Charlie Kaufman siempre fue un poco reacio a hablar sobre Charlie Kaufman. El hombre que se metió en la cabeza de un actor famoso, construyó una Nueva York de miniatura en un galpón que contenía un galpón con una Nueva York miniatura hasta el infinito y se desdobló en la pantalla firmando un guión junto con un hermano apócrifo, suele esquivar en las entrevistas las preguntas que pretenden echar luz sobre su vida personal. Y cuando es acorralado por la excitación de los periodistas, las respuestas que da son genéricas y desalentadoras, sobre todo para quienes buscan puntos de contacto entre sus personajes atribulados, neuróticos y freaks con su vida típica de ciudadano medio.

Incluso cuando de hablar sobre cine se trata. Kaufman no es ni fue un cinéfilo consecuente, a pesar de tener un título como guionista y director por la Universidad de Nueva York. De hecho, y contra todo pronóstico, admitió en una entrevista para The New York Times que la primera película de la que tiene memoria emotiva es el musical The Sound of music, el clásico dirigido por Robert Wise. No: El proceso de Orson Welles. No: Eraserhead de David Lynch. No: alguna comedia oscura de Billy Wilder. No es un dato menor ya que Kaufman viene golpeando las puertas de los estudios sin éxito durante los últimos diez años con un guión sobre un musical con cuarenta canciones escritas por él mismo, titulado Frank or Francis, y que a esta altura de las circunstancias ha escalado al nivel de mito.

Si bien las cosas no han sido fáciles para quien fuera el guionista mimado de Hollywood en los lejanos 2000, tampoco estuvo frenado. Filmó el piloto de una serie con Michael Cera pero FX finalmente bajó el pulgar. En 2012 recibió la oferta de Random House para escribir una novela. El resultado se publicó en julio de este año en Estados Unidos bajo el título de Antkind, una sátira de 700 páginas que tiene como protagonista a B. Rosenberg Rosenberger, un crítico de cine que maneja fuentes de dudosa procedencia, está de novio con una chica afroamericana y nunca deja de cuestionar sus privilegios como blanco con un tono irónico. Aunque ajustarla a semejante premisa no sería lo más justo: en su extensión, el relato se bifurca por jardines desconocidos, se pierde en un bucle temporal que se remonta hasta el siglo XIX, y B. en un viaje de estudios, se obsesiona con un director de cine mudo negro que le va a permitir alcanzar el éxito como crítico cinematográfico.

La escritura lo llevó a sus orígenes como lector. Nacido en el año 1958, en el seno de una familia judia de Nueva York, y rápidamente establecido en Connecticut por razones laborales de sus padres, Kaufman tuvo una formación ecléctica como lector, mediada por la pasión precoz y equívoca por el teatro y la actuación, pasión que lo volvió permeable al absurdo (es fanático de Harold Pinter y de Eugene Ionesco, y se nota) y una devoción por la narrativa posmoderna norteamericana de los años setenta de origen kafkiano y borgeano, que tradujo en la escritura temprana de unas notas paródicas publicadas en la revista de humor académico National Lampoon. Esa herencia juvenil se respira en las páginas de Antkind. El humor tragicómico recuerda a Kurt Vonnegut. La construcción de B. es similar a los personajes antisociales y amorosos de John Barth. La trama desborda en historias rizomáticas como en las primeras novelas de William Gaddis. Y la tensión lisérgica tiene algo del, hoy diríamos, primer Thomas Pynchon. Esos mismos procedimientos que Kaufman intentó llevar a la narrativa cinematográfica son los que regresan a su fuente literaria con Antkind.

Pero Kaufman también está de estreno. El 4 de Septiembre se podrá ver en la pantalla chica el encargo que recibió por parte de Netflix de adaptar la novela I'm thinking of ending things escrita por el canadiense Ian Reid. En una entrevista para la revista Total film, Kaufman contó que, después de muchos años sin poder dirigir, pensó en adaptar algo que fuese más o menos sencillo y que se pudiera contar en unas pocas locaciones. La novela de Reid tenía una premisa de comedia y un espíritu que podía ajustarse a su estética. “Siempre quise hacer una película que fuese huérfana”, dijo. “Una película que no sepas quién la hizo y estuviese perdida. Hacer algo con no-actores, dejarla ahí en el mundo y ver qué pasa. Me parece que hay algo tenebroso en no saber de dónde vienen ciertas cosas”.

