Desde Barcelona

UNO Antes de ser depositario de todos los premios habidos y por haber (menos ese más que merecido Nobel que no suele reconocer a sus más obvios y justos candidatos); de recibir diplomas honoríficos de las mejores universidades; de haber sido condecorado y celebrado por presidentes de todo el mundo; de haber inspirado el "Rocket Man" de Elton John & Bernie Taupin; de que los astronautas más trascendentes se inclinasen a su paso y lo responsabilizaran y le agradecieran por su vocación; y de que una esquina de Los Ángeles donde vivió lleve su nombre, Ray Bradbury fue un chico de pueblo al que le gustaba leer.

Mucho.

Y suele ocurrir: a aquellos a los que les gusta mucho leer un día se les ocurre que tal vez, seguro, va a gustarles mucho escribir.

Y a Waukegan, Illinois (al que Bradbury ficcionalizaría como Green Town: pueblo chico de resonancia cósmica) llega un carnival con un tal Mr. Eléctrico como atracción electrizante. Y Mr. Eléctrico se acerca al joven Ray, lo toca con su sable de luz, eriza todos y cada uno de sus cabellos y le ordena: "¡Vive por siempre!".

Y el joven Ray --el Rayo Bradbury-- se dice que una manera de conseguir ser inmortal es pervivir en forma de libro.

DOS Rodríguez lee lo anterior en prólogo a nueva y conmemorativa edición de Crónicas marcianas. Porque, sí, este 22 de agosto Ray Bradbury --muerto en 2012-- cumplirá cien años de vivir por siempre. A otro centenario iniciático por estos días --Charles Bukowski-- Rodríguez está inmunizado desde hace mucho. Pero, por suerte, no hay cura para Bradbury. O, tal vez, el buen Bradbury sea la vacuna para tantos males. Y más allá del pasado que se acumula y del futuro que nunca llega, Bradbury continúa escapando a las presentes generales de la ley del género. Lo suyo trasciende a la ciencia-ficción (en enero fue también el centenario de Isaac Asimov, pero Rodríguez poco y nada viajó a su lado) y lo acerca a un cierto naturalismo norteamericano donde conviven John Steinbeck y Sherwood Anderson y a una domesticidad entrañable y nostálgica. Ferias de verano y casas embrujadas y octubre como mes mágico y oscuro y tatuajes que cuentan historias y astronautas melancólicos y sin escafandra por la atmósfera respirable de Marte.

"La mejor manera en que yo escribo podría ser descrita como yendo a la cocina a freírme un par de huevos y de pronto descubrirme preparando un banquete", explicó alguna vez Bradbury. Y, sí, una oficiosa sencillez que no se apoya en la idea de una formación "culta" ("A mí me educaron las bibliotecas. No creo ni en liceos ni en universidades. La clave está en escribir un cuento por semana: es imposible escribir 52 cuentos malos seguidos") y, mucho menos, en lo tecno-científico para funcionar bien.

Así, a lo largo de su vida, Bradbury fue conocido y apasionado ludita. Se sabe que se subió a su primer avión en 1982 con sesenta y dos años de edad; que no confiaba en las computadoras; que la reproducción artificial le parecía un despropósito ("Nunca entendí para qué quieres clonar a alguien cuando te puedes acostar con quien amas y hacer un bebé"); que los libros electrónicos le parecían un absurdo ("Eso no es un libro: es televisión con letras. No huele. Un libro nuevo huele genial. Un libro viejo huele aún mejor. Huele a Antiguo Egipto. Y te acompañará por el resto de tu vida").

En cualquier caso, Bradbury predijo conductas y gadgets: auriculares, televisores planos de pantallas panorámicas, cajeros automáticos, iPods, asistentes personales. Preguntado sobre el asunto, Bradbury le restaba toda importancia a sus "aciertos" presentados como errores y no maravillas: "Siempre he sostenido que tenemos demasiadas máquinas... En mis libros, esos avances tecnológicos aparecen no como productos en un catálogo sino como parte importante de la acción y del modo en que han influido en la psicología de los personajes. "Sobre todo en Fahrenheit 451: ahí son mis personajes quienes me cuentan cómo y por qué los utilizan y hasta los adoran. Yo no hago más que escucharlos".

TRES Y es en Fahrenheit 451 donde se oye y arde ese momento terrible que, por lo general, no se recuerda correctamente. Allí el jefe de los bomberos inflamables le explica a Montag que “En cierta época, los libros atraían a alguna gente... Pero, luego, el mundo se llenó de ojos, de codos, de bocas. Población doble, triple, cuádruple. Films, revistas, libros, fueron adquiriendo un bajo nivel, una vulgar uniformidad... Condensaciones. Resúmenes. Los clásicos reducidos a una emisión radiofónica de quince minutos. Después, vueltos a reducir para llenar una lectura de dos minutos. Por fin, convertidos en diez o doce líneas. Salir de la guardería infantil para ir a la universidad y regresar a la guardería. Ésta ha sido la formación intelectual durante los últimos cinco siglos... Los años de universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo es lo único que cuenta, el placer domina todo después del trabajo... La vida se convierte en una gran carrera. Todo se hace deprisa, de cualquier modo... Y la mente absorbe cada vez menos... No es extraño que los complicados libros dejaran de venderse... No hubo ningún dictado, ni declaración, ni censura, no. La tecnología y la explotación de masas produjo el fenómeno”.

Ah...

Fue, es y será bueno saberlo.

Y memorizarlo para no olvidarlo nunca.

CUATRO En una entrevista le preguntaron a Ray Bradbury si alguna vez se había cruzado con su perfecta contracara, con su opuesto complementario, con el Yin de su Yang, con Philip K. Dick. "Una vez coincidimos en un bar y conversamos un rato. No le gustaba hablar y era del tipo de persona que, enseguida te das cuenta, no disfrutaba de estar vivo", respondió Bradbury. Cabe pensar que Dick se dijo a sí mismo que Bradbury hablaba demasiado y era demasiado vivaz.

En 2003, Bradbury adquirió el lote junto a la tumba de su esposa y plantó y anticipó allí su propia lápida con el año de salida aún en blanco. De tanto en tanto, se daba una vuelta para contemplar su propia tumba. Su biógrafo le preguntó que sentía al respecto. Bradbury respondió: "Lo cierto es que preferiría ser enterrado en Marte. Que metan mis cenizas en una lata de sopa de tomate, porque eso es casi lo único que comí durante mi infancia. Pero lo que de verdad me hace muy feliz es saber que en Marte, dentro de un par de siglos, mis libros seguirán leyéndose. Y que muy tarde por la noche, con una pequeña linterna y bajo una manta, algún niño va a espiar bajo la cubierta de un libro. Y que ese libro será Crónicas marcianas. En Marte".

Que así sea --buena suerte al Perseverance-- para que ahí y entonces, por fin, Bradbury sea autor marciano.

Y gracias por todo, piensa Rodríguez habiendo vuelto a abrir un libro que no cerrará hasta haberlo leído de nuevo, en la Tierra aún, en tiempos cada vez más marcianos.

Feliz centenario y bicentenario y tricentenario, hasta el infinito y más allá y, sí, por siempre vivo.