Recuerdo perfectamente la bruma sobre las verdes montañas en la pantalla de tubo. Ese paisaje furioso y húmedo contrastaba con el clima opresivo que arreciaba en Berazategui, en el conurbano bonaerense. En la primera toma, un paneo vertical perseguía a una diminuta fila de personas que caminaban por la ladera de una montaña. El movimiento de cámara era brusco, descendía a los tirones, y ocasionalmente hacía ajustes de zoom. Era algo que parecía torpe, impreciso. Finalmente el movimiento se detenía y dejaba ver cómo esas personas pasaban frente a cámara. La larga fila sobre un terreno escarpado, difícil de transitar, dejaba entrever que lo real tenía más peso que la ficción. Yo estaba en calzoncillos, tirado en la cama, sin poder frenar el solazo que calentaba la habitación.

Afuera de mi casa, la crisis del 2001 que se avecinaba para nosotros no era algo nuevo. Las pymes familiares habían quebrado hacía años y en mi casa la situación económica no era buena. Los primeros días de diciembre me fui a pasar el verano con mis abuelos. Habían vendido su chalet para mudarse a un austero departamento en el centro del partido. Me convencí de que me mudaba con ellos para estar más cerca de algunos amigos, cambiar de aire. En verdad, lo hacía para dejar de larvear a la vista de mis padres por unos meses. A mediados de ese año, sin motivo aparente, dejé la carrera de Cine en la Universidad de La Plata. Era mi segunda claudicación en dos años. El anterior había dejado la Escuela de Cine de Avellaneda. Aunque, sinceramente hablando, la verdadera razón de mi mudanza a lo de mis abuelos era otra: ellos tenían cable. En casa hacía años que lo habían cortado. Recuerdo que cuando vino la cuadrilla a desconectar trajeron un equipo de filmación. Hicieron una publicidad para mostrar cómo lidiaban con los clientes morosos . Ya en ese momento me pareció curioso hacer tal aporte publicitario a la compañía y que a cambio no nos den ni unos meses de gracia.

 

La pequeña habitación que ocupé en su nuevo departamento era un recordatorio constante de la bonanza que se había esfumado. Muebles grandes hechos a medida acomodados a una nueva realidad en un cuarto de dos por cuatro. Lo único acorde al tamaño del cuarto era el televisor de tubo de 14 pulgadas. El cable tenía un canal que se llamaba Europa Europa. No se si sigue existiendo.

Nunca fui muy cinéfilo. El cine de “época” que yo estaba acostumbrado a ver no lucía así. Había visto películas de Hollywood con sus estrellas en los protagónicos, con una imagen prístina, un montaje exacto, el típico cine canónico. La magia del technicolor cómo decía Rocha. Pero esa madrugada, cuando engaché de casualidad Aguirre, la ira de Dios, algo pasó. Esto era otra cosa. Entendí ahí que el cine épico que me gustaba se podía hacer lejos de los cánones del mainstream. El cine se me presentó como un hecho artístico infinito, cuando el mundo se me cerraba cada vez más.

Para quienes no hayan visto la película les puedo contar que se trata de un grupo de conquistadores españoles que en su afán de descubrir la ciudad mítica de El Dorado terminan sucumbiendo por su propia codicia. Pero, ¿por qué me llamó tanto la atención esa película? En un comienzo creí que lo que me atraía era la novedad, el no haber visto nunca nada igual, hasta ahora que me puse a redactar estas líneas. Hoy puedo decir que la conexión con la película fue porque yo me sentía como Aguirre. Mejor dicho, yo quería ser Aguirre pero todavía no me había dado cuenta

Aguirre es un antihéroe. Su egoísmo y ambición lo llevan a su autodestrucción y la de todos los que lo rodean. ¿Quería yo eso? Pienso ahora, mientras escribo. No. Yo no quería eso. Yo quería tener un sueño y hacer lo imposible por hacerlo realidad, como Aguirre. Quería un motor, algo que me mueva y me saque de ese estatismo en calzoncillos en el que inevitablemente me venía sumiendo. Afuera ya la crisis explotaba y no parecía que el país, la sociedad, tuviera respuesta para un joven recién salido de la escuela. La indignación de mis abuelos al escuchar a Cavallo anunciar el corralito fue mayúscula. Su plan de jubilación acabada de derrumbarse por completo. Al otro día le fue a pedir trabajo al tornero “de la competencia” y lo consiguió. Ahora que lo escribo es clarísimo: mi abuelo era Aguirre.

Me gusta pensar que ese soñador, su afán, su pasión de alguna manera se me contagiaron. Ese verano comencé a pensar distinto, no fui tanto a ver amigos y me quedé durante jornadas maratónicas mirando absorto esa pequeña pantalla. Aguirre me abrió esa puerta y entendí que quería hacer películas, que realmente lo deseaba. Ese personaje me había cautivado por su tenacidad, por su fuerza, por su capacidad para sobreponerse. Tuvieron que venir unos alemanes interpretando a unos españoles para que pudiera ver (hoy) que todo eso que buscaba en realidad me rodeaba. No voy a decir que esa película me cambió la manera de entender mi realidad, pero sí lo hizo. No voy a decir que no voy a descansar hasta encontrar El Dorado porque solo quiero buscarlo.

Francisco D’Eufemia es un realizador argentino de cine independiente. Egresado de la carrera de Montaje en ENERC. Trabajó en la edición de una docena de largometrajes. Dirigió el documental Canción perdida en la nieve (2015), sobre los pioneros del cine de montaña en los Andes. Codirigió el western épico Fuga de la Patagonia (2016), que participó en numerosos festivales nacionales e internacionales y obtuvo 4 nominaciones a los premios Cóndor de Plata. El thriller rural Al Acecho (2020), su última película, con Rodrigo de la Serna y Belén Blanco está disponible en cine.ar y otras plataformas.