Pienso en el final, el 4 de setiembrer por Netflix

La película parte de una premisa muy simple. Una chica, cuyo nombre no se sabe, interpretada por la actriz irlandesa Jessie Buckley, va a conocer a los padres de su nuevo novio Jake (Jesse Plemons), quienes viven en una granja. El viaje se convierte en una conversación tensa, pasivo-agresiva y claustrofóbica, con citas a poemas y a críticas sobre cine (aparece el fantasma de Pauline Kael), entre dos personas que si bien se conocen desde hace unos meses, parecen reconocerse desde tiempos inmemoriales. En la misma nota de Total Film, los dos actores declararon no saber muy bien cómo definir el proceso de rodaje ni los métodos que Kaufman empleó para dirigirlos. Tampoco sabían qué decir en las ronda de prensa. El propio Kaufman, en las entrevistas que dio, reconoció haber filmado la película como si fuese su última oportunidad de estar detrás de una cámara después de largos años de espera. “Uno tiene la presión de que si a la película le va bien, va a recibir más propuestas. Pero ya no tenía propuestas cuando hicimos ésta, así que en cierto modo, eso me dio más libertad para hacer lo que quisiera”.

ESTÁS GUIONADO

Todo guionista (todo artista) necesita un golpe de suerte. Y Kaufman no estuvo exento de ese destino que en definitiva venía buscando a prepotencia de trabajo. Cuenta la leyenda que el director Francis Ford Coppola tuvo la mala suerte de tener como cuñado a un director como él. Pero no cualquiera sino uno joven, veinteañero y canchero, de incipiente renombre en el incipiente mercado del videoclip y de la publicidad. La leyenda no especifica en qué situación Coppola, quizás con desdén o superioridad, le pasó el guión de ¿Quiéres ser John Malkovich? a Spike Jonze, bajo el lema de “esto te puede gustar”, pero eso fue lo que pasó.

Coppola no se equivocó. No cuesta imaginar a Jonze leyendo el guión en unas pocas horas. Tal vez haya lanzado carcajadas cuando de pronto el personaje del guion, llamado Craig Schwartz, un titiritero con ambiciones demasiado grandes para su tristeza, abre una puerta secreta de una oficina gris que lo lleva a la cabeza de un actor muy conocido llamado John Malkovich. O quizás se haya preguntado cómo hacer para filmar esa sensación un poco intraducible que tiene Schwartz cuando descubre que, al estar unos segundos en la cabeza de otro, se le concede la experiencia tanática de suspender el propio deseo. Jonze debió de haber leído en esa narrativa, extraña y enroscada, un relato que se ajustaba a la experiencia milenarista del fin del siglo. Un relato diferente al guión de fórmula de los años ochenta cuyos portavoces Blake Snyder, Syd Fields o Linda Seger venían refritando hasta el hartazgo como una bandera de las buenas costumbres del guionista.

Al parecer este tal Charlie Kaufman que firmaba el guión era otra cosa. Su historia guardaba un parentesco secreto con las narrativas no lineales o disruptivas que la cultura del videoclip (más propensa al surrealismo que al realismo) venía imponiendo. ¿De qué mente había surgido semejante historia? Antes de escribir ¿Quieres ser John Malkovich? Kaufman había intentado sin suerte trabajar como guionista de sit coms. Corrían los años noventa, y el género estaba en auge. Obtuvo un lugar como dialoguista de la serie Get a Life, producida por Fox. Su trabajo consistía en “copiar” la voz del guionista en jefe y pasar a papel los diálogos. Es decir, pensar como otra persona. Lo que para cualquier guionista en carrera era una posibilidad laboral, para Kaufman fue una herida a su libertad personal. Esa necesidad de hablar como otra persona tuvo una consecuencia adversa; se quedó mudo. Empezó a tomar distancia de los compañeros y a meterse para adentro. La idea de hablar como otro gestó en él una idea distinta. Para hablar primero había que pensar como otro, y para eso había que meterse su cabeza.

