Hace casi treinta años, Sophie Ristelhueber publicó un libro con las fotos que sacó en el desierto de Kuwait después de la Guerra del Golfo, es un libro pequeño (como el que publicó en los años ochenta sobre Beirut) pero las imágenes parecen salirse de los límites de la página para desplegarse en una gigantografía que busca paredes en un museo. Sus fotos aéreas son el eco de lo que fue arrasado, las huellas de los ejércitos ausentes están ahí mostrando, sin cuerpos y sin el tenné rojo medieval, la sangre reseca de la guerra. 

Aunque veamos límites sus fotos no son espacio sino tiempo. Ya no están los tanques, ya no están los otros fotógrafos (a distancia desde Vietman) enfocando al cuerpo por caer, solo el terreno supurando. La tierra es la carne, el cuerpo cicatrizando, los amores perdidos sobre la superficie secante de los escombros. Las fotografías de Ristelhueber son ojos mudos y una mirada abierta donde los párpados, como retrato de un cuadro lejano de Piero di Cosimo, sostienen el embate, las marcas que dejaron las bombas, las estrías de la violencia en un espacio deshuesado, interrumpido, pugnado. 

Después de algunos años de literatura en la Sorbona, Sophie eligió la fotografía para narrar su poética arqueológica: “Tengo obsesiones metafísicas que no entiendo del todo, con la marca profunda, con la superficie rota, con las cicatrices y las huellas que vamos dejando en la tierra”. Sus libros y sus muestras en cada uno de los museos del mundo en los que se exhibieron, son la continuación de su mirada detrás de la cámara sobre la epidermis terrenal, “mientras trabajo, olvido el contexto muy particular en el que estoy. Da la casualidad de que es Cisjordania, pero en un momento, para mí y en mi imaginación, es solo una nueva expresión de la destrucción violenta de la humanidad”.

No se define ni como documentalista ni como fotoperiodista, sino como una artista con su obsesión personal a la que le agrega una palabra: metáfora. Sus ciudades fragmentadas sin cuerpos –ni muertos ni vivos– reinventan la noción de ruinas y lo abstracto se vuelve caliente suelo pisado porque la destrucción está ahí y esa herida eleva los símbolos como cascotes de la tragedia y los lanza sobre el baldío. En Ristelhueber el terreno es cuerpo y el cuerpo es terreno y a ambos los atraviesan cicatrices. 

Basta con ver, además del pedregullo mortal hecho polvo, su serie Every One donde muestra en blanco y negro y en visión detallada y sin adornos los puntos de sutura en la cicatriz que recorre la espalda de una mujer desde el cuello hasta el cóccix o la que bordea la nariz y la comisura de la boca en la cara de un hombre; estas fotos tomadas a pacientes anónimos hospitalizados son parte de ese hilo imborrable en la geografía de la piel (la piel del cuerpo y la piel de la tierra) sin almíbar, a ultranza. También hay belleza, claro, una belleza desconcertante y cruel que muestra la arena completamente negra, el agua vuelta fango y la piel partida y se convierte en una línea tétrica que paraliza cualquier imaginación tambaleante sobre la guerra, es la sombra de la muerte sobre el cuerpo o sobre el valle, para citar a Roger Fenton y su foto de la Guerra de Crimea en abril de 1855. Ristelhueber trabaja fuera de las convenciones, en la fragilidad de la procedencia triste del espíritu cuando la tierra se traga a sí misma.