Como Girls pero con trama, fue quizás el pitch que usaron Sarah-Violet Bliss, Charles Rogers y Michael Showalter ante los ejecutivos de TBS cuando presentaron el proyecto de Search Party. Los primeros dos son el prototipo de millenials: nacidos hacia fines de la década de los ochentas, nerds con onda, camisas con palmeras verdes y pantalones achupinados; Sarah-Violet Bliss estudió en la Universidad de Nueva York, filmó algunas películas indie y colaboró con James Franco en un ejercicio teatral que derivó en un ejercicio audiovisual. En la Universidad conoció al tejano Charles Roger (quien por supuesto también colaboró con Franco), un joven director catalogado por la revista Forbes como una de las promesas Sub 30 del nuevo siglo. Michael Showalter, en cambio, es el más veterano de los tres: nacido en 1970, actor, productor, director, comediante, que experimentó con éxito el formato corto al rediseñar las piezas promocionales de MTV. Trabajó en Sex and the City como actor, y fue el tipo que moldeó Search Party con una estructura más convencional: fue también el profesor de Bliss y Roger en la Universidad, y, en un caso atípico de alteración educativa, fue Showalter quien les dijo a los jovenes talentos que quería trabajar con ellos en su próximo proyecto.

Search Party tiene un disparador perfectamente noir. Dory, interpretada por la bella Alia Shawkat (alejada de los papeles de chica nerd o inmigrante de algún lugar del Oriente próximo), recibe el llamado del detective: un papel pegado en un poste de luz, el dibujo borroneado de una cara similar a una vieja compañera del secundario con quien nunca tuvo mucho contacto, llamada Chantal, funciona como el conejo para esta Alicia millenial que decide meter su cabeza con rulos y corte taza en el agujero para ver qué hay del otro lado. Lo que descubre es un mundo de fantasía satírica, sí, o al menos, una fantasía que se ajusta a sus inquietudes de vida urbano-vacía: la necesidad de tener una aventura que reviva (o tape) un vínculo amoroso trunco, que desvíe una perspectiva laboral bloqueada, y que cachetee un poco su deseo obturado en un departamento de veinteañera en pleno Brooklyn.

“El placer no está en descubrir la verdad, sino en el esfuerzo de buscarla” dice una frase subrayada de un ejemplar ajado de Anna Karenina que pertenecía a la desaparecida Chantal, y que Dory, en su transformación en una Columbo hipster, encuentra en una cafetería del Downtown. Más allá de la referencia libresca obligada, cuya elección no es nada casual en una serie construida como un relojito digital, ¿qué hay en el medio de ese esfuerzo? La clásica estructura de comedia norteamericana: una pandillita de amigotes que se chicanean con frases pasivo-agresivas que Bliss-Roger-Showalter retratan con distancia satírica; un joven universitario oficinista poco viril interpretado por John Reynolds, un diseñador de moda gay e hiper narcisista preocupado por el color de sus camisas en la piel del histriónico John Early, y una actriz novata y agrandada con pocas luces y poca calle. Los cuatro comparten brunchs en la Gran Manzana, especulan sobre las posibilidades hedonistas de su generación, chequean continuamente en sus iphones el estado de sus respectivas redes sociales y toman malteadas o café latte a toda hora. Pero Search Party se aleja de sus raíces de sit-com indie para meterse en una coctelera de referencias que mezcla Misterioso asesinato en Manhattan de Woody Allen, Gone Girl de David Fincher y esa perla extravagante del cine surrealista que es I Heart Huckabees de David O. Russell.

Los interrogantes sobre la desaparición de Chantal se van abriendo y ramificando mientras Dory parece tomar todo el tiempo las decisiones equivocadas: duda sobre el ex de Chantal, un depresivo empleado de una empresa de computación, se enrosca con una chiflada en una estación de policía (interpretada por la eterna Rosie “Perdita Durango” Pérez) y con su leve aire de yo-no-fui recibe la ira contenida de la familia de Chantal que organiza reuniones en su casa para financiar la búsqueda con pines que rezan “I AM CHANTAL”. “Cada uno de los capítulos tiene algo gracioso para explotar. Si resumimos los plots, quizás pareciera que no hay nada divertido. Pero el fuerte está en saber leer los pequeños detalles. Para mi, siempre hay algo muy gracioso cuando la gente se enoja, por ejemplo. La vulnerabilidad de la gente me resulta muy divertida” dijo Sarah-Violet Bliss en un programa de radio, con su voz segura y pausada; una especie de alter ego invertido de su protagonista. Esa vulnerabilidad que, asegura Bliss, logró entender una vez que el proceso de escritura de esta pequeña joyita de la “seriología” había terminado y con Roger tenían diseñado el imprevisible clímax que da vuelta el sentido a la serie, y que TBS decidió relanzar no sin haber firmado antes un contrato para una segunda temporada después del éxito de culto y de crítica. La misma vulnerabilidad que movilizó y moviliza a toda una generación citadina: esa que llena los programas de debates de la tarde con sus eternas dudas sobre el futuro mientras gastan sus sueldos en ropa de moda, que cambió experiencia por liquidez, padeció la alta rotación laboral y la competencia, y creyó durante muchos años que el sentido de toda la existencia estaba en buscar una inhallable fiesta inolvidable.