Mis ídolos eran múltiples: desde Litto Nebbia al Che - parecidos en algunas fotos-, desde mi padrino Varela, cazador furtivo y galán interminable hasta Aldo Poy, por su intransigencia en dejar Central. Martí y Evita como delanteros.

Yo quería ser El Príncipe Valiente y cortejar a su novia Aletha, rubia, y de clase alta. Luego venían Nippur de Lagash, Martín Fierro y Bogart, conquistador de corazones en blanquinegro. 

Tomaba alcohol a escondidas y vomitaba en los rincones, fumaba cigarros de hoja robados a un tío que me hacían poner verde de asco. Robaba los ansiolíticos de mi mamá. Quería ser Jimmy Hendrix. Intenté jugar al fútbol pero el técnico me llamó “marica” porque no pegaba. 

Tenía una furia poética y a la vez una timidez exasperante. No era el rebelde típico: mi explosión era acumulativa en pólvora que iba guardando de apuñados en la santabárbara de la memoria. La redención de haber nacido pobre, en un país que escupía a los jóvenes, salvo que fueran del Club del Clan, hijo de terratenientes o de milicos. 

Hice parte de la secundaria en un colegio privado y lo terminé en el opuesto: una nocturna donde aspiré el porro en el patio con olor a jazmines. La música me dio territorio pero me hizo soltar la virulencia; mis primeras letras destilaban agresión. Los Who, Beatles, después y en toda la poderosa literatura, desde Lorca hasta Horacio Quiroga, pasando por Kerouac, Rimbaud o Arlt me calmaron. Mientras cantaba como Manal “Necesito un amor”.

Aparecieron los grupos de izquierda, ineficientes en su áurea heroica y efímera que casi me arrastran al abismo de la Filosa, pero sus intenciones eran honradas: pretendían ni más ni menos que cambiar el mundo. Yo me refugié en las fábricas con negreros, en los laburos marginales para saber cómo escribiría mi historia en el futuro. Vivía en pensiones, hoteles de putas y viajantes, sabiendo que eso era un arquetipo que se parecía al de las novelas y al que había elegido, pues de lo contrario me quedaba ser bancario, esclavo de alguna empresa, hijo diligente o desaparecido. 

Esquivé a la Parca con más suerte que astucia. Había que aguantar o exiliarse. Formé un grupo. En una comisaría me hicieron que les explique las canciones que tenía en un Geloso antiguo, porque creían que se escondía algún mensaje subversivo. El comisario me reconoció: "Déjenlo ir, estos son los pibes que ensayan en la Plaza Buratovich. No son nadie".

Me encanta pensar que la gente piensa que fracasé porque no estoy en las revistas ni en los medios: eso los hace sentir piadosos. Lo que ignoran es que mi triunfo es esquivar esos lugares y sembrar en tierra seca: cuando algo crece allí hay mucho de milagro.

Aprendí a desconfiar de los analizados, de los analistas, de los poetas urbanos alimentados por sus padres, de los comunistas, de las chicas sumisas, de ciertos periodistas, de las revistas de moda y de los urbanistas que no saben hacer un edificio sin molestar al resto.

No hay nada que esperar, solo un poco de Dios cuando uno habla con algún desconocido que le revela más verdades que el Gran Lama. En ese poco de Dios está el mensaje del universo: aprender a escuchar, pulir tu oficio y no esquivar al veneno si te lo tenés que tragar para escribir una buena canción o un poema.

Ofender es fácil: lo difícil es que alguien comprenda que se es un infeliz porque se le hace daño a la gente.

El abc del artista consiste en aprender y sentir miedo, locura y ganas de correr a 300 km por hora en ese vértigo llamado creación. El que no sienta que va en un caballo desbocado o en un dragón borracho que no se dedique al arte. Que ponga un puestito de venta de peluches.

El rock como cambio es un recuerdo: estoy esperando que alguno se revele y mande a la mierda al sistema en serio. Nebbia, sin romper hoteles, logró con su empuje la independencia de tener sello propio y hacer grabar a ignotos desconocidos sin hogar ni destino.

¿Cuánto habrá que esperar para que se entienda por dónde pasa la belleza de la libertad? Un buen culo es un buen culo pero uno después no puede hablar entre sábanas con un culo. Sea de hombre o mujer o no binario. Cuando miro el mío me apiado y veo cómo ha obrado la natura sobre mí, en la gravedad y en las centurias. Por ello no pido ni critico nada, ni exijo. Una canción maquillada y “sugerente” o “atractiva” es como un culo lindo: sirve para un ratito. Después uno quiere volver al jazz de Coleman, a la voz de Rivero, a Tom Waits, a Piazzolla y al vacío de la incertidumbre de adivinar si en la oscuridad quien se está desnudando y su voz es sugerente. ¿Qué importancia habrá de tener un culo?

Y hablando de culo quiero decir que estoy enamorado de Patty Smith. Que si algo no tiene es culo. Es más erótica que Madonna, a quien respeto, o las otras, que se hacen las femmes fatales mostrando las ligas o las tetas: el conocimiento, la enjundia y la ternura en frasco áspero son más estimulantes que esos ofrecimientos baratos. 

Esa viejita que cruza Oroño ya debería estar muerta hace años. Desde que la conozco que es anciana y anda con un paquete de diarios en sus manos. Sin barbijo, sin miedo, eternizada en una edad inoxidable, tal vez fue hija de un payador de Lavalle, tal vez fuera la mismísima pulpera de Santa Lucía, tal vez fuera una modelo porno suave en cartones beige que se adquirían en los lupanares, tal vez fuera una maestra de las campiñas, luchadora de la independencia, tal vez una espía de los zaristas, tal vez la esposa de un anarquista pone bombas. Esquiva las bicicletas de reparto con holgura y se pierde en el horizonte desvelado del amanecer. Hay gente para la que no pasa el tiempo.

Creo en un mañana donde el Che Guevara sea uno más, apenas la foto querida en una remera y en cambio alguien de 130 kilos, un viejito de 80, una señora de Pami, un pibe de la secundaria, un linyera, un travesti, cualquiera, pueda alcanzar la estatura de Ernesto con solo proponérselo.

Ahora me calzo el barbijo triple, lentes oscuros, gorra hasta los ojos y asisto a una marcha anticuarentena. Como me cortaron Netflix por falta de pago asisto en vivo a estas películas de horror cada vez más delirantes.

 

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