Con sus ojos grandes y atigrados, desde la tenue luz del amanecer, Emma Woodhouse nos mira fijo, todavía recostada en la cama. Unas breves líneas la presentan de manera escueta pero inconfundible: “Emma Woodhouse, linda, inteligente y rica, había vivido 21 años en el mundo con muy poco que la angustiara o la hiciera sufrir”. Las palabras escritas por Jane Austen hace dos siglos resultan reveladoras para definir el carácter de su personaje, cuya simpática vanidad será tan arrolladora para aquel mundo de ficción. Esta reinvención de Emma, aquella novela que siguió a Mansfield Park, que cimentó las dotes de comediógrafa de Austen, regresa con ímpetu en la película Emma (2020), disponible para alquiler en Flow hace algunos días. Dirigida por Autumn de Wilde, fotógrafa y realizadora de videos musicales, y adaptada por Eleanor Catton, novelista consagrada por el éxito de Las luminarias –que tuvo hace poco su adaptación como miniserie-, Emma. –así con el punto después del nombre- agita todo rastro de convencionalismo y se muestra vital y chispeante, sin perder aquella radiante iconografía que hizo de Austen una observadora sagaz de los tiempos venideros.

Pero lo que falta decir es que Emma es Anya Taylor-Joy, esa actriz que deslumbró desde el opresivo ambiente de La bruja (2015) de Robert Eggers, el hito del horror folk contemporáneo. Allí, con esas vestiduras sombrías de la piedad protestante y el ominoso vergel de la sexualidad todavía contenido, su figura pequeña y de piel clara, curiosa en esa mirada siempre atenta y voraz, sacudía los cimientos de una ancestral Nueva Inglaterra. Taylor-Joy demostró desde entonces ser perfecta para esos personajes, los que afirman su vigencia pese a pertenecer a otra época, los que recuerdan esa condición cíclica del tiempo en la que todo regresa, bondades y maldiciones. Para su Emma, esa confianza indestructible en su cuna y su carácter la convierten en un personaje magnético para su exiguo círculo, centro de la vida de su padre viudo, de su nueva amiga Harriet Smith, de su distante y secreto enamorado, el señor Knightley. Y la película se convierte en la plástica perfecta de su inquieto movimiento, determinado por sus inocentes designios, esos que también resultan tan peligrosos. 

Autumn de Wilde filma a Taylor-Joy recorriendo los amplios corredores de su casa familiar, aquella de la que se siente ama y señora. Su lugar preferido, el arco de una ventana en la que medita junto a una silenciosa estatua sus generosos aciertos y sus caprichosas equivocaciones, es el espacio que mejor la define. Su distinción radica, justamente, en un curioso poder de premonición, aquel que le permite intuir afinidades y concebir romances como una entusiasta casamentera. Sin embargo, es esa misma confianza la que origina el desvío de su percepción, aquel que le impide ver el verdadero interés amoroso de la inocente Harriet y el cortejo de su amigo Knightley camuflado en peleas y reprimendas. Tanto Ni idea, la irreverente versión de Amy Heckerling con Alicia Silverstone como una Emma de Beverly Hills, como las versiones de 1996, una con Kate Beckinsale y otra con Gwyneth Paltrow, todas herederas de la revalorización de Austen gracias al éxito de Sensatez y sentimientos (1995), intentaron actualizar el texto decimonónico, la primera con el ímpetu de la narrativa pop, las segundas con el candor de la comedia de modales. Lo que de Wilde consigue es convertir a esta nueva Emma en una figura reflexiva, consciente de su anclaje en una época a la que puede mirar y diseccionar pese a pertenecer a ella. Los llantos y lamentos de Taylor-Joy, los juegos de sus oblicuas miradas a cámara, la ponen al límite de derribar la cuarta pared, de guiñarnos un ojo desde la ficción para hacer más firme que nunca nuestra decidida complicidad.

Taylor-Joy es la actriz ideal para representar ese pulso natural que escapa a la domesticación. Su incorrección, ya desde La bruja, está cifrada en esa escapatoria, y aquí de Wilde captura su conciencia de las reglas de pertenencia y decoro que deben respetarse pero que también resulta tentador transgredirlas. Queda en claro en la escena del picnic, en la que Emma agrede con un chiste mendaz a la bonachona y charlatana Miss Bates. Esa imprevista crueldad, capaz de despertar la risa en el espectador que ya se sentía irritado por los comentarios recurrentes y entrometidos de quien siempre aparece en el momento y lugar más inoportuno, nos pone frente al peor espejo. La vergüenza y el estupor de Emma impregnan de un cambio de tono a la película y Taylor-Joy es capaz de encarnar con brillante fluidez la clara consciencia del costado más oscuro de su personaje. Lo mismo va a suceder en la escena del baile, cuando sus ojos reflejen la emergencia de un deseo que nunca termina de contenerse en los límites que le imponen las reglas sociales.

Más allá de sus incursiones en el cine de terror, como fue su doble aparición en el universo de M. Night Shyamalan, primero en Fragmentado (2016) y luego en Glass (2019), o en la gótica Secretos ocultos (2019), el atractivo de Taylor-Joy radica en esa persistente transgresión que aguarda tras su esquiva apariencia. Esta joven nacida en Miami, criada en un colegio de Buenos Aires, aclimatada a la Londres del siglo XXI tras la mudanza de sus padres, fue modelo y bailarina, dueña de una misteriosa belleza, contenida en esa mirada eléctrica, en ese andar sinuoso, en esa imperceptible frontera entre la ingenuidad y el deslumbramiento. Quizás el personaje ideal para seguirle la pista después de La bruja sea el de Petronella Brandt, la joven comprada como esposa de un navegante en una Ámsterdam regida por culpas y castigos durante las postrimerías del 1600 en la miniserie británica The Miniaturist (2017). 

Como regalo de bodas, Petronella recibe una réplica de su nuevo hogar en miniatura y día tras día, mientras sortea la hostilidad de su cuñada, los mandatos religiosos de las autoridades pastorales y los secretos portuarios de su marido, recibe las piezas que forman ese teatro de su vida. Un laúd con cuerdas, la jaula de un periquito y una caja de mazapán son los únicos encargos al misterioso artesano que ahora le obsequia, como pérfidos anunciamientos, los símbolos de su destino. Taylor-Joy convierte a su Petronella en un agente disonante en ese mundo de ceremonias de destierro y mandatos de puritanismo. Elusiva y ágil, como luego lo sería su Emma, también discordante entre los buenos modales de la Inglaterra georgiana, su figura amalgama el atrevimiento de la adolescencia con una subterránea sabiduría. Todos sus personajes se guardan algo, y quizás ese saber que atesoran, esa seducción que revela cierta oscuridad, sea la clave en un juego temerario al que siempre invita su presencia.