¿Quieres ser John Malkovich? llevó a Kaufman del anonimato absoluto a una nominación para el Oscar a Mejor Guión Original en el año 1999. La fatalidad de su anti-héroe y alter-ego, Craig Schwartz (interpretado por John Cusack), entregado al desierto de su deseo sin amor, se invirtió; le llovieron las propuestas para guionar tanto trabajos ajenos como opciones de compra de historias propias. Entre una de esas propuestas estaba la de adaptar una novela de no-ficción de la periodista estrella de la revista The New Yorker, Susan Orlean. Se trataba de un relato mínimo en donde Orlean seguía los pasos de un cazador de orquídeas por los pantanos del Key West. El ladrón de orquídeas, el libro, era una reflexión sobre la belleza, la fugacidad de las cosas y las ambiciones ocultas, aunque con muy poco material dramático para ser llevado a pantalla.

Lo que parecía una premisa muy sencilla de adaptación se convirtió en una pesadilla dantesca. Un viaje hacia el infierno exitista del medio cinematográfico, con sus clínicas de guiones y sus fórmulas básicas para construir historias en tres actos. Kaufman tomó distancia hasta desdoblarse (una vez más) y construyó un personaje que no era otro que Charlie Kaufman. Un guionista exitoso aunque incipiente, con una nominación al Oscar, y muchas ganas de crecer y de aprovechar oportunidades en función de hacerse un lugar. El desdoblamiento en escena lo llevó a otro espejo de dualidades: Charlie tendría un hermano llamado Donald, también guionista, aunque servil a las demandas del mercado, los cursos del script doctor Robert McKee y las películas de acción con una catarsis orgánica y bien definida.

Con Adaptation obtuvo su segunda nominación al Oscar. Kaufman ganaba notoriedad pero sus historias eran oscuras y complejas. Se estaba gestando un adjetivo para denominar a un guión cuyo personaje, perdido y quebrado, oscuro y neurótico, desencauzaba su deseo en un rulo temporal cercano a la autodestrucción; nacía así lo “kaufmaniano”. Su fama era de “guionista para guionistas”. Hasta que en el año 2005 le llegó el éxito comercial. Eterno Resplandor de una mente sin recuerdos, dirigida por otro pope del mundo del videoclip, el francés Michel Gondry, con quien había trabajado en una película un poco fallida llamada Human Nature, le supuso un éxito en las salas y la obtención del galardón.

La historia de un hombre (interpretado por la versión dramática de Jim Carrey) que intenta borrar el recuerdo de su ex novia (¿exageramos si decimos que es el mejor papel de Kate Winslet?) y mientras la borra, la revive. Kaufman actualizó los códigos de la comedia romántica, y si bien la trama transcurre en un plano mental, bellamente adaptado por las escenografías móviles de Gondry, la historia es probablemente la más convencional del universo Kaufman y en cierto modo fue la última colaboración consciente como guionista. Ahora sí, nacía el director.

¿QUIÉN MATÓ AL CINE?

Cuando vivía en California, Kaufman salía a correr todos los días. Una mañana vio venir por una cuesta muy empinada a un hombre un poco gordo, vestido con ropa de los ochentas (vincha de toalla y pantalones anchos) y el rostro sudado. El hombre le sonrió y le dijo: “Seguro que es todo bajada por ese lado”. El chiste a Kaufman le robó una sonrisa. A la semana siguiente, Kaufman volvió a cruzarlo en la misma situación, y el hombre volvió a hacer el mismo chiste. Kaufman esta vez sonrió menos. Y así ocurrió durante varios meses al punto tal que empezó a esquivarlo cada vez que lo veía de lejos. “Lo que me gusta de esta historia es que cambia con el tiempo pero nada cambia en verdad”, dijo Kaufman cuando contó la anécdota en un congreso para guionistas. Su intención era ejemplificar cuándo una historia tiene potencial dramático, pero en verdad lo que revela es cómo él ve el mundo. Y también es un claro ejemplo de cómo funcionó su debut como director llamado Synecdoche, New York, estrenado en el año 2008.

