Un hombre pasa las páginas del diario Le Monde en su departamento de París. No busca nada en particular. Quizás datos y retazos de información para armarse una idea del mundo que hay del otro lado del vidrio, radiante por el fulgor celeste del verano europeo. Siguiendo su ceremonia de interior, se dispone a observar las noticias; a seguir, en sus palabras, “un capítulo más de esa gran serie que vemos a diario todos los ciudadanos del mundo”. El hombre se detiene en un artículo que cuenta la aventura y desgracia de una madre francesa junto a su hijo adolescente en Kirguistán; un territorio montañoso de Asia Central, históricamente disputado por tribus locales y fuerzas extranjeras, que alcanzó la soberanía como país en 1991 luego de la desintegración de la Unión Soviética.

El hombre lee la nota una, dos, tres veces, pero no se conforma con saber qué pasó ni cuándo ni cómo ni dónde ni quiénes son los protagonistas. Diario en mano se demora en imaginar los pasos previos de la madre y el hijo. Se pregunta por qué andaban a caballo en ese lugar hostil, qué fueron a buscar tan lejos adentro suyo, qué fantasmas llevaban de compañía y, sobre todo, cómo ese acontecimiento los iba a transformar a ambos y al lazo que los unía. El hombre es el escritor francés Laurent Mauvignier (Tours, 1967). Y, mirando por la ventana un agosto sin barbijos, en el lejano 2014, sonríe como si en el gesto estuviese parafraseando a Raymond Carver y dijese: “soy un hombre afortunado, tengo un libro por terminar”.

No es la primera vez que Laurent Mauvignier utilizará el método de transformar una noticia periodística en una ficción. Tampoco es el primer escritor en hacerlo y salir laureado del intento. Desde Moll Flanders de Daniel Defoe hasta Operación Shylock de Philip Roth, pasando por Plata Quemada de Ricardo Piglia -siempre dispuesta a un relectura-, la operación de abrir las piezas de una noticia de la crónica policial para ampliarla en una ficción es moneda corriente. Incluso, anotar historias que estiran nuestra percepción de lo real, es una tentación para los escritores que aún mantenemos el vicio de pasar páginas de diarios o de scrollear noticias en portales soportando la indigestión y el odio cotidiano.

En Continuar, la primera novela de Mauvignier que circula en nuestro país sin una traducción que distraiga (gracias al muy buen trabajo de Enrique Schmukler), el escritor francés repite el procedimiento con la historia de la madre y el hijo, perdidos entre las montañas de un país indómito. A la vez, con una prosa abundante, fecunda, que avanza y se va alimentando a sí misma, la novela arma constelación con el resto de sus novelas que desafían al frágil espejo que contrapone a la ficción con lo real. Así Mauvignier, licenciado en Bellas Artes y autor de una decena de libros premiados y animados por la crítica, consolida una obra valiosa y particular que, leída de un tirón, funciona como una declamación de la fuerza y la potencia que aún mantiene la literatura en la actualidad.

HÉROES POR UN DÍA

La literatura francesa de los hijos e hijas del Mayo del ´68 no puede centrarse en dos o tres nombres propios que hagan de esponjas y síntesis de una época. La lista larga, ancha y arbitraria, incluye ganadores del Nobel, Le Clézio y Patrick Modiano; feministas inspiradas como Virginie Despentes; escritores documentalistas como Emmanuel Carrere, Annie Ernaux y Delphine de Vigan (se recomienda Nada se opone a la noche); raros y elegantes como Pierre Michon y Jean Echenoz; viejos niños terribles y exitosos como Houellebecq; y, más acá, cruzando la frontera del siglo XXI, revelaciones como Muriel Barbery y el jovencísimo Édouard Louis, que con apenas tres libros viene consolidando una obra basada en la relación tan expuesta pero tan poco señalada entre política e intimidad.

