Despierto en la madrugada. Salgo al jardín. Busco las estrellas. Encuentro una luna aureolada. Escucho unos grillos, un pájaro nocturno y sutil. Otra vez soñé con un amigo muerto. Y, lo sé, no será la última. El sueño viene repitiéndose noche tras noche. Me pregunto si no será tal vez que ellos, los muertos, nos sueñan. Contra lo que pueda imaginarse la presencia del amigo –no es una pesadilla ya que dista del asedio- se parece más a una visita, el seguimiento de una conversación interrumpida. Si me despierto con cierta estupefacción no es por miedo, lo aclaro, sino más bien por una conciencia clara de esa otra realidad en la que conversamos, una realidad en la que convive además la certidumbre de la ausencia.

Después voy a la biblioteca. Busco un libro en el que, confío, encontraré una explicación, si cabe, a estos sentimientos desconcertados: la estupefacción y la ausencia tan presente. Debo admitirlo, no le tengo miedo a la muerte. He sentido sí, visceral, el terror en el tiempo de la dictadura y también, más tarde, la pavura al deterioro cuando padecí alguna internación. Pero lo que se dice miedo a la muerte no. Tal vez porque ví mi primer muerto a los siete años.

Ese muerto era el tío Antonio, un anarquista linyera y borracho, caído desde uno de los paredones del futuro entubado del arroyo Cildañez en Mataderos. En la corriente fluía turbia la sangre del Lisandro de La Torre. El tío se había partido literalmente la cabeza. Y yacía, con la cabeza vendada, en la cama de su hermana en frente de casa. Me impresionó su expresión tranquila, el rostro calmo al que le daba una severidad respetable su bigotazo. Ahora que lo recuerdo me viene “Campamento indio” de Hemingway. En ese cuento dos indios, de madrugada, buscan en bote al doctor Adams. El doctor y su hermano despiertan al joven Nick, se suben al bote y navegan hacia un campamento indio. Una india está por parir, sufre, grita, llora. El médico y su hermano la asisten mientras el esposo, que no soporta el sufrimiento de la parturienta, se mantiene apartado. Nick presencia la operación. El doctor, sin anestesia y con una navaja, practica una cesárea. Sutura con hilo de tripa. El indio se ha retirado a su litera, se ha tapado con una colcha. Al terminar la operación, tras el parto, la mujer se desmaya. Los hombres y el pibe se vuelven hacia el indio. Lo destapan. Y comprueban que se ha degollado. Escribe Hemingway: “Luego se sentaron en el bote; Nick en la popa, y su padre en el centro, remando. El sol ya se asomaba por las colinas. Un róbalo saltó y formó un círculo en el agua. Nick introdujo la mano en el agua, que estaba tibia a pesar del frío matinal. En el lago, sentado en la popa del bote, en aquella hora temprana, mientras su padre remaba, Nick tuvo la completa seguridad de que nunca moriría...”

Me sucede casi siempre que releo este cuento: creo haberme perdido algo, algo de su sentido que se me rehúye. Sin embargo, a pesar de mi incertidumbre, advierto que ahí hay una verdad. Como cuando Chejov escribe: “Y de pronto todo fue claro”.

En un artículo aún inédito, “Lo (ya no tan) impensable”, sostiene Eduardo Grüner: “No es cuestión de llorar ni de reír, de creernos, con una especie de excéntrico narcisismo invertido, que somos peores, o que estamos en peor situación, que todos los otros hombres y mujeres que tuvieron que vivir tiempos difíciles. Después de todo, desde los inicios de la cultura occidental (y no solamente: las mitologías de los llamados “pueblos originarios” están repletas de libros “apocalípticos”) periódicamente insiste la percepción del “fin-de-mundo abriéndose a nuestros pies. A lo que no podemos renunciar, entonces, es a volver a “pensarlo, lo que quiere decir, ante todo, volver a preguntar, todavía sin atrevernos a profetizar a dónde vamos a ir a parar (como han creído poder hacerlo tantos cráneos internacionales que en los últimos meses nos han endilgado sus entretenimientos mentales de cuarentena). Y no parece azaroso que la idea de la “ecología del miedo” haya sido pergeñada por un antropólogo: es una disciplina cuyos cultores han tenido que acostumbrarse a ver desaparecer sociedades enteras, si no siempre físicamente sí al menos en términos culturales o “identitarios”. Las dos máximas preguntas de “horror metafísico” que se hacen los/las antropólogos/as son: ¿pueden morir culturas enteras? Y, ¿qué se hace con los muertos?”

En “Muerte y alteridad”, uno de sus ensayos, Byung Chul Han, se propone un “modo de tomar conciencia de la mortalidad que conduce a la serenidad, una experiencia de finitud en la que se aguza una sensibilidad especial para lo que no es el yo: la afabilidad”. Al revisar la bibliografía que Han despliega me sorprende la cantidad de veces que referencia a Elias Canetti, quien a lo largo de su vida, sin sosiego ni serenidad y mucho menos afabilidad, se dedicó a anotar pensamientos propios y ajenos sobre la muerte, una colección de fragmentos y comentarios de carácter omnímodo que bien habrían rivalizado en aspiración con “El libro de los pasajes” de Benjamin. La muerte se ensañó con la biografía de Canetti: cuando era un chico, en 1919, la muerte súbita de su padre. En 1937, su madre. En 1950, Avraham Sonne, su maestro. En 1953, su discípula y amante Friedl Benedikt. En 1953, Veza, su mujer. En 1971, Hera, su segunda mujer. Canetti pensó primero denominar su libro: “Apuntes contra la muerte”. Y vale la pena subrayar el “contra”. Más tarde, siempre renegando con terquedad y bronca contra ella, anotó: “Para comprender la muerte habría que padecerla y luego, cuando se la ha padecido, regresar a la vida. Pero esto no puede hacerse, o bien aquellos que lo han hecho no lo han experimentado bajo los presupuestos de los que yo parto. De suerte que no me queda más remedio que adentrarme mentalmente en la muerte, para mí lo más difícil. Pero estoy obligado a hacer esto, lo más difícil”. Canetti lo aclaró, como si hiciera falta: “Me niego a ir donde mis antepasados en silencio”. Su libro, inconcluso por razones obvias, se titula “Libro de los muertos”. La última entrada, de 1988, enigmática, interroga: “Asfixiarse en una palabra. ¿En cuál?”

Es otra vez madrugada y otra vez despierto después de conversar con mi amigo el arquitecto Carlos Cottet, quien fue en mis treinta años en Villa Gesell un hermano mayor y un cómplice. El Francés, como lo llamábamos todos, me aventajaba en años, en lecturas y en exilio. Era arquitecto y tomaba su profesión como “raison détre”. Levantó casas en Francia y en el país, en la ciudad y en la costa. Y cuando proyectaba una se apasionaba en los detalles como si fuera él mismo quien habitaría el espacio y no quien lo abandonaría después de meses de construcción. Supe acompañarlo a varias obras. En especial los sábados, en el asado de obra del mediodía que compartía con los albañiles. En su desapego yo intuía su modo de comprender la vida y también la muerte. Ahora, en la madrugada, al visitarme, sigue aventajándome en experiencias. Cuenta con una para mí aún sin fecha. Como el Francés es lector de John Berger, hablamos de él. “Porque han vivido” dice Berger “los muertos nunca pueden quedarse inertes”. Nos reímos con esa cita. Después de todo, nos decimos, ¿acaso uno no es, como Canetti, la suma de esas citas?