proyecto originario. El impasse pandémico abrió un sendero en el bosque de lo real. Penetremos para explorar quiénes somos y proyectar quiénes desearíamos llegar a ser.

Internacional y nacionalmente transitamos diferentes etapas de la cuarentena. Pero la experiencia de países que nos precedieron en enfermar y “sanar” demuestra que en ninguna parte se recuperó la vida pre-covid. Mordaza y distanciamiento como horizonte. Las zonas liberadas de la cuarentena deben reinventar el mundo. Marcar alejamientos, reducir reuniones, vivir la incertidumbre. El virus, en teoría, está en todas partes, pero no puede entrar adonde no lo llevan. Cuanto más aislamiento, menos circulación. Está hipótesis puede variar. No obstante, promediando julio de 2020 el director de OMS asegura “no habrá regreso a la normalidad en un futuro previsible”.

Surfeamos la inquietud sobre un tsunami en cámara lenta. No obstante, dejarnos colonizar por los rezongos es como ladrar a la luna, ni se mosquea. Y como el coronavirus es una realidad contundente, la soledad y el distanciamiento nos interpelan. ¿Cómo responder? Con la queja o con el baile. La primera paraliza, lo segundo vitaliza. “Solo creería en un dios que supiese bailar”, dice Nietzsche, a quien su casera -espiando por el ojo de la cerradura- vio bailar solo y desnudo, exultante ante la inmensidad de su Zaratustra.

Wittgenstein remaba horas hasta arribar a un fiordo solitario y allí permanecía durante meses para concentrarse y escribir. Teresa de Ávila, que se aisló voluntariamente, proclamaba su preferencia por la verdad que encontraba en soledad, antes que el error con el que solía chocar en compañía. Sin embargo, hay personas que perciben la soledad como un destino maldito. Para Alejandra Pizarnik era doloroso porque experimentaba la ruptura de la melodía de sus frases y, en soledad, sentía que sus palabras se suicidaban. Como tempranamente lo haría ella misma, quizás por solitaria.

La soledad por aislamiento forzoso es una realidad objetiva, pero la manera en que afecta a las personas es subjetiva. Hay quien experimenta mal la soledad en el encierro, pero hay quien la disfruta. Existen también multitudes solitarias, tal como las denomina David Riesman, que postula la existencia de personas “dirigidas por sí mismas” o “dirigidas por otras”. De ahí se desprende el enrarecimiento que sienten quienes perciben la soledad pandémica como chantaje contra la sociedad o su persona.

“No es bueno que el hombre esté solo, crearé una ayuda adecuada para él” (Génesis 2:18-23). De un solo tiro dos descalificaciones. Desde los mitos fundantes la soledad y la mujer son devaluadas: una es mala, la otra mera ayuda. Desde la poesía, Baudelaire piensa que multitud y soledad son términos iguales y convertibles, pues quien no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en multitud. Desde la ciencia, Émile Durkheim analiza el sentimiento de soledad ante crisis y masificaciones que producen “sensación” de soledad. Los traumas colectivos -guerra, pandemia, terremotos- acentúan esa sensación. Con El suicidio, Durkheim puso en el tapete la soledad urbana como problema. Ochenta años más tarde Foucault, en Vigilar y castigar, construye el concepto de “soledad secuestrada” o panoptismo. Una soledad acompañada por la mirada omnipresente del vigía.

La soledad -impuesta o elegida- requiere ser conquistada. Hay que escarbar entre sus riquezas escondidas. Según Séneca la soledad no es estar solo, sino vacío. La creatividad a nivel afectivo, intelectual o artístico requiere soledad. Es evidente que la soledad no deseada es pasible de generar rechazo. Pero ante lo ineluctable, ante lo que no se puede modificar con nuestra intervención, solo queda el lamento o la serenidad jovial.

Considerar las contrariedades como un ejercicio vital era la consigna que guiaba a los filósofos estoicos. Ejercicio del alma cuando no puede ser del cuerpo; ejercicio del cuerpo cuando el alma está tan herida que es mejor que no piense; de ambos, cuando las condiciones lo permiten. Encontrar líneas de fuga para el deseo, apostar a buscar pasiones alegres incluso en medio de las amargas. Practicada por elección, la soledad nos transporta a la fertilidad creativa. Aunque en nuestras sociedades la soledad no tiene buena prensa. Se la asocia con abandono, sufrimiento, aburrimiento. Pero la soledad no es una derrota social. Es elección o circunstancia. El desafío es qué hacer con el malestar. Es tiempo de pensarnos. Los goznes del mundo están chirriando, necesitan lubricante. Uno muy eficaz es la sabiduría de asumir lo inevitable. No es resignación, es re-asignación. Asignar otro sentido a lo forzoso. Afirmar nuestra subjetividad es el comienzo; reforzar nuestra estima, la continuación; sentirnos dignas, la meta.

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Muchos años después frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía habría de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Mucho más que ciento veinte días de cuarentena son Cien años de soledad, un himno a las soledades latinoamericanas pobladas de mariposas amarillas. Gabriel García Márquez desliza entre sus páginas que el secreto de una buena vida no es más que un pacto honrado con la soledad. Quienes vivimos la irrupción del coronavirus estuvimos, estamos y podríamos volver a estar en soledad a causa de la pandemia. No existe, por ahora, potestad humana que cambie esa contundencia. Pero podemos trabajar sobre nuestra subjetividad como una escultora lo hace con la roca, hasta arrancarle nuevas formas a nuestro modo de vivir, hasta sentirnos en armonía con el universo, hasta hacer de nuestra propia vida una obra de arte.