Hay una minoría en este mundo que no se emociona con las madeleines de Proust. Hay otro olor que los pone en puntas de pie, los hace mirar más allá, y es el olor de aquella tinta que venía en tachos y se aplicaba con espátula, que penetraba en el metal y en el piso. Con ese olor achinan los ojos, mueven el pie apretando el pedal de una vieja Minerva, y estiran ese dedo para pasarle glicerina, cosa de que el papel se pegue. Era un ballet bien coordinado, ese de operar una impresora tipográfica. Si se duda, preguntarle a Pompeyo Audivert, que en su alma es un imprentero que estalló en teatrero.

Todo esto es casi casi, una ciencia muerta, muerta por las pantallas digitales y las maquinarias automáticas, veloces. Pero como esto es Argentina, un país que esconde como puede un lado totalmente romántico, la tipografía sigue. Para eso está, por ejemplo, Walterio Uranga, hijo de un futbolista, imprentero de los buenos, docente, amigo y editor de poetas, arraigado en su bahía Blanca que andá a sacarlo. Y que se da gustos como que los grandes del oficio, los que firman libros de su arte y son venerados, se vengan a este sur no sólo a ver cataratas y probar vinos sino a verlo a él. Si se busca a Uranga en youtube se encuentra al grandote rodeado de extranjeros que aprenden con él o lo tratan como un colega en el caldero de los magos.

Todo empezó en un partido de fútbol en la canchita del club Doctor Sixto Laspiur, cuando el ahora cincuentón Uranga estaba en séptimo grado. Un amigo más grande le contó que iba a estudiar "imprenta" en el instituto La Piedad, de los salesianos, la orden industrial misionera. Cuando le explicaron qué era eso de la imprenta, el pibe se interesó y terminó descubriendo el amor de su vida, esos fierros enormes que combinan delicadeza en el armado con ruidos de maquinaria. El amigo dejó enseguida y, cuenta Uranga, se dedicó "a ser ciruja", pero a los cinco años nuestro personaje era un profesional que llegó a tener imprenta propia. Pero en 2004 cerró el último taller de tipografía de Bahía Blanca, que ya era un anacronismo, y hubo que acostumbrarse al offset y a la computadora.

Uranga andaba "rebuscándomelas y triste", hasta que una noche encontró un dopelganger en facebook. "Era un español grandote y gordo, y yo soy grandote y gordo. Y estaba parado al lado de una Minerva", la máquina simbólica de la tipografía internacional. Uranga le escribió preguntándole qué hacía al lado de semejante arqueología y el español le explicó que su arte resistía, le pasó páginas para que viera qué hacían otros, lo animó. El argentino se tiró al agua y le cambió a un conocido una offset medio cachuza que tenía por una Minerva y varias cajas de tipografía -"perdí una guita", recuerda- y arrancó de nuevo.

Lo que sigue hay que entenderlo desde algo bastante raro hoy en día, que el escritor y director de Cultura de la Biblioteca Nacional, y viejo amigo de Uranga, Guillermo David, define como "el eje" de este tipógrafo. "Su vida está centrada en dar, en darle a los demás y no en tomar", explica. Lo que hace Uranga con la Minerva es empezar a trabajar de nuevo con alegría y a refundar algo que estaba perdido. En su barrio de la infancia, el rincón ferroviario de la ciudad, reabre el club de fútbol que había quebrado, construye algo de infraestructura y un taller que hoy aloja treinta máquinas tipográfica, una enorme colección de tipografías y cientos de clichés, las piecitas de metal fundido que reproducían dibujos, imágenes o logotipos. Son los restos de imprentas a las que les dolía tirar sus cosas y que las donaron a alguien que le importaba. Y es el germen de una escuela de artes y tipografía para los pibes del barrio.

Uranga cuenta de dónde salió cada máquina -la que estuvo añares en un hogar infantil de La Plata y terminó sus días en Tres Arroyos, la que vino de una imprenta italiana bombardeada dos veces durante la guerra- y se pone emotivo con las interminables cajas de letras de duro acero. "¿Qué habrán compuesto estas letras? ¿Tapas de diarios? ¿Pavadas? ¿Poemas? Me conmueve pensar dónde anduvieron estas letras sueltas". Y ni lo dejes arrancar con las máquinas, porque uno termina aprendiendo que una Heidelberg, en sus tiempos, valía "¡como un cero kilómetro! Y ahora tengo dos, yo que ando en bicicleta de lo fundido que estoy..."

Lo que es más difícil de ver es dónde Walterio deja de ser un imprentero y empieza a transformarse en un artista. Sus coleccionistas exhiben sus afiches de bailes de conjuntos como Embajada Boliviana, Sacamuelas, El Ultimo Verano o Los Monótonos, o de circos como el Circolgado, "con malabares, tela, payasos y mucho más". Son joyitas comerciales y retro que, más juguetonas, se repiten en piezas no de encargo como un poster que repite la formación de Boca allá en los setenta, la de Gatti, Pernía, Sa, Monzó y Tarantini. La cosa se pone de golpe conceptual con afiches que dicen "CHE amigo FIDEL gracias", críptico pero accesible, y el rotundo "Si te jode ver amamantar en público, mirá para otro lado, como hacés con el/la trabajo esclavo, trata de personas, violencia de género, explotación infantil". Uranga recoge frases sueltas que escucha por ahí, como en el poster misterioso que dice en letras enormes "¿A dónde está mi amiga", o el duro de "Arjona es un pelotudo", o el alegre "Eramos chicas buenas, ya no". A todo esto, quien viera estas cosas pegadas en una tapia pasaría de largo, porque el primer vistazo da poster de bailanta.

Y entonces viene el extraño libro "Doblá una hoja", una pagoda china de extrema complejidad material y estética, una barbaridad creativa que Uranga explica encogiéndose de hombros y diciendo que se puso "a pegar papelitos". Por suerte las fotos describen lo que tomaría páginas de desánimo, porque esta obra empieza en una suerte de cajita que parece una de esas carteritas de agujas chinas y se va desplegando primero en la vertical, luego en un desparramo horizontal y reversible que parece accidental, aleatorio, pero fue minuciosamente planeado y maqueteado. Los textos son de amigos, de poetas, de cancioneros, famosos y perfectamente anónimos, sin orden ni jerarquía, un I ching literario que se puede leer en cualquier orden. La visualidad es apabullante: un total de cien pasadas de color, tipografías armadas a mano, clichés con imágenes de varias décadas, piezas pegadas a mano.

"Lo que hace Uranga es arte proletario, con sello de clase y marca de oficio", explica David. En el barrio el artista tipógrafo "construye un espacio social en el club, rescata un oficio que es considerado un deshecho y trabaja con gente que también es considerada deshechos. El gordo es un grande". Será eso de dar y dar, que nos puede dar a todos la belleza original de este libro-objeto. A buscar a Walter Io Uranga en facebook o a "el enigmático sr afiches" en instagram para enterarse y conseguirlo.