1. En plena pandemia, Pedro Almodóvar, el manchego más famoso después del Quijote, se refugia en una de las más teatrales de sus obsesiones: el más célebre de los monodramas queer del siglo XX. La voz humana (1928) de Jean Cocteau —que ya había versionado como homenaje en La ley del deseo (1987) y como parodia en Mujeres al borde de una ataque de nervios (1988)— vuelve ahora como “exorcismo” en su nuevo y posmoderno cortometraje: “The Human Voice” (2020), protagonizado por Tilda Swinton y rodado en inglés por primera vez en toda su carrera.

2. Tiempos empoderados: Pedro reescribe —o moldea— el texto cumbre del “príncipe de los poetas” en una adaptación libérrima del dolor mujeril en pleno trance de abandono. Con música de Alberto Iglesias, fotografía de José Luis Alcaine y gráfica genial de Juan Gatti, su exhibición, fuera de competencia en el Festival de Venecia, confirma no sólo la fascinación de Almodóvar por Cocteau —como lo hizo antes por Williams o por Lorca—, sino también su infatuación por la actriz escocesa. Toda la cinta parece una larga y meditada declaración de amor a ese exótico y camaleónico animal de escena.

3. Sin lugar para histéricas (que son siempre “lo máximo” como “extraviadas, voyeristas, seductoras compulsivas, finas divas arrojadas al diván de Freud”, al decir de Liliana Felipe), la historia “avanza” en esta versión — con un hacha y un bidón de gasolina— bajo el signo de la venganza. Almodóvar parte del momento que Cocteau fijó como nadie, pero recargado; acaso como trasposición etérea, maquínica y cerebral de ese instante en que cualquier anónima mujer en conversación telefónica con su ex se entrega al centrifugado de las pasiones.

 

4. Retrato de la desesperaciónLa voz humana, en su famosísima forma original —ya sea como texto teatral o  en la versión musical de Francis Poulenc de 1958— construye, en un estricto espacio cerradola monodia tóxica del desamparo: cigarrillos, pastillas, un revólver, cartas de amor, una cama revuelta, valijas recién hechas, un perro, alcohol y el cable oscuro de un teléfono que —cual sierpe— busca el mejor de los cuellos.

5. El decorado, los objetos y la simbología del desamor en la versión de Almodóvar se vuelven un dispositivo que rompe la cuarta pared (o el techo, en este caso) en sofisticadísimo artificio: la perfidia que se bosqueja sobre el rostro de Tilda parece pintarse ante nuestros ojos y el desgarro —que se agiganta en interiores repletos de arte y diseño, “contenidos” en un hangar postindustrial— hace que la soledad suntuosa de la malquerida pasee su drama en traje de reina.

6. Entre amores... La fibra eminentemente teatral de Cocteau (1889-1963) —que además de dramaturgo fue poeta, novelista, cineasta, crítico y dibujante— es una mezcla rara entre Mistinguett y Sarah Bernhardt. Uno de los ancestros lejanos de La voz—el libreto de 1910 La paciencia de Penélope fue guionado por Cocteau para que Reynaldo Hahn, el amante venezolano de Proust, le pusiera música, en irredenta simbiosis, a ese mito griego y a una de sus más precoces y alambicadas mariconerías. La protagonista de La voz bien puede ser una nueva Ariadna, o Dido, o Medea o cualquier fémina fijada por un queer eye inefable. En esta tensión entre lo alto y lo bajo enrevesados —que le hicieron ganar el odio homófobo de los surrealistas y el amor incondicional de un vastísimo público—, Cocteau construyó una leyenda que tiene en La voz el epítome de toda su estética. Con esta breve dramaturgia telefónica de pocas páginas —y sus memorables momentos de inconexión que tienen, como correlato siniestro y nervioso, nuestras agónicas videollamadas de hoy— Cocteau logró hacer ejemplar la dicción amorosa a través del teatro de la voz humana.

7. Roland Barthes sostenía que el teléfono es el objeto funcional por excelencia de nuestra humanidad, sin prever que el smartphone sería su avatar más pulsional al fetichismo prensil de nuestros deseos. Cocteau —“el confidente de todas las bellas artes”— parecía intuirlo: lo único que nos une a un amor que se aleja pende siempre de un hilo. Poco importa, parece decirnos ahora Almodóvar, si es real o invisible: la protagonista de La voz —vestida ahora con un rojo Balenciaga pegadísimo al cuerpo afilado de Tilda— se aferra al simulacro que nos inventamos para convencernos que no ocurrió lo que irremediablemente ya fue.

8. Los amores de Cocteau fueron muchos y casi todos desgraciados. Cuando Raymond Radiguet, su primer amor, murió a los veinte años de fiebre tifoidea, Jean se sintió tan devastado que el mundillo gay —con sorna y compasión— lo llamaba: “el viudo”. El autor de “Los padres terribles” entró en depresión, se entregó al opio y buscó convertirse a la fe de Cristo. Después vino el veleidoso Jean Desbordes, que hasta tuvo el tupé —tiempo después— de dejarlo por una mujer. Entre la muerte precoz de Radiguet y los vaivenes de Desbordes se entiende mejor el ramalazo de angustia que el dramaturgo traspuso al alma femenina en la escritura de La voz humana, ese manuscrito que el francés fue delineando durante los años veinte en hojas de distintos colores que parecen estar homenajeadas en la paleta cromática — con preferencia por las tonalidades carmesí, púrpura o grana— con que el corto almodovariano ambienta aflicción y desquite.

9. Escándalo. La voz humana tuvo un preestreno para invitados en la noche del 15 de febrero de 1930 en la Comédie-Française. Y no faltó un escándalo que es historia de la homofobia. A Serguéi Eisenstein le sobraba una entrada y no tuvo mejor idea que invitar a Paul Éluard. En dos ocasiones, mientras la actriz Berthe Bovy entraba en la espiral de emoción y locura que el texto reclama, Éluard —soportando más bien poco el dramón y denunciando la obscenidad de esos sentimientos maricas que intuía se estaban poniendo en juego — bramó desde un palco: “¡Basta! ¡Ya es suficiente! ¿Es a su noviecito Desbordes al que llama?”

 

10. La voz humana exige divismo. Desde su estreno, una pléyade de mostras supo adueñarse del texto: Emma Gramatica, Jeanne Moreau, Ingrid Bergman, Denise Duval, Simone Signoret, Sofia Loren o nuestras bizarras e inigualables Berta Singerman y Humberto Tortonese. Sin embargo, en el cine, hasta esta Tilda Swinton hierática, el trono sigue siendo de Anna Magnani. Hasta podría decirse que esta versión de Almodóvar —fenoménica y camp— es sólo un lujoso y nada realista ejercicio para medirse con la memorable versión que Roberto Rossellini filmó en 1948. Ne me quittes pas.