Aquello ocurrió en el otoño del 2020, sobre final de la primera pandemia. Resultó Fortunato el muerto más impecable. Sobresalía entre muchos otros cadáveres vivientes por su longilínea figura capaz de inspirarnos cuentos de miedo. Erguido tras el mostrador parecía un difunto que flotara con gravedad cero en su negocio acristalado, con hojitas desprendidas de sus pistilos por el aire, despachando las flores de entierros, tarea que parecía no concluir nunca, porque parecía destinada al suyo propio. 

Un espantapájaros bien vestido, acodado en su mostrador, mirando pasar la vida y los días con una resignación de viudo; enlutado en esta tierra de bárbaros alegres que traíamos por el impulso de ser jóvenes, burlarnos de la fiebre que rondaba las calles y estarnos quemando por algo que nos bullía en la panza y nos trepaba hasta la garganta. La gente embozada en barbijos parecían fantasmas. Fue un domingo de marzo y andábamos a la deriva por el Parque escondidos del miedo que te acorralaba y de Gendarmería que te vigilaba: el lago, un manchón de verdín y el laguito anexo donde imaginábamos a la dama desnuda de piedra pintada de blanco que yacía dormida quien sería alzada en brazos por algún Príncipe Valiente para sacarla de su encantamiento y convertirla finalmente en mujer de carne y hueso. Era domingo. Se podía circular. 

Como dentro de un decorado de frisos del cementerio pasó Fortunato con unos gladiolos. Llevaba un sombrerito alto que le confería el estilo de un poste rematado en un gorro frigio. No entró a la necrópolis como esperábamos, y ya cerca de lo que fuera el zoológico fue a sentarse junto a la chica que lo esperaba en un banco.

—¡Tiene novia, el Muerto tiene novia! —desde sus inmediaciones llegaba Dalmiro con la novedad. —¿Vieron la mina que lo acompaña? ¡Es un globo propiamente! —y atraídos por aquella descripción acudimos cruzando el boulevard para espiar desde un sitial privilegiado a aquella pareja de fenómenos de circo. Hicimos que pasábamos conversando frente a ellos: era verdad, estaba muy excedida en libras y él con sus florcitas en la mano y su cadavérica estampa parecían una estampa de Carnaval. El día y la noche. Nos reímos. Alguien propuso volver a pedorrearlos, pero aquello ya había dejado de tener gracia: ¿Era tan cómico ver a dos figuras queriéndose, por más desigual que fueran sus cuerpos? —Son muy feos los dos —sentenció Anchart, rubio, desmelenado y ya feroz por la escoria de vida cruel que seguramente habría de consumirlo con los años. —Yo no voy —recalcó Almada, que indudablemente había estado pensado en su hermana y su muleta. Yo los acompañé hacia el embarcadero abandonando al grueso del ejército. Era también yo un gordito y las pullas me zaherían por igual. 

Después nos dividimos, la luna helada se abrió de golpe sobre las ramas y fue tiempo de ir volviendo. Al otro día nos enteramos. Anchart, por detrás del banco, aprovechando el momento amoroso, depositó envuelto en hojas de plátano mierda de perro, y la dama, al correrse, seguramente aceptando un avance del Florista, coqueta y ardiente, terminó apoyando sus asentaderas sobre aquello. Y que los vándalos festejaron la cosa y que el Muerto se levantó, los miró con una rabia que los hizo reír aún más, para luego intentar limpiarle las faldas del ridículo y la humillación. Nos enteramos. Habíamos parado de correr y nos encontrábamos sudados, a merced del viento. Uno o dos se rieron. Almada y yo no lo hicimos por causas bien diferentes. Él, porque seguía pensando en su hermana, y yo, porque ya esos juegos habían empezado a repugnarme. Al día siguiente o al otro, pasó una carroza fúnebre con coronas e imaginamos al Florista en su negocito de acuario, habiendo acicalado unas flores para ese finado, entristecido aún por el paseo dominguero con final infeliz.

No tuvimos que esperar demasiado por la noticia. Solían correr en mi aldea de supersticiones, mareas invisibles de sables vengadores, matreros santos, maldiciones y conjuros a mucha velocidad. Anchart se había muerto: lo encontraron la noche del domingo enredado en los cables de luz que pretendía hacer caer sobre un árbol viejo para que se incendiase. Dios castiga a sus criaturas. El Cielo es bueno, pero no acepta provocaciones. Llegó el fin de semana y un partido nos llevó por la zona cercana a las barreras de 27 de Febrero al fondo. Al regresar sorprendimos al Florista en otro banco con su novia. Una tarde parecida, con las mismas flores y los mismos arrumacos. Yo pensé que tal vez la paradoja hubiese ocurrido y que los familiares de Anchart la hubiesen provocado encargándole flores para el entierro de su hijo.

“Dios resultó ser un tipo bravo”, me sorprendí pensando. Miré a Fortunato como para saludarlo y me persigné. No hacían fea pareja.

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