La película le llegó en un principio como una propuesta para recomponer el vínculo creativo con Spike Jonze. La idea era hacer una película de terror pero, como Kaufman aseguró después, nunca estuvo interesado en el género: “Me interesa descubrir qué es lo tenebroso realmente, y no qué da miedo en una película, porque eso sería demasiado fácil”. ¿Y qué es lo tenebroso para Kaufman? La vergüenza, el paso del tiempo, la mirada ajena, el juicio de los otros, la soledad, la fragilidad de los vínculos, la vida en comunidad, los otros… en definitiva, todo.

Cuando Jonze leyó el guión, esta vez no entró en el mundo propuesto por Kaufman y se bajó de la dirección, optando por la sana y lineal Donde viven los monstruos. Kaufman había puesto demasiado de su vida en esa película y decidió dirigirla él. En Synecdoche, New York, Caden Cotard (alusión a la enfermedad de Cotard, por la cual el enfermo no sabe si la gente está viva o muerta), interpretado por Philip Seymour Hoffman, es un director de teatro con la ambición de recrear la ciudad de Nueva York en un galpón, en donde también habrá un galpón con una ciudad de Nueva York adentro, hasta el infinito. Si bien Cotard está obsesionado por “el realismo y la honestidad”, la película puede leerse como un reverso de Adaptation. En esta última, las penurias del proceso creativo estaban puestas en la materialización de un guión; acá, el proceso lleva a Cotard hacia los abismos de la neurosis, en donde no hay otro deadline posible que su muerte. La temporalidad de la película se superpone con el principio de realidad de Cotard, construyendo una zona oscura y ensoñada en donde las capas temporales se mezclan; realidad y ficción trazan un mismo arco dramático y nada cambia aunque todo crezca alrededor de Cotard.

Estrenada en el año 2008, en plena crisis financiera, la película fue un fracaso comercial y de público. El crítico Robert Ebert dijo que era la mejor película de la década, pero eso claramente no alcanzó para recaudar al menos un tercio del presupuesto invertido. Después de tan estrepitoso fracaso, Kaufman tuvo que agachar la cabeza. Anomalisa, su siguiente largo después de un largo silencio, fue financiada en parte por crowfunding, codirigida junto al joven talento del stop-motion Duke Johnson, y completada gracias a la voluntad de una pequeña empresa de animaciones.

Durante la segunda década del nuevo milenio, Kaufman estuvo sumergido en la escritura de la novela e intentó, en paralelo y sin suerte, conseguir financiación para su musical. El mercado había cambiado. Los grandes estudios no estaban dispuestos a arriesgar plata, sin importar la cantidad. En las entrevistas, Kaufman se muestra optimista. “Netflix no mató a las películas. Las películas mataron a las películas”, dijo. Y en cierto modo, que muchos hayan trabajado para la marca de streaming, la única empresa capaz de hacer películas medianas con directores reconocidos como David Lynch y Martin Scorsese (y ahora, en unos meses, David Fincher), parece darle la razón. “Vivimos en una cultura del bullying, atravesados por el marketing y las corporaciones, que para que compres uno de sus productos te obligan a que lo hagas. Y eso se traduce en las películas que consumimos y en la cultura que habitamos”.

Sus declaraciones no son ni melancólicas ni furibundas, parecen una resignada aceptación del estado de cosas. Con 61 años, recorre con su hija cada día la ciudad de Nueva York a pie, entre asombrado y azorado por una realidad muy diferente a aquella que reflejaban sus historias. Según dice, está cada vez menos obsesionado por dirigir, y más focalizado en la escritura. En la mencionada entrevista para The New York Times dice que piensa más en una posible nueva novela que en otra película. Aunque tal vez se trate de un coqueteo histérico por la herida narcisista (como el “pastichelo troskista” de Nanni Moretti) por no poder materializar el sueño de hacer un musical. Quizás es por esa razón que en una escena clave de la película hay una coreografía musical con tono elegíaco y dramático, que poco y nada tienen que ver con la trama de I'm thinking of ending things. El hombre que intentó guionar los pasajes de la mente, las inclemencias de la memoria y las penurias del proceso creativo cuando de escribir se trata, encontró en la coreografía del baile y el trabajo formal con el cuerpo, un modo sutil de suspender la neurosis. Tal vez, en ese caso, la irremediable sensación de finitud no sea un tono dominante en la visión de Kaufman, sino la condición que le permite producir y escribir lo que quiere, siempre y cuando mantenga el movimiento.