El vendedor me reconoció de inmediato, dijo haberse ayudado por mi voz nasal, más, agregó como al pasar, que de alguna manera siempre me había estado esperando. Por mi parte, mi mala memoria volvió a dejarme en desventaja. Decidí prolongar la conversación hablando sobre el clima cambiante en la zona y la baja cantidad de mosquitos a pesar de la humedad reinante, una incomodidad culposa intentaba esquivar, una vez más, el mal momento de solicitar su identificación. Mi interlocutor me facilitó el trámite, me miró a los ojos y me dijo: "vos no tenés ni idea con quién estás hablando, ¿verdad?", acto seguido, me quitó las gafas en un solo movimiento, se las colocó rápidamente, se cruzó de brazos, miró al horizonte con cara de prócer y me preguntó, "¿y ahora?". 

Las hilachas de una risa burlona que acompañaron al acertijo no me dejaron dudas que estaba frente a "anteojito" Lencina. Nos conocimos en la escuela, universo en donde todo se ordena de menor a mayor. Siempre fui el último de la fila, el de atrás de todo, posición que supe adquirir y mantener a través del tiempo en cines, bares, tribunas... Lencina era una excepción a dicha regla, miope y de baja estatura se sentaba en el último banco contra la pared, desde donde interpelaba a la maestra irónicamente. "Señorita, ¿por qué usted nos dice que debemos comportarnos como caballeros cediendo el asiento en los colectivos y después nos hace jugar al juego de la silla en dónde son lícitas patadas, codazos y todo tipo de viveza criolla para poder triunfar en soledad?", "Señorita, por qué usted predica que debemos ayudar al prójimo y después nos prohíbe auxiliar a un compañero durante una prueba?". El silencio que generaban sus encuestas, aparentemente fuera de contexto, era colmado con una risa sarcástica por parte del encuestador. 

La maestra se limitó, sistemáticamente, a sancionar la carcajada, nunca contestó ninguna de sus preguntas, para "anteojito", la dirección siempre estuvo cerca. Nos hermanaba el amor a las historietas, nuestras bibliotecas eran las cuevas de revistas usadas, leíamos todo lo que pasaba por nuestras manos, en plena búsqueda nos enamoramos de la misma serie. Aprendimos de memoria sus diálogos cual actores de teatro, nos sentimos habitantes de cada cuadradito, nuestras almas quedaron sujetas a la magia semanal de Oesterheld y Solano López. 

Un domingo en que los canallas visitaron a los millonarios nos mezclamos con la hinchada para poder vivenciar el teatro de operaciones. Pisamos el Monumental como quien visita un Coliseo del siglo XX, percibimos en los jugadores a los integrantes del ejército de resistencia en los bravos combates contra los cascarudos, el lanzarrayos y el plato volador. Cual patrulla de vanguardia, salimos del estadio en dirección al centro, buscamos la calle Victorino de la Plaza para burlar al enemigo, al llegar a la avenida San Martín escuchamos a los "gurbos" voltear edificios, esquivando hombres robots llegamos a la plaza Congreso, cuartel general de la invasión. Entramos a la estación Retiro, abrazados, contentos, cantando una vieja canción de cuna del planeta de dos soles, " mimnio...athesa...eioioio...mimnio", perdimos el tren de regreso, ganamos las palizas de nuestras vidas, nunca nos arrepentimos. 

Todos estos recuerdos tomaron vida en el anticuario durante los largos segundos que duró el abrazo entre dos sobrevivientes de periódicas nevadas tóxicas, habitantes de un país casi de ficción. No me llevó mucho tiempo resumir mi vida chiquita y gris, mi paso por alcohólicos anónimos, mis dos válvulas en el corazón, mi tardía creencia en dios y mis religiosas caminatas de cuarenta cuadras diarias. 

El dueño del Cambalache, después de encender un sahumerio entre objetos tan antiguos como familiares, también contó lo suyo. "Me pasé la vida haciendo plata como un idiota, dejé de soñar mis propios sueños, mi cabeza sólo funcionaba bajo la lógica de hacer negocios, una niebla espesa había nublado mi sol interior, una mañana llegué a la oficina y me arranqué de un tirón la glándula artificial del terror, la misma que los 'ellos'  nos colocan en el cuerpo desde pequeños para asegurarse de nuestra servidumbre, decidí dejar de ser esclavo del miedo, me liberé del pánico a quedar sin trabajo, a perder la dignidad por no cumplir con el rol establecido por el sistema, a defraudar a aquellos que sólo esperaban de mi un proveedor de bienestar, siempre es mejor tarde que nunca, dejé mi renuncia sobre el escritorio de la financiera y me perdí para volverme a encontrar. Si adelante me aguardaba la muerte, el arte me ayudaría a retrasarme en dicho viaje. Muchos de los ancianos que nosotros conocimos de pibes fueron más sabios que nosotros. No vivieron un mundo de cine ni de series, se hacían sus propias películas, gozaban de lo simple, no les daba lo mismo un mueble de roble que uno de pino, no pasaba su elección por el valor económico, la diferencia estaba en el tacto, acariciaban objetos de porcelana nunca de plástico, sabían disfrutar de los cinco sentidos mientras se tomaban todo el tiempo para sentirse parte de un atardecer, acompañaban al sol en el ocaso mientras sentían arder el propio entibiando su espíritu. Las obras en los museos de poco sirven, todo es arte si lo miramos con el corazón, elegí ser un enlace entre el artista y el esclavo que intenta liberarse, me siento útil con mi nueva tarea, me emociono con la emoción de la gente al reencontrarse con una simple pieza antigua que la devuelve a momentos felices de su existencia, soy un puente transitado por corazones sedientos de belleza, símbolos, talismanes". 

Después de su confesión, se dirigió a un aparador apartado, extrajo una vieja cafetera, la colocó sobre el mostrador y retomó la palabra, "en el número 41 de Hora Cero un 'mano' reacciona frente a un artefacto parecido a éste, atraído por la gracia de su cuello, una síntesis de siglos de talento. Dice, cada cosa irradia aquí milenios de inteligencia, milenios de arte, milenios de ternura... Lástima que los hombres sólo dan valor a lo raro, no aprecian lo que abunda. Para ellos vale más un pedazo de oro en bruto, sin trabajar, que una hoja de árbol o una pluma de pájaro". 

Ya no tomo café instantáneo, ahora muelo sus granos, me deleito con su aroma lentamente, para preparar después mi desayuno en la cafetera que me regaló mi amigo aquella tarde, discusión mediante, al no querer aceptar mi dinero como medio de pago. Con una frase contundente supo poner fin a nuestra diferencia. "Cortala, Flaco, no te la vendo porque nunca estuvo en venta esta reliquia, la compré pensando en vos, te lo dije apenas entraste a mi local, siempre te estuve esperando".

 

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