En el número 4 de la revista Martín Fierro (segunda época) se lee, casi al pie, el comienzo del “Manifiesto de Martín Fierro”, redactado por Oliverio Girondo, en donde se proponía enfrentarse a la “impermeabilidad hipopotámica del ‘honorable público’”. La idea era simple y propia de su época: despertar los somnolientos ojos de cierto público del calmo sueño modernista (con Ruben Darío y Leopoldo Lugones a la cabeza) para mostrarles la novedad que provenía de afuera, y que podía servir para cambiar el trajinado arte de la poesía. Anotaba Girondo en un manifiesto que no lleva su firma, pero que se sabe que escribió: “Martín Fierro sabe que ‘todo es nuevo bajo el sol’ si se mira con unas pupilas actuales y se expresa con un acento contemporáneo”. Lo curioso es que, en el mismo número 4, aparece una selección de poemas del libro que acababa de editar Cayetano Córdova Iturburu (1902-1977), mejor conocido con el apodo de “Policho”. Hablamos aquí de El árbol, el pájaro y el bosque (1923), cuyos poemas muestran una suerte de recuperación de algunos tópicos modernistas tratados con cierta distancia: Policho mostraba el agotamiento de una estética que se respetaba por la incidencia de Lugones sobre esos escritores primerizos, pero que ya mostraba las hilachas por todos lados. El mundo nuevo necesitaba una estética nueva, y viceversa. Pero el tono con el que Córdova Iturburu presenta esos temas nos recuerda al de alguien cansado, limitado por el propio peso de lo estético, que parece querer mirar para otro lado en un sentido un poco más radical. En los versos dedicados “Al lector” anota: “no puedo dar más de lo que te he dado / el arte es una amarga resignación del sueño”.

Trece años más tarde, esa misma persona se tomaba un buque para llegar a la España de la Guerra Civil, con el compromiso comunista ya asumido y con la idea no sólo de cubrir los hechos para el diario Crítica de Natalio Botana, sino también para ser parte de la acción de las trincheras y luchar por la emergencia de un mundo nuevo en un sentido más político que literario. España bajo el comando del pueblo, libro que reúne todas las crónicas escritas en el Viejo Continente por Córdova Iturburu, es una notable recuperación del joven sello Omnívora editora que nos presenta el punto de vista de un escritor que, habiendo formado parte de la “facción Florida” (si es que tal cosa existió en un sentido pleno) supo combinar la búsqueda estética con la militancia política para terminar luchando por la “España leal”, esa novedad que también estaba afuera del ámbito nacional, pero que implicaba a todas las naciones, en el conflicto que sintetizó todas las preguntas que atosigaron al intenso siglo XX, ese que no sabemos hasta qué punto terminó o no.

DE UNA TRINCHERA A OTRA

Córdova Iturburu se embarca rumbo a España el 15 de febrero de 1937, acompañado de otro poeta que también llevó adelante el mismo camino de transformación que Policho, un compañero de la misma trinchera estética, Raúl González Tuñón. Si bien el último tiene una figura mucho más notoria en lo que se refiere a su adscripción al pensamiento comunista y a una militancia comprometida, Córdova Iturburu ocupa un lugar de igual importancia dentro del mismo panteón, aunque con menos reconocimiento. La última crónica, fechada en mayo de 1937, nos muestra el tipo de idea que el poeta devenido periodista tiene con respecto al enfrentamiento armado de las fuerzas republicanas contra los rebeldes falangistas: soldados que adornan sus fusiles con flores, poetas que entendieron que la verdadera lucha por la humanidad se jugaba en ese terreno y que tomaron las armas sin abandonar la poesía, obreros y campesinos que abandonaron la anarquía de las necesidades individuales para participar activamente de los planes de colectivización y organización sin responder a coacciones directas. Ese tono celebratorio es lo que va a terminar disgustando a Botana, quien sólo publica tres de las crónicas escritas por Policho dentro de su diario: como anota la especialista Magalí Andrea Devés en el prólogo, Botana (sin dejar de estar a favor del bando republicano) podría haber preferido una prosa un tanto más volcada al registro de los detalles de los enfrentamientos y la “espectacularidad” de la guerra antes que el estilo cargado de imágenes y tonos poco periodísticos de un poeta militante. La recopilación de las crónicas frente a la publicación del libro (que hasta la salida de esta edición sólo consistió en esa versión original de 1938), muestra el definitivo alejamiento de Córdova Iturburu de la escritura medida del dato para dotar a sus textos de estrategias que sólo pueden encontrarse en lo poético, como las numerosas repeticiones, gradaciones y los cierres directamente celebratorios de las políticas republicanas.

