No hay ninguna fiesta que no incluya al menos un principio de desmadre y francachela. Ayer u hoy la fiesta se caracteriza por la danza, el canto, la agitación, el exceso, la comida, la bebida. Hay que darse el gusto, hasta agotarse, hasta enfermar. Es la ley misma de la fiesta. Sostiene Roger Callois y agrega que la fiesta es una necesidad social. Pues la vida cotidiana encorsetada en un sistema de normas y prohibiciones necesita efervescencias y descontroles. La fiesta favorece el nacimiento y el contagio de una exaltación que se transmuta en gritos, gestos y energías renovadas. Las incontinencias más violentas ocurrían en fiestas paganas y suelen filtrarse subrepticiamente en las actuales. Sumergirse en lo festivo es beber en fuentes revitalizantes. Se regresa a la rutina con intensidades renovadas.

Después de meses de aislamiento sanitario existe añoranza del jolgorio. Añoranza compartida por miles o millones. Perder un poco la cabeza, sostener conversaciones no trascendentales, picotear charloteos, tragos y música. Relajarse. No obstante, como observa Callois, en la fiesta hay contagio (en el buen y en el mal sentido de la palabra). El covid ataca y contraataca. Y en el momento que se decide habilitar reuniones de hasta diez personas (sometido al criterio de cada distrito) no se redujeron los contagios ni las muertes, al contrario. ¿Por qué entonces se autorizan juntadas que -sabido es- habilitarán nuevos contagios? Avidez del mercado que mueve influencias, deseos de socializar de una parte de la población, y decisiones biopolíticas (y necropolíticas). Puede costar vidas y dejar pulmones averiados. Pero la economía deshumanizada y el espíritu gregario son un cóctel explosivo.

La fiesta representa el paroxismo de la vida y reluce sobre las preocupaciones diarias. Antes de la hecatombe coronavirus las reuniones festivas iban escandiendo nuestra vida. El recuerdo de la última y la expectativa de la próxima sembraba estrellitas luminosas en el gris cotidiano. No existe cultura ni institución que carezca de festividades. Hasta alivian el agobio de las personas discriminadas. Las coloridas marchas del orgullo sexual disidente, las candombeadas de la esclavitud rioplatenses, las fiestas de Adonis y las tesmoforias entre mujeres precristianas. Emociones intensas, contactos estrechos, metamorfosis personales. En las fiestas de Adonis se divertían y en las tesmoforias reafirmaban su identidad mujer.

Las casas griegas tenían muros muy altos y pocas ventanas. Las mujeres recluidas en ellas no podían entrar al andrón, el espacio varonil; las encerraban en el gineceo. Pero dos veces por año desobedecían. La trasgresión viola lo prohibido sin anularlo, aunque descomprime. Como tenían vedado corretear por la casa, en las fiestas adónicas se subían a los tejados y se entregaban a los más desaforados deseos. Susurros, suspiros, canturreos y cuchicheos. Pasaban de un techo a otro, hacían corrillos, bailaban, bebían, relataban cuentos obscenos, intercambiaban prácticas sexuales y encendían incienso con aromas inquietantes para que sus anhelos se expandieran por la ciudad. Ya que no querían verlas, que las olieran.

En la otra festividad de resistencia -las tesmoforias- las mujeres delimitaban sus territorios. Se permitían faltar de sus hogares tres jornadas completas. Mataban cerdos, los cubrían de semillas y al tercer día sembraban esa mezcla maloliente para abonar simbólicamente la tierra. Habitaban en cabañas. Ayunaban. Se abstenían de sexo y, para deserotizarse, quemaban hojas de sauce (un antiafrodisíaco griego). Dormían en el suelo en posición fetal. Inmóviles. Una experiencia letal para regresar renovadas. La festividad creaba fuertes lazos entre las mujeres que -para su transformación- ponían el cuerpo y se trasmitían energía mientras celebraban a la madre Tierra (la Pachamama de la antigüedad).

Hay entre el tiempo ordinario y el tiempo sagrado de la fiesta una subversión de los valores, afirma George Bataille. Pues las celebraciones son mecanismos de descomprensión y purga comunitaria que relajan las prohibiciones fundamentales posibilitando conductas que, en otras circunstancias, resultarían bizarras. Las fiestas, como descargas compartidas, forman parte de la disposición social y colaboran a su sostenimiento. Pero, ¿a cualquier precio?

El mundo del trabajo representa la base de la cotidianeidad y está regido por la razón y el cálculo. Aunque en las subjetividades subsisten impulsos que buscan satisfacciones inmediatas y distendidas. He ahí la necesidad de transgredir, de bajar los autocontroles y dejarse llevar por el deseo (que tiene razones que la razón no entiende). La pulsión comunitaria, a veces, es más fuerte que el sentido del cuidado y la conservación de la vida. Esta realidad permea nuestros días y nuestras noches. La fiesta, como transgresión ritual, es un dispositivo privilegiado de contención que regula tensiones. Un espacio para la renovación y reproducción del ordenamiento social. La nostalgia de las juntadas (e intereses mercantiles inconfesables) reclaman encuentros presenciales, pero sectores sanitarios al borde de la crisis e inflación de contagios deberían ser señales de alarma.

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Más que las gracias y menos que las musas era el número ideal de concurrentes a las comidas de Immanuel Kant. Las gracias son tres (belleza, júbilo y abundancia) y las musas nueve (diosas inspiradoras del arte). Es decir que la cantidad ideal de una reunión -al menos para comer, beber y conversar-sería entre cuatro y ocho. La autorización actual es para diez (nos pasamos por poco). A pesar del momento crítico, la noticia produjo un vientecillo de alegría. Revivió la ilusión que trae las expectativas festivas. Hubo quienes elegían terrazas, patios y jardines para bailes y parrilladas. Pero no. En la ciudad de Buenos Aires, entre otras, son espacios prohibidos. Habrá que aguzar la creatividad para realizar reuniones callejeras urbanas, de no más de diez personas, en lugares abiertos que no sean patios, jardines ni terrazas, y comunicarse con barbijos a dos metros de distancia. ¡Ah!, y que ese orden no se desborde. ¡Qué desafío! Fiesta y pandemia. La seducción del intercambio y la autorización para juntarse están coronadas por algo que pende sobre nuestra cabeza: la espada de Damocles, refulgente, pesada, enjoyada, temblorosa.