Los estilos y enfoques de esta tribu de escritores y escritoras van variando con mayor o menor talento y destreza. Pero, al igual que un periscopio que cambia de lentes pero no su objeto de observación, los temas y el universo que abarcan se repiten y, en ocasiones, chocan entre sí. Las líneas gruesas que atraviesan sus libros suelen trazar un contexto de capitalismo salvaje y financiero, sumado a una tensión cotidiana entre cosmopolitismo e identidad nacional. Además, como si fuese un listado de problemáticas contemporáneas, se enfocan en el derrumbe de la sociedad de bienestar y en el combo internacional de racismo, clasismo y odio del que nuestro país, como quedó en evidencia por estos días, tampoco es ajeno.

Otra semejanza entre estos autores y autoras, se da cuando subrayan ese dilema tan francés -marcado tanto por la izquierda como desde la derecha-, que interroga sobre el envejecimiento de los jóvenes soñadores de los sesenta: la última generación gala que, al parecer por la recurrente melancolía, flameó la bandera de la libertad, la fraternidad y la igualdad. En Continuar, la figura de la soñadora derrotada la va a interpretar Sibylle, una mujer vencida por un matrimonio partido que solo encuentra momentos vitales en los recuerdos de su juventud, cuando militaba por un mundo más justo, era una promesa literaria inédita y hacía el amor en una buhardilla mientras escuchaba a Bowie cantando “podemos derrotarlos, para siempre. Podemos ser héroes, sólo por un día”.

La contracara de Sibylle es su hijo Samuel, un adolescente que tras mudarse a Burdeos solo con su madre, perdido en la construcción de su propia identidad, como gesto de rebeldía incorpora los discursos masticados y rancios de la derecha, conformando una subjetividad misógina, xenófoba, incapaz de reflexionar sobre el vínculo entre el odio y el miedo. Sibylle, angustiada y desesperada por la transformación de su hijo, escéptica del efecto de las palabras, le ofrece una experiencia a modo de salvación: un viaje de tres meses a caballo por los confines de la civilización que, consciente o inconsciente, también será un grito desde el pasado que ella, Sibylle, le dirige a la mujer en la que se convirtió.

NOTICIAS DE AYER

Desde Aprender a terminar (2000) -su segunda y celebrada novela, donde construye una voz femenina que repasa su vida, mientras espera a su marido que regrese del hospital con la esperanza de salvar un amor roto-, Laurent Mauvignier conversa con las problemáticas de su época y con sus colegas, tanto por el universo temático como con las tradiciones literarias que aspiran al riesgo, la denuncia y la distinción. Sin embargo, su caja de herramientas excede las virtudes del país donde nació y vive, y pendula entre dos hombres claves de la literatura del siglo XX: William Faulkner y Thomas Bernhard. Ambas influencias se perciben en la creación de voces narrativas dinámicas, rítmicas, que se suben al tren de monólogos y soliloquios que nos pasean sin frenos por el fluir de la conciencia de mujeres y hombres desesperados por la violencia y la marginalidad que habitan.

El método de Mauvignier consta de intervenir la realidad con recursos narrativos complejos y ambiciosos; mejor dicho, de aplicarlos sobre las noticias que nos presentan fragmentos aleatorios de la realidad. En sus palabras, “la realidad es tan grosera, imbécil y cruel, que la voy a tratar sin ninguna consideración”. Mauvignier lo hace con el bisturí de la exploración literaria y de la ficcionalización. Como si fuese un lector atento del maravilloso Crítica y ficción de Ricardo Piglia, el escritor francés entiende a la realidad como una composición de ficciones. Es en ese territorio donde le interesa trabajar, en la zona indeterminada donde se cruza la verdad y la ficción, donde se reorganizan los hechos fácticos desde diversos planos ficcionales, logrando un relato más profundo y multidimensional que la realidad misma.

