Es innegable el estallido emocional político social-sexual que Tengo miedo Torero, la película del cineasta Rodrigo Sepúlveda, ha provocado en las grandes audiencias, públicos heterogéneos, curiosos, comunidades de militancias de diversos orígenes, que nutren el impacto masivo y que corre por diferentes dimensiones de lectura, quizás la más evidente ha sido el éxito comercial y de taquilla para su estreno en Chile, irrupción cinematográfica que la convirtió en una de las películas más vistas en durante el año 2020. Es probable que ese inicio prometedor tenga parecidos tránsitos en diferentes comunidades activadas tanto por la figura de Lemebel como por la promesa de la película.

Basada en la única novela de Pedro Lemebel, su entrada masiva no solo tiene que ver con el imán o el aura, legendaria a estas alturas, que rodea a un escritor tan llamativo y punzante como lo fue Lemebel, despliegue que conocimos y que se extendió desde las acciones de arte, los manifiestos, la fotografía, y un exuberante ejercicio político artístico que marcó un tiempo cultural en el Chile de los 80, incluyendo obviamente ese carnaval marica de Las Yeguas del Apocalipsis junto a Pancho Casas. Tengo miedo Torero bajo la dirección de Sepúlveda fija su atención en una historia que se vuelve arquetípica en el horizonte no solo de la literatura homosexual chilena, sino más bien latinoamericana, ingresa a esa genealogía o secuencia de literatura y cine, citando cierto parentesco con El lugar sin límites y su entrañable personaje La Manuela, una travesti de un pueblo perdido en el chile prostibular y provinciano de los 60, novela de José Donoso llevada al cine (1977) por el cineasta mexicano Arturo Ripstein o la cubana Fresa y chocolate de Tomas Gutiérrez Alea y Juan Carlos Taibo (1993) también basada en un texto latinoamericano, El lobo, el bosque y el hombre nuevo de Senel Paz. Pero quizás la novela que provocó una referencia obligada y seductora en el imaginario de Lemebel fue El beso de la Mujer Araña de Manuel Puig pasada al cine bajo la dirección de Héctor Babenco en 1985. Película con un alto impacto masivo por su entrada hollywoodense y otro tanto por inscribir, fundar y poner en escena la relación entre una loca y un revolucionario en medio de una dictadura latinoamericana. Con todas esas referencias el vuelo posible o la lectura que hemos intentado todxs, a ratos puede volverse más común y obvia de lo que hubiésemos querido escapar. El imaginario propuesto ya tiene sus caminos, por lo mismo enfrentar Tengo Miedo Torero se ubica productivamente en una batalla donde las políticas de lectura e interpretación vuelan en “un afuera”, quizás un afuera que atiza lo ideológico en juego, de lo cultural-identitario puesto en la politicidad del personaje que sostiene la producción de cine, es decir La loca del frente. Entre la narrativa de la película y sus tensiones, lo primero que resulta imposible de no reconocer y que aplaudimos sin duda, es la actuación de Alfredo Castro, quien construye un personaje tan visible, tan feroz, frágil y desafiante a la vez; que a ratos exhibe una ternura que sospecha del amor oteando el abismo simultáneamente. La loca del frente que Alfredo Castro propone como relato actoral revisa críticamente ese páramo del amor esquivo para quien ha resistido y vivido la pobreza, la burla, el rumor barrial y las cicatrices de risas en la espalda como diría Lemebel en el Manifiesto. En ese punto, hay una estética de vida que Castro logra construir, es decir, agenciar una narrativa de lo popular conviviendo con la homosexualidad más violentada por su “evidencia” y sus dificultades para navegar en el discurso amoroso. Ver a La loca del frente entregada al amor, refugiada en una utopía que se acerca en un punto del horizonte es un hallazgo esencial que rescata la mirada particular de Lemebel sobre lo amoroso. Quizás por eso La loca del frente es un personaje en disputa interna y externa. Es decir, se da cuenta del juego y lo vive con todo ese miedo que está presente desde el inicio, pero en el fondo también entiende que, para ella, en esta pasada, el amor está orillando la playa esperando ser destruida por la lógicas de un cronotopo imposible de vivirse.

Alfredo Castro ofrece esa lectura problemática que representa ese collage vivido en la homosexualidad popular, donde los clichés amorosos abundan como en los boleros, los cuplés y ese catalogo-arquetipo que ofrece Hollywood en su época de oro. Pero este punto de inflexión construye una paradoja que se ve en el personaje de Carlos (Leonardo Ortizgris), el guerrillero del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que es la dupla que acompaña o no acompaña a La loca del frente y por el cual el personaje va siendo sucedido y seducido. En el mismo lugar donde la película apuesta por exhibir lo imposible del relato amoroso, cae al abismo por no problematizar la masculinidad revolucionaria del personaje de Carlos, escasamente dibujada y sin poder responder coherentemente a la lógica interna que exigía. Vemos por tanto que a la epicidad que propone Tengo Miedo Torero le falta la cercanía, traducción política e inteligencia afectiva para densificar y/o abonar problemáticamente ese lugar común de la heterosexualidad de la izquierda latinoamericana, es decir lo que se da en la película es la subalternización de lo político contingente frente a la anécdota del amor imposible y que no amplifica el lugar de la utopía amorosa como utopía política. Quizás el problema no haya sido del actor, pues talento tiene de sobra, más bien es como la dirección solo trabajó en un lugar común que no pudo abrirse para entender cercanamente las fronteras entre lo amoroso como utopía política que la izquierda nunca pudo entender por décadas.

Quizás por esa débil empatía debió dar más vueltas en el imaginario propuesto en la literatura de Pedro Lemebel. El punto no es comparar la novela y cine, ejercicio obviamente fácil y gratuito, pues siempre la literatura lleva la delantera y son lenguajes distintos. Lo que vemos más bien es que todos los talentos puestos en escena, equipos de producción, la brillante dirección de fotografía, actrices y actores notables, se vuelven opacos reflejos de una escenografía que no está en línea para mostrar más mundo, más paisaje humano en conflicto con el contexto. La dictadura es un telón a lo lejos que no se traduce en una mayor tensión para generar el paisaje que se está prometiendo. Tengo miedo Torero va a seguir provocando una disputa crítica que corre desde el esencialismo estratégico de las militancias maricas que reclaman el protagonismo y la verosimilitud más cercana o no con la homosexualidad popular y política hasta los descubrimientos del gran público por el imaginario de Pedro Lemebel presente en la cultura Latinoamérica.

Este proyecto que Lemebel soñó tanto, es un acontecimiento sin duda, que nos deja momentos apreciables y únicos, pero que interroga sobre los lugares identitarios y en fuga para reconocer la politicidad de la vida no solo a las comunidades comprometidas en un horizonte utópico particular sino agenciar esa posibilidad a todas las comunidades.