Pero la guerra se impone, también, con su crueldad. Del entusiasmo de las primeras crónicas, lentamente, el libro va mostrando cómo la vida en las trincheras es también el encuentro con los asesinatos salvajes, las técnicas directas de exterminación que el enemigo propone, el avasallamiento de la cultura (es notable el episodio del bombardeo sobre el Museo del Prado) o las injusticias en el propio bando. Además del olor “dulzón” de los cadáveres que se acumulan en el frente de batalla, Córdova Iturburu dedica una larga crónica, la más documentada de todas las presentes en el libro, para hablar de los cambios que en la vida campesina representó la llegada de la política agraria republicana, pero también se dedica a hablar de cómo algunos “entusiastas” del bando de la “España leal” llevaron adelante, por fuera de cualquier orden, una colectivización obligatoria de los terrenos de varios campesinos, replicando las prácticas violentas de los terratenientes y generando un rechazo del sector popular con respecto a todo lo que implique esa “práctica comunista”. Policho entiende que ningún entusiasmo justifica medidas de coacción, y por eso ese largo tramo del libro mencionado realiza una lectura económica acerca de las ventajas reales de la colectivización progresiva del campo, comparándola con la política brutal de los terratenientes españoles, muchos, miembros de la nobleza que relegaban sus propiedades a ser una tierra ociosa que usaban sólo como cotos de caza personales. La descripción que se hace de la España rural recuerda, sin mucho esfuerzo, problemas propios del territorio latinoamericano, pero incluso peor. Esos campos españoles se encuentran tan atrasados que el cronista y poeta se sorprende de que ni siquiera haya máquinas para extraer los frutos de la tierra: puro trabajo manual y la peor explotación del hombre sólo por el placer de someter al prójimo.

SI LA MADRE ESPAÑA CAE

El libro de Córdova Iturburu no es solo un testimonio fundamental para entender la configuración del intelectual militante que tomaría su forma definitiva en el período abierto luego de la Revolución Cubana (sin dejar atrás un dato no menor: Policho era cuñado de la madre del Che), sino que también es un panorama por demás interesante acerca de los acontecimientos de la Guerra Civil Española. El frente de lucha, como las aves que Córdova Iturburu retrató en ese libro de 1923, está compuesto por soldados alegres, que recitan poemas o silban canciones mientras esperan en la trinchera a que ninguna bala les haga un agujero en la cabeza. Y no por una inocencia peligrosa, sino por plenitud vital: si los falangistas son la muerte organizada, Policho presenta a la República como el bando de la vida, que no puede ni va a ser vencido. No por nada el libro está dedicado a los poetas que participaron activamente en el enfrentamiento: desde el esperable Miguel Hernández hasta Jef Last, un intelectual entrañable que pasa de Holanda a ser un miembro imprescindible del bando anti-fascista, quien lucha de manera valiente en cada enfrentamiento y hasta recita poemas en holandés: las crónicas dedicadas a su periplo son impresionantes.