En su novela En la turba (2006), traducida al castellano pero vacante en las librerías argentinas, Mauvignier narra la “tragedia de Heysel”, tal como se conoció a los hechos ocurridos en Bruselas en 1985 durante la final de la Copa de Europa, donde murieron treinta y nueve personas en la cancha. A lo largo de 400 páginas, desarrolla las historias de varios jóvenes que fueron protagonistas o recibieron coletazos del acontecimiento. Lo hace creando distintas voces narrativas y sociales que se superponen como capas de sentido de un hecho, aumentando así los planos de lecturas de la tragedia, presentando verdades fragmentarias que corresponden a distintos personajes ficticios entramados en lo histórico y real.

Algo similar sucede con la novela breve Lo que yo llamo olvido (2011), editada por Anagrama y de circulación en Argentina. En ese libro pequeño, y recomendable para ingresar a la obra de Mauvignier, se narra en una sola frase que arborece 64 páginas, la historia real de un hombre que entró a un mercado de París, se tomó una lata de cerveza entre medio de las góndolas y, tras ser detectado por las cámaras, cuatro hombres de seguridad con sed de linchamiento se lo llevan al depósito y lo matan a fuerza de golpes, furia y resentimiento.

Como una provocación, Mauvignier toma ambas noticias periodísticas y las inocula con el lenguaje de su literatura. En otras palabras, a la superficie llana de la noticia le aporta ritmo y espasmo, detalles y emociones, historia e intimidad, hasta transformarlas en un hecho independiente, ficticio. Su escritura vigorosa, eléctrica, incluso por momentos moral, parece un ejercicio de sobrevivencia para procesar la realidad, como si él necesitara pasar la violencia cotidiana por el tamiz de la ficción para agujerear, a la vez, la verdad unívoca del lenguaje informativo. A Mauvignier, en sus libros, no le interesa crear otra verdad de los hechos, sino que en cada novela busca armar un mundo paralelo, un mundo autónomo, en donde los sucesos reales puedan expandir toda su complejidad.

Extra, extra

No todo la obra de Mauvignier emerge de noticias periodísticas. Su libro más celebrado, Hombres (2009), es una historia que nace de su inventiva y, según declaró en varias entrevistas, puede rastrearse como inquietud desde el suicidio de su padre, a los 46 años, tras participar en la guerra de Argelia. Sin embargo, Mauvignier subestima las motivaciones personales, aunque tampoco las niega; en todo caso, señala intereses generacionales. En una entrevista al portal español M´Sur, dice: “Somos una generación que no conoció la guerra. Lo que vivimos es el gran no-relato de guerra de nuestros padres. Así que, como arqueólogos, nos encontramos con rosas de los vientos, fotos, historias no dichas y un gran vacío por llenar en el relato de la vida de nuestros padres.”

Hombres -distinguida con el Premio Millepages, el Premio de los Libreros y el de las Librerías Initiales- es la historia oculta, silenciada, negada de dos excombatientes que participaron en la guerra que disolvió a la -denominada- IV República Francesa. Ambos se encuentran en el cumpleaños de un familiar y, tras un episodio con tintes racistas, estalla en su cara y en la de sus familiares, una piñata cargada de recuerdos, pólvora, muertes, vejaciones y frustración. Mauvignier, sin abandonar la búsqueda formal -la novela se prolonga a lo largo de veinticuatro horas y se compone con diferentes voces subjetivas, tanto de los protagonistas sesentones como de unos pocos cercanos- toca una llaga colectiva que, pese a ser del siglo pasado, sigue ensombreciendo y destiñendo los valores de un país que ya no se autopercibe como ejemplo etnocéntrico de Estado-Nación.

