Un ave rapaz se posa en la letra “i”, donde va el acento prosódico de la palabra Peregrino. Tal es el icono que presenta al documental –epónimo-- sobre vida y obra de Ricardo Soulé, de Néstor Rodríguez Correa. Viene muy al caso, claro. La conjunción semántica no es otra cosa que la representación individual de los halcones que sobrevuelan el devenir de uno de los fundadores del viejo y querido Vox Dei, tanto como su guitarra, su voz, sus letras, su violín, o sus discos. Van quince minutos del film cuando el músico empieza a develar el misterio. Mira el mar con una pluma en su mano derecha; luego se arrodilla, moja aquella en la sal de las olas y la toma marítima muta en archivo histórico. Aparece una imagen familiar, casera, de cuando hijos e hijas Soulé eran chicos y avistaban de cerca esos pájaros. Lo que suena, mientras ello ocurre, es “La leyenda del azor”, tema clave de su segundo disco solista (Romances de gesta), cuya tapa cuaja perfecto con la imagen: su rostro, un ave que lo mira y el clavijero de una guitarra como puente. “El entrenamiento va a empezar probablemente el lunes de la semana que viene… ya está para empezar”, se le escucha decir al guitarrista, mientras ejerce la cetrería.

Es joven, por entonces. Tiene 32 años hasta que Rodríguez Correa –también director de El Rey del Rocanrol, sobre Pajarito Zaguri-- decide retornarlo al hoy. Cuarenta años después, y el mismo amor: “La cetrería es el vínculo que tienen los hombres con las aves rapaces, sobre todo con los halcones. Es un vínculo antiquísimo, y se mantuvo a través de los siglos, hasta llegar a la actualidad, intacto, tanto en los hombres como en los halcones… parecería que uno fue hecho para el otro”, afirma Soulé, mientras la canción viaja cómoda en su poderoso cauce. “Creo que uno de los sueños lindos y recurrentes que tuve y tengo es el de volar. Y vuelo por mi barrio. Y vuelo por encima de los edificios. Y vuelo muy alto, y ya sé como es el sistema para poder remontar más arriba, inclusive”. Recorte audiovisual seminal éste como para cerrar filas y entrarle fino al mundo interno del documental que, hasta hoy –dada la pandemia— apenas pudo verse en un preestreno vía streaming, a cincuenta años de la edición de Caliente, disco debut de Vox Dei.

Optimista, Rodríguez Correa fantasea con poder estrenarlo en público algún día de septiembre. Por ahora, solo queda enfrentarse con las ganas que provoca revelar enigmas de este hombre-músico, en toda su dimensión. El de la cetrería es uno, claramente. Pero también hay otros que, de una manera u otra, se van ensamblando con aquel. El familiar, otro eje medular del universo Soulé fruto de su matrimonio con Graciela Hildebrand, tal vez el más duradero y estable del rock argentino. Y uno de los más prolíficos. De él surgieron cinco hijos (Gabriel, Pamela, María Elena, Iván y Virginia), que también colorean la biografía con sus testimonios entre realistas y emotivos, desde diversos lugares del mundo. “Mi viejo me dice `yo soy un egoísta porque a veces me gustaría tenerlos a todos acá, pero después me doy cuenta que los tengo que dejar crecer, y los tengo que dejar volar`… esa es la enseñanza más grande que nos pudieron haber dado. Nuestros viejos nos enseñaron lo que es la libertad”, puntualiza Vicky, la menor de los cinco.

Y así, el material va develando otras dimensiones vivenciales de Soulé que ensamblan con lo predicho. La natural. La del hombre que vive de sol a sol, como aquel que labra la tierra para tener su pan (“Libros sapienciales”, La Biblia). La religiosa, que no solo hunde sus raíces en una sinergia entre música, rezos cotidianos, contemplación y cristianismo primitivo, sino también en pasajes ancestrales, o glosas espontáneas sobre el Bhagavad Gitá, libro sagrado de la India que Soulé evoca con el fin de referirse a Krishna y a una revelación de aquel ante Dios, que luego utiliza para referirse a su amor por Graciela. La dimensión musical, en tanto, mecha varias canciones de su hacer solista con otros de Vox Dei. La lista total cruza preciosas versiones de sus diferentes épocas solistas (“El dragón furente”, “El cantar del juglar”) con gemas de la banda (“Ritmo y blues con armónica”, “Génesis” y “Prométeme que nunca me dirás adiós”, entre ellas), y testimonios cuasi directos sobre el dificultoso devenir del trío. “Mi viejo llenaba teatros, noches y noches enteras, y después resulta que salían a pérdida… eso generaba crisis total dentro de la banda, y por supuesto dentro de la familia”, recuerda Vicky. “Hubo épocas muy difíciles, en las que parecía que me lo tironeaban a Ricardo, y se lo llevaban, y yo lo agarraba de los pies y lo tironeaba para adentro, y otros de las manos lo tironeaban para afuera”, evoca Graciela, a quien su compañero define como “un faro en la costa Atlántica”; y su hijo Gabriel --el de la bella “Mi Gabriel”, clásico de Vuelta a casa, disco debut del Soulé solista-- como una “mina filosa, aguda e inteligente”.

Peregrino el cantar de Ricardo Soulé –tal el nombre completo del documental—dura setenta y cuatro minutos, y fue filmando durante cinco años en diversas locaciones. Entre ellas, zonas de Quilmes, donde nacieron protagonistas y banda; de Tres de Febrero, de Chacabuco y de Rawson, donde ocurre la escena final. Tal secuencia encubre a Soulé de esa pátina épica, mística, que es otra vía central para conectar con sus vísceras. Un fondo musical oscurito, onda “Dazed and Confused” por Zeppelin, sirve de colchón mientras el músico se acerca a una casona rural abandonada, construida en 1870. Y, ataviado en un sobretodo negro que le llega a los talones, cuenta un sueño en tiempo presente. “Cuando vivíamos en Ranelagh tuve un sueño con una puerta que había en la casa, una puerta que yo no conocía. Entonces la abro, me meto y empiezo a bajar unas escaleras. Me daba la sensación que eso ya no era una casa, era un lugar donde había más gente. Entonces, abro otra puerta y me encuentro con un cuarteto impresionante tocando a todo vapor. Quedo impresionado… entonces agarro un violincito chiquito que tenía, con un arquito, pero no podía tocar, era demasiado chico para mí ese violín, entonces abandono la idea de tocar con ellos, y me voy, y subo a otro piso, a otro nivel, también por los pasillos, que terminaron transformándose en los pasillos de los camarines de un teatro. Sigo subiendo, llego a un escenario, y me encuentro con gente muy relajada, resplandeciente. Y estaba Graciela con una plenitud extraordinaria. Era como un concierto que no tenía fin… era una expresión de la eternidad, evidentemente”.

Como su música. O como los halcones…