 

España bajo el comando del pueblo abre una puerta más para ver el lugar que los intelectuales de todo el mundo tuvieron en el marco de un enfrentamiento que mostró la estrategia del bando fascista. Al mismo tiempo, el libro presenta una hipótesis imposible: la “España leal”, como la llama tantas veces Cayetano Córdova Iturburu, no aparece en ningún momento como el bando vencido. Por el recorte temporal, es imposible notar que los republicanos vayan a perder. Y eso excede el entusiasmo de Policho. En el libro está la idea de que la España republicana es un mundo posible que tiene todo por delante, que sus “mártires” son en realidad personas convencidas de que ese es el camino, más allá de cualquier eventual derrota. España aparece en el libro como el nombre clave del país futuro, mejor, de un mundo nuevo, que no puede detenerse. Un mundo, en definitiva, en donde la violencia y la muerte sistemática “no pasarán”. 

 

PAISAJES DE UNA ESPAÑA EN GUERRA

Junto con las crónicas, el libro España bajo el comando del pueblo se encuentra acompañado de varias fotografías del propio Córdova Iturburu. Tanto las imágenes como los fragmentos que siguen permiten completar una idea de lo que se podía ver en los intensos meses que Policho pasó en las trincheras de la “España leal”, instantáneas de un mundo lleno de horror, pero todavía esperanzado. 

Organización de las milicias 

No es necesario subrayar las razones que animan esta modificación del criterio catalán en lo que se refiere a lo militar. En la jornada memorable del 19 de julio, el pueblo de Barcelona, a pecho desnudo, sin armas, aplastó el levantamiento militar en las calles y en las plazas de la ciudad. La facilidad —terrible facilidad de innumerables sacrificios— con que se obtuvo la victoria, hizo pensar al pueblo que su poder era incontrastable, que su fuerza era más poderosa que la disciplina de los ejércitos y la misma técnica de la guerra. Este error costó muchas vidas a la clase trabajadora catalana. Las columnas de las gloriosas organizaciones obreras partieron cantando de Barcelona rumbo al frente de Aragón. Los himnos revolucionarios de las desordenadas y heroicas centurias proletarias resonaron sobre los caminos y entre las breñas de las proximidades de Huesca, de Zaragoza, de Teruel. Casi sin resistencia los militantes de las UGT, de la CNT, de la FAI, llegaron hasta Bujaraloz, hasta Tardienta. Pero allí el ejército regular, atrincherado en sólidas posiciones, se opuso a su marcha victoriosa y desprevenida. La técnica militar, calculadora, fría, exacta, abrió sus abanicos de fuego y plomo sobre los pechos de las heroicas olas de trabajadores. Pero los obreros de Barcelona han aprendido la lección de los hechos. Cataluña se arma. Cataluña quiere batir al fascismo. Cataluña quiere ayudar a Madrid.

Cuando dejé Portbou rumbo a Barcelona, un miliciano partía con nosotros camino a la capital catalana. Desde el andén de la pequeña estación una mujer, su compañera lo despidió alzando el puño cerrado del Frente Popular. Se me ocurre ahora —recurriendo tal vez a un fácil símil— que aquella mujer es la imagen de la España antifascista, heroica y mártir, unida para la lucha bajo el signo de una sola esperanza y una sola voluntad de la victoria.

Bombas sobre el pueblo 

No deben ser muchos los países que tengan, como España, un tesoro tan rico y encantador de canciones infantiles. Tomados de la mano en corros o saltando a la comba, los niños españoles danzan en las aceras y en las plazas. Bajo el sol de esta primavera madrileña, sus voces se alzan, en las mañanas brillantes y en la media tarde, repitiendo las viejas estrofas que escucharon ya los siglos desaparecidos. En la plaza Colón, arbolada y radiante, al extremo del paseo de los Recoletos, danzaba y cantaba uno de esos corros cuando, inesperadamente, cayó una granada entre los niños.

Un instante después, a un kilómetro de la plaza Colón, otra granada penetró y explotó en la casa de unos trabajadores. Cosiendo con su máquina, junto a la luz de la ventana, se hallaba una mujer. Una de sus piernas, sangrante, fue encontrada a cuarenta metros de distancia. Otra granada cayó en la calle Alcalá, en las proximidades del hermoso arco de Carlos III. Dos mujeres atravesaban en ese instante la calle. Los cascos de la granada las alcanzaron. Quedaron dramáticamente tendidas sobre las piedras de la calzada desierta.