Un año después de la publicación original de Hombres, el gobierno de su país lo reconoció como Caballero del Orden de las Artes y las Letras de Francia. Al igual que el resto de su obra, Mauvignier publicó Hombres en Editions Du Minuit, la famosa editorial francesa que, además de tener una sólida tradición en reflexionar sobre la independencia de Argelia, a mediados del siglo XX lanzó la «nouveau roman» al tablero literario. Una corriente lejana de la estética que cultiva Mauvignier en sus libros, pero cercana en su valor literario, en las exploraciones de forma y en la capacidad para retratar la contemporaneidad donde se mueven, piensan y actúan sus personajes.

CONTINUAR: UN FRAGMENTO

Sibylle se da cuenta que quedarse quietos equivale a hundirse en el fango. El barro es el riesgo: no, hay que continuar. Hay que avanzar más rápido, lo más rápido posible. Samuel reacciona:

-¡Mamá, mamá! ¡Mierda, nos hundimos! ¡Nos hundimos!

Y los dos se ponen a gritar y a golpear sus talones contra los flancos de los caballos, los espolean con todas sus fuerzas, gritan, se agitan, entonces los caballos se abalanzan para soltarse de esa maleza que los traga , para elevarse, y brincan y despliegan toda su potencia, su energía, los músculos prominentes, rígidos, el cuerpo tenso, pero avanzan intermitentemente, casi nada, de a saltitos, brincos que quedan truncos ni bien han sido efectuados. Y, sin embargo, continúan, se agitan juntos, gritan, los caballos con los ojos exorbitados del miedo; se abalanzan y ganan, picotean, veinte, treinta, cincuenta centímetros, y luego en un esfuerzo inmenso vuelven a caer en la inmovilidad que pretende atraparlos -los charcos negros de lodo bajo la vegetación, ya no más pasto, ya no más piedras, únicamente a su alrededor, como observándolos y acusándolos, preparadas para replegarse hacia esa cúpula que debería ayudarlos a ir más rápido hacia Osh, unos acantilados y unas crestas que, como un canalón de zinc, los condenan a continuar para salir del túnel. Los caballos relinchan y se hunden hasta abajo del cuello -los zapatos y la parte baja del pantalón maniatados por esa sustancia viscosa y fría, y el miedo que aumenta junto a ese ruido horrible, ese cloqueo que todo lo traga y que regurgita como un organismo trabajando, gritan, los animales avanzan, vamos a aguantar, hay que aguantar, pasa una hora, pasan dos horas, avanzan demasiado despacio -¿tendrán fuerza los caballos? Hace frío y, no obstante, los caballos y los humanos transpiran y el calor quema; estaban congelados hasta hace casi nada y ahora los caballos transpiran también y los pedazos de barro vuelan con cada uno de sus brincos, cuando vuelven a caer al suelo y chapotean, asustados, estupefactos, las alforjas que se llenan de agua, placas cenagosas, negras, un montón de barro pegado a los rostros, las manos, los dedos pringosos, las crines de los caballos y el cuerpo en su totalidad, las vestimentas cubiertas de manchas, de un hedor de cuerpos pútridos, -el esfuerzo, siempre el esfuerzo, el esfuerzo hasta el límite, cuatro horas alternando los momentos de combate y distinción.

Recobran el aliento y vuelven a comenzar; las piernas temblorosas, los caballos que se hunden y se arrastran. Y finalmente, más allá, a lo lejos, a unos diez metros, sí, un talud que nos aguarda y avanza hacia nosotros, en dirección de la ciénaga; si llegamos, y tenemos que llegar, hay que llegar, se dicen para sí mismos porque ya no tienen la fuerza para la más mínima palabra, solo sonidos para espetarle a los caballos la orden de continuar, pero, por lo demás, los sonidos son solo gritos que expulsan, dale que llegamos, sí, un talud bastante amplio para recibirnos, y ya miran con ganas las piedras puntiagudas y óseas, demasiado prominentes, sueñan con lastimarse los pies sobre la tierra firme.

