Los lectores de Página/12 lo conocen por sus pertinentes y agudas contratapas. Los oyentes, por sus más de 20 años de radio, donde llegó después de otros treinta editando suplementos de cultura. Si algo le sobra a Jorge Halperín, es oficio periodístico. Por eso es de celebrarse la publicación de El fin de la obediencia, su más reciente libro, publicado por Grupo Editorial Sur (ya disponible en algunas librerías y en la web del sello). Allí recopila entrevistas y artículos de gran parte de su camino. Se trata de un libro que, confiesa, escribió “durante mucho tiempo sin saberlo”.

Está lejos de ser su primer libro, un ejercicio que incorporó a la redacción de sus contratapas en este diario. “Incorporé el pulso del libro: darme tiempo, reflexionar mucho, reescribir hasta que me parezca potable, entonces me toma meses hasta enviar una columna, antes a Ernesto Tiffenberg, ahora a Nora Veiras”, cuenta. “Este libro que me propusieron los editores de GES incluyen mis reflexiones de más de una década”, plantea, y entronca con Mentiras verdaderas, donde indagó en torno a los mitos urbanos y su circulación.

-¿Cuál fue el criterio de selección de artículos para este libro?

-La selección ya estaba dada en la propia escritura de cada texto. Ahí están mis preocupaciones, mis bucear debajo de la superficie en un mundo que desafía a la razón, con pobres de derecha, con jubilados que votan a quienes los castigan con sus políticas, con movimientos anticuarentena contra el primer gobierno en 150 años que enfrenta una epidemia sin perder tiempo y no vacila en cuidar la salud colectiva. Un mundo donde la manipulación de los medios y las justicias les resuelve a las minorías silenciosas el dilema que significa el voto de las mayorías. El poder mediático, pero también los límites que encuentra, los fenómenos de compensación simbólica, por el cual los obreros votan un gobierno de quien en realidad es su enemigo de clase. Todo lo que demuestra que dos más dos no es cuatro me desafía a escribir. En el fondo creo que estoy consolando al antropólogo que nunca me atreví a ser.

-¿Qué explicación le encontró a esos fenómenos?

-No es sencillo de describir. Recuerdo una película, Joe, de John Avildsen protagonizada Peter Boyle, que se estrenó un año después del Cordobazo, cuando soñábamos con el socialismo, y la película mostraba un obrero lejos de la idealización que teníamos del obrero revolucionario, que era un violento fascista. El pobre de derecha, el jubilado que vota a quien lo perjudica, se fabrica con varios insumos. Por un lado, con la hegemonía cultural que tienen las ideas liberales. En el caso argentino, con la idea aspiracional de progreso individual, que ayuda a la poca penetración que han tenido la izquierda y las ideas clasistas en la clase obrera. Los medios masivos tienen un papel enorme en arraigar las ideas meritocráticas que estigmatizan a los pobres culpándolos de su suerte. Introducen el juicio moral: están los que merecen y los que no. El pobre es sospechoso de gastarse la guita en juego, en alcohol y de ser vago. Pero el pobre, desde su rol subordinado, muchas veces desplaza la culpa a sus iguales: no soy yo, es mi vecino. Los medios encontraron eco para que prenda la prédica a partir de la fractura social que lograron la última dictadura y el menemismo, que quebraron solidaridades y volvieron sospechoso al otro, al vecino, al compañero. Aquella idea del obrero con conciencia de clase se diluyó cuando la propia clase obrera, heroína del Cordobazo, perdió peso. Agregale a ese cóctel la gran tradición antiperonista, particularmente entre los jubilados, pero también entre sectores populares. Y ayudó a esto las divisiones del peronismo, donde unos se acusaban a otros. Entonces te encontrás a tanto pobre que votó a Macri y volvió a votarlo para darle otra oportunidad.

-Menciona en el prólogo el crecimiento de las fake news y las analoga con los mitos urbanos. ¿Podrá desarrollar un poco más esa idea?

-Desde chico, viviendo en un barrio del Gran Buenos Aires, me sorprendía la cantidad de historias que la gente te contaba. Historias fantásticas que creían y propagaban aunque desafiaran el sentido común: la casa encantada de una vecina que vive escondida, los parquets de las casitas de Perón que los obreros levantaban para hacer asado, el bebé que una mucama sirvió asado a una familia rica, el que comió rata en un restaurant chino. Te las contaban como noticias. Me quedó claro que la gente forma una red por la que circulan estas historias sin chequeo alguno, sólo para ser creídas. Tienen una función distinta a transmitir información. Su función es hacer catarsis de los miedos, las ansiedades colectivas, castigar simbólicamente conductas, oponerse a los cambios, expresar temores a lo extranjero. Cuando se empezó a hablar mucho tiempo después de la posverdad y las fake news, para mí fue evidente que estos tienen un parentesco con aquellas leyendas urbanas en las que no importa la verdad literal sino certificar ciertos sentimientos: el miedo al pobre, el rechazo a los gobiernos populares y líderes que reivindican a los pobres, el odio al peronismo, que vuelve creíbles las peores cosas que se le atribuyen. Es como aquella frase: “si no es cierto, merece serlo”. Hay un lector que sólo considera verdad aquello que refuerza sus prejuicios. Esta es una época de tal decadencia del periodismo que está desapareciendo lo que diferenciaba nuestra tarea de la difusión de mitos urbanos: la santa obligación de chequear las fuentes.

-¿Cómo habría que repensar el ejercicio del periodismo?

-Me parece más sencillo observar y descubrir que proponer. Y me parece todavía más difícil en este momento en que la grieta atraviesa tan fuertemente a los medios. Creo que tenemos que hacer el esfuerzo de independizarnos de las agendas instaladas y construir las propias. Tenemos que chequear la información. Tenemos que pensar si lo que escribimos contribuye a formar un lector crítico o a la confusión general. Las entidades que pretenden representar a los trabajadores de prensa en general son sucursales de las patronales: la Academia de Periodismo, FOPEA, ni hablar de ADEPA. La actividad sindical del gremio está fracturada. Entonces estamos solos con nuestras convicciones.