Unos tras otros caían los obuses en las fachadas y en los tejados. Las explosiones sacudían la atmósfera tensa y vibraban los muros y las vidrieras de los alrededores. Algunos cristales se rompían. Y esta se repetía una vez y otra. Con una frialdad metódica, irritante, indignante, el fascismo cumplía su labor de vengarse del Madrid que no cede, del Madrid que empieza a alejarlo, con disciplinada firmeza, de sus cercanías.

Recuerdos del frente 

¿Dónde había sentido aquel olor? Era un olor dulzón y pegajoso, aceitoso, impregnante. No podía precisar de dónde venía ni cuándo lo había sentido otra vez. Mentalmente me esforzaba por situarlo, por aclarar las asociaciones que pugnaban en el recuerdo por asomarse a la conciencia. Pero de pronto me acordé. Me acordé de las capillas ardientes, de ese olor pesado y denso que flota en el amanecer de las capillas ardientes, entre el temblor de los cirios y la profusión de las flores.

- Sí, es el olor de los cadáveres- me dijo Jef Last.

Entre nuestro parapeto y el de los fascistas hay cadáveres que se están pudriendo desde hace más de un mes. Por las troneras del parapeto alcancé a divisar algunos cadáveres de soldados aplastados contra la tierra, casi reintegrados a la tierra, formando ya una sola cosa con la tierra.

- De noche —me refiere Jef Last— nuestros soldados saltan el parapeto y los van enterrando. Pero hay que llevar una manta para envolverlos y empujar todo a la fosa. Porque si no se los envuelve se deshacen.

El olor de los cadáveres, ese olor dulzón y pegajoso que las ráfagas de este tibio viento primaveral echan sobre la trinchera, lo impregna todo. Se mete en el tejido de las ropas, unta las manos, satura el polvo blanco de los sacos terreros y la paja húmeda y las mantas gris-pizarra de las chabolas, los correajes y los cascos, el pan y las cartucheras, las mochilas y el plato de hojalata donde tomamos el café y la sopa. Veinticuatro horas después de haber dejado la trinchera, el olor dulzón de los cadáveres me acompaña todavía. Lo tengo metido en las narices, pegado tenazmente a las mucosas como si no fuera a abandonarme nunca.

La guerra y el sueño

La voz del sargento insiste, autoritaria:

-¡Arriba, arriba! ¡Darse prisa!

Imagino a los soldados, semidormidos, quitándose de encima las pesadas mantas. Los imagino agarrando a tientas, en la semioscuridad de la chabola, sus cascos de acero fríos, ajustándose en la sombra sus cartucheras y sus correajes de hebillas de metales frías, y alzando, después, sus fusiles de cañones y cerrojos ingratamente fríos para las manos de los hombres que abandonan en el amanecer helados, mal dormidos, sus lechos de combatientes. Pero lechos, al fin y al cabo.

Pienso luego que estoy conociendo de esta guerra su mejor aspecto. Su faz más favorable. Me acuerdo que estos soldados pasaron, antes, hasta quince días sin echarse al estómago un bocado caliente. Me acuerdo que un potecito de carne conservada debía servir para cuatro hombres en la época dolorosa en que había un fusil cada cinco milicianos y cinco cartuchos para cada fusil. Me acuerdo que ahora estamos en plena primavera y ya ha pasado el invierno de los fríos terribles, de las trincheras inundadas y del permanente chas-chas del agua en las botas de los que caminan.

 

Pensando en todo esto me duermo otra vez. Me duermo como los milicianos que están tendidos a mi lado. Podemos dormir tranquilos. Entre nosotros y la barbarie fascista están ellos, los soldados de la República, que velan sobre nuestro sueño.