Me estaba yendo a dormir, sin mucho más que haber terminado de ver una película. Abro mi cuenta de Facebook para darle una despedida a mi mundo virtual y veo que me llega una solicitud de amistad. No lo acepto de inmediato: primero miro el perfil. Su foto era rara: él estaba camuflado en un disfraz. Miré más, leí que era de otro país pero que estaba en Buenos Aires, eso me gustó. Pensé tal vez quedó varado por la cuarentena y qué mejor que una aventura local, pero eso duró poco porque recorriendo sus fotos (las que tenía visibles) me di cuenta de que vivía acá y que teníamos amigxs en común. Lo sumé y a la mañana siguiente nos escribimos. 

Me contó que era de Francia y que vivía solo en una casa en Barracas y un par de cosas más que cerraban idealmente para vernos en cuarentena. En los días que no nos comunicamos, pensé que me seducía que él hablase una lengua diferente a la mía, la idea de imaginar que ese encuentro podía ser una diversión linguística era algo que me calentaba. Fue entonces que resolvimos concretar nuestro encuentro y le propuse ir a su casa. No había mucho más que hablar vía Facebook, vivíamos cerca y nos teníamos ganas. 

Me puse la ropa interior que más me gustaba, me maquillé lo suficiente poco para un desajuste de borrachera y me calcé un jean con una camisa negra, cargué un vino tinto en mi bolso y llegué a destino sin que la policía me interceptara. Busqué su casa en una calle desértica y contuve lo que pude el nerviosismo de conocerlo: eso que sucede minutos antes al instante en que el otro abre la puerta y la realidad te saca de la fantasía. Toqué el timbre, abrió, sonrío y me gustó. Subimos por una escalera, me invitó a elegir en qué ambiente quería acomodarme y en esa circulación me di cuenta que la temperatura se modificaba. 

Vivía en una típica casa antigua francesa y punk. Junto a su biblioteca había libros en el suelo, ventanales que daban a la calle, techos altos, una mesa pequeña, una pared pintada de rojo y un sillón que para mí, lo había conseguido de la calle. “¿Te gusta Prince?”, me preguntó. Le dije que sí, lo puso y sonó en toda su casa. Destapamos una botella de vino, cocinó mientras sonaron los aplausos por los médicos, nos reímos del vecino que hacía sonar el himno argentino y charlamos lo suficiente para estar de acuerdo en lo insoportable que era intelectualizar la vida. Sobre su lengua natal, noté que con las copas de vino pasaba lo usual: metía una que otra frase en su idioma y a mí eso me calentaba muchísimo. En efecto, le dije “no te preocupes, decímelo en tu idioma”. 

Así que como todo venía con acuerdos, para distenderme, caminé un poco por la habitación. Fui y vine hacia la ventana. Contemplé un par de segundos una Buenos Aires silenciosa y tomé el impulso necesario para pasar por detrás de él y acariciar su espalda. Entonces él me alzó y me besó. Es decir, puso mis piernas alrededor de su torso. Nos besamos un largo rato como si el mundo estuviera en extinción y me llevó, de esa manera, a su cuarto. Cuando nos sacamos la ropa, en un dormitorio que apenas tenía una ventana al exterior y una cama de dos plazas, me dijo dos o tres palabras sobre el placer de estar ahí y yo asentí. Estaba siendo excitante. 

Nos dijimos mutuamente lo que nos gustaba, me besó en el cuello, cerca del oído y avanzamos. Me ponía cómo me estaba tocando. Me preguntó si estaba bien, me acarició, puse mi mano helada de nervios junto a la de él, nos besamos y cogimos. Cuando el temblequeo de esos primeros instantes bajaron, nuestros cuerpos se acomodaron mejor y sin ninguna torpeza de por medio, suavemente, estábamos sabiéndonos tocar, seguimos juntos y acabamos. Luego de ese momento, no sentí el impulso, ni la presión de volverme a mi casa. Necesitaba un rato más del placer de la compañía, necesitaba suspenderme en el tiempo. 

A las horas, se hizo de día, me quedé mirando el cuarto casi vacío de techos altos y paredes blancas. Había silencio, había dormido poco, estaba de espaldas hacia él pero de frente a la ventana. Pensé en el deseo, también en el anhelo y en el ser desconocidos, hasta que se acercó y volvimos a coger. A veces las mañanas suelen ser incómodas de llevar: la ropa que no se encuentra, el vino de la noche, la luz, la estética del día las hace algo ridícula, así que preferí ponerle un poco de humor y subrayé la cotidianidad de un desayuno, del café, el té, trivialidades para salir de la intimidad. Luego busqué mi ropa, me cambié y ese encuentro terminó en la vereda de su casa.

Nos besamos, me subí a un taxi, y vi desde la ventana que se prendió un cigarrillo. En el camino, sentí que había sido un buen encuentro. Los días siguientes nos escribimos. El invierno se impuso, me contó que el frío era insoportable en su casa y que tuvo que encintar el interior de sus ventanas para detener la corriente del aire; yo, en cambio, construí una escena sexual en mi cabeza y me dejé llevar un poco calentado mi rostro por el sol invernal.