Este pensamiento, por el que reafirmo con mayor certeza que nunca la inamovilidad del 24 de marzo como jornada de reflexión y movilización, surge de dos experiencias. La primera, el testimonio de una hija de desaparecidos, cuando narra que fue criada por una familia que aún después de que restituyera su identidad, seguía sosteniendo que su apropiación fue una decisión altamente ética, porque lo más reñido con la ética que sus apropiadores podían haber hecho, hubiera sido dejarla al cuidado de “subversivos”. 

La otra experiencia fue leer las palabras de la hermana menor de un compañero de mi Colegio secuestrado y desaparecido cuando tenía apenas 20 años. Ella rememora la imagen de su hermano y acompaña esos párrafos con una fotografía en la que aparece siendo muy chiquita, a babucha de él, que tenía un aspecto casi adolescente. Y dice en un momento: ya duplico la edad que él tenía cuando lo secuestraron… 

Desde la estructura de pensamiento impuesta por el terrorismo de Estado, apropiarse de un bebé sustrayéndolo de sus padres era un acto ético. Secuestrar, torturar, desaparecer y asesinar a chicas y chicos de 20 años también lo era. Cuando lo atroz llega a tal grado de paroxismo como para justificar lo más terrible desde una escala ética, quiere decir que se ampara en toda una doctrina. Que hay, además, un sustrato cultural en el pensamiento colectivo. Que no se trató de excesos llevados a cabo por los más intrépidos, sino que se expresaba toda una cosmovisión maniquea  del mundo, de la sociedad y de nuestro país. 

Al usurpar el gobierno, esa cosmovisión asumió, además, la tarea de resguardar a nuestra sociedad de ser contaminada por aquel mal absoluto que representaban los “padres subversivos” y las chicas y chicos de 20 años, quienes, pese a la grandeza de sus convicciones, no dejaban de tener sólo 20 años. Y aún así fueron asesinados…

Jóvenes que habían cometido el delito de la militancia, por preferir la igualdad ante la desigualdad, pensar en los trabajadores y trabajadoras, sentir a la pobreza como algo profundamente injusto. Alguien, todavía hoy, podría esgrimir que no era eso lo que se condenaba, sino haber optado por el camino de la violencia. A lo cual se debe responder de inmediato, que era un momento de auge de los movimientos de liberación en América Latina y en el mundo, de lucha contra el colonialismo político y económico en donde violencia y política aparecían mucho más cercanas entre sí de lo que están en el presente. Además, los factores de poder habían obturado, precisamente por vía de la violencia, todos los caminos institucionales. Una cosa es condenar la violencia cuando se garantiza la acción política, y otra cosa muy distinta es hacerlo luego de haber sido esos mismos usurpadores, quienes bombardearon poblaciones civiles, fusilaron, proscribieron mayorías y derrocaron gobiernos elegidos. Y todo eso en aras de aplicar un modelo de saqueo de las riquezas del país, destrucción de su aparato productivo y de miseria para los sectores populares. 

Cuando desde un lado de ese modelo se llevan a cabo ese tipo de prácticas, y desde el otro lado de ese mismo modelo una parte importante de la población permanece en silencio durante muchos años, quiere decir que estuvimos inmersos en una doctrina, en todo un sistema de pensamiento, en medio de una gran cantidad de símbolos inherentes a un modo de interpretación de la realidad, de dónde estaba el bien y dónde el mal, muy pero muy profundos, muy arraigados.

Salir de eso, construir una nueva hegemonía sobre una estructura de ética colectiva, lleva años, quizá décadas. Y no años en el sentido sólo cronológico, sino años de reflexión también colectiva, muy medular, muy activa, muy convencida, muy profunda, tan arraigada como lo estuvo aquella doctrina de la seguridad nacional, aquel plan sistemático, aquel pensamiento maniqueo benefactor del saqueo y la pobreza, inculcado por los grandes aparatos culturales en favor de sus intereses.

Por eso es necesario que el 24 de marzo se mantenga inalterable como fecha de reflexión, de introspección no en términos individuales sino como mirada profunda a nuestro interior como pueblo. Eso no es importante para los sectores dominantes. Para sus intereses, cuanto más frágil sea nuestro registro profundo de la historia, en mejores condiciones estarán para repetirla. 

* El autor es ex diputado FpV, secretario general del Partido SI.