LO QUE YO LLAMO OLVIDO: UN FRAGMENTO

Todavía no tenía intención de ir al supermercado y antes de entrar había estado casi una hora en el centro comercial, ya aguantar todo ese cristo para llegar a eso, los pasos de peatones amarillos y los números de entrada, pues eso, él llega por donde hay un falso seto vegetal y un césped sintético, letreros como en una ciudad cubierta, con sus cruces y sus calles, pero no se tropieza con mucha gente, algunos jóvenes esperando a su chica ante la entrada de las tiendas o sentados junto a jardineras con plantas, llevan bolsas en las manos y él se queda mirando el tiovivo y ese caballo de plástico con los ojos azules, mira a un tipo que fotografía con el móvil a un chiquillo en uno de los cochecitos del tiovivo, y arranca a andar de nuevo, sin más, no sabe si tiene sed pero se dirige hacia allá, lo sabe, al centro comercial, la gente va con amigos o en familia y estalla un chicle en la boca de una rubia teñida de pelo rizado, delante mismo de la hilera de cajas, donde se oyen los bip de los artículos bajo los lectores de códigos de barras de las cajeras, y dobla por la derecha, hacia la entrada, y una vez dentro del súper camina por las secciones, dejándose llevar por el sonido metálico de las canciones que suenan en la radio y los colores chillones de las ofertas, deja correr sus pasos y sus pensamientos por los pasillos, donde mira las baldosas blancas, las marcas de las ruedas de los carros, las huellas de los pasos, las baldosas rotas y las que han cambiado que son más claras, moviéndose y haciéndose a un lado para esquivar los carros y a la gente, pero no sé si se dirige directamente hacia las cervezas, no lo creo, se las topa casi casualmente, enseguida, a la derecha de la entrada de la tienda y no a la izquierda como creía recordar, se encuentra frente a las latas sin querer, las cervezas que coge están debajo del anaquel, las menos caras, que coge por reflejo porque nunca lleva dinero para pagarlas, ha querido una lata y no sabe por qué la ha abierto y se la ha bebido, sin moverse, sin seguir andando, sin ocultarse tampoco y con ánimo de robar otras latas para tomárselas fuera, porque, a ratos, es verdad, tiene tanta sed, necesita beber mucho, pero en esta ocasión la cosa dura poco y llegan enseguida, a cada extremo del pasillo, de dos en dos, y cuando le agarran del brazo para llevárselo, no tiene palabras para ablandarlos, no, ni siquiera lo intenta, los oye repetir que tiene que acompañarlos sin montar un número, no montes un número, le dicen, sobre todo el de pelo color paja, y de entrada lo tutean como habría hecho él si hubiera hablado con ellos individualmente, olvidando el traje mal cortado y el coco rasurado al cero del más joven de los cuatro, que éste debe de afeitarse a diario para parecer malvado o creíble, o el pelo negrísimo del tercero, que aguanta firme en el cráneo mediante el brillante fijador, y es el que le habla sonriendo casi, los cuatro se han acercado sin decir nada más, sólo habla uno y el otro le ha plantado la mano en el hombro, es un poco regordete y luce una barba muy fina, un trazo que corre a lo largo de la mandíbula, y él hace un movimiento para apartar el hombro, pero otro le agarra el brazo, los dedos muy separados, con firmeza, siente el anillo frío y liso en el brazo desnudo, un desodorante o una colonia que conoce y que le recuerda el olor a pólvora, pero no dice nada, no monta un número, vale, no monta un número porque no tiene palabras para los seguratas ni para nadie, no, ninguna, ni para alegrarse por haber aplacado la sed ni para defenderse de esos fulanos apenas mayores que él a quienes hubiera podido decir, tienen la misma edad que yo, tú eres todavía más joven, y tú, a ver, ¿no sabes lo que es la sed, ni lo que es tener los bolsillos como cosidos, cuando no hay modo de meter un dedo dentro para encontrar en el fondo una moneda, un billete, aunque sea de cinco, doblado en cuatro, descolorido, arrugado, no, no lo sabes?