Ella lo quería, él también la quería. Se querían mucho. Se habían conocido en una tarde soleada de otoño paseando por el zoológico, frente a la jaula del tigre. Pero no mirando al tigre. Tampoco el tigre los miraba a ellos, entretenido como estaba, paseando también él, claro que no por los libres senderos del zoológico sino de un extremo al otro de su jaula. Ella se había cansado de caminar y ahora leía sentada en un banco frente a la jaula, el banco estaba bajo un fresno. En el fresno había pájaros. Uno cantó cuando él estaba acercándose con la intención de hablarle. No perdió la oportunidad. Es un bichofeo ¿no? preguntó ¿Cómo? dijo ella. El pájaro, digo, dijo él, señalando la copa del árbol.¿Es un bichofeo? Ella giró la cabeza y miró hacia arriba, no dijo nada, volvió a mirar el libro con la intención aparente de volver a la lectura aunque él creyó notar la insinuación de una sonrisa. 

Él espió la tapa del libro, Borges, dijo. Ella, en silencio, siguió leyendo. Él se sentó a su lado. Yo no leí mucho a Borges, dijo él, pero me gustó esa novela ¿cómo se llama? Ella lo miró, Ah, sí, dijo él, El hombre de la esquina rosa, o El hombre de la rosa, o algo así, no me acuerdo bien, ella lo volvió a mirar. El hombre de la esquina rosada, dijo, y no es una novela, es un cuento, y El nombre de la rosa, no el hombre de la rosa, sí es una novela, pero no es de Borges, estás mezclando todo, dijo. Bueno, novela, cuento, es lo mismo, dijo él. Cómo va a ser lo mismo, dijo ella, cerrando el libro y dejándolo sobre la falda con un ruido seco. Borges nunca escribió novelas, odiaba la novela. Ah, qué casualidad, dijo él, yo también. Vos también qué, dijo ella, ya fastidiada. Eso, dijo él, yo también odio las novelas, mi madre y mi hermana las miraban mucho, sobre todo las mejicanas como “Pasión de gavilanes”, “Triunfo del amor” y otras así, a mí siempre me parecieron una pavada. 

Eso es otra cosa, eso es telenovela, nada que ver, yo hablaba de literatura. Ah, dijo él ¿no es igual? Ni parecido, dijo ella. No, yo, la verdad, leía historietas, literatura, la verdad, no. ¿Oesterheld? preguntó ella ¿Cómo? dijo él. Oesterheld, el del Eternauta, dijo ella. Ah, sí claro, dijo él, dándose cuenta de que tenía que empezar a simular que conocía cosas de las que nada sabía, no iba a decirle que las historietas que más les gustaban eran las del Llanero Solitario porque ya advertía que ella era una intelectual y él no iba a ser tan estúpido de confesarle que no tenía ni la menos idea de la existencia de ningún Oesterheld ni, mucho menos, de un tipo al que llamaran el Eternauta. Los que sí me gustan mucho son los tigres, dijo, buscando una salida lateral, mientras señalaba con el índice al tigre, que ni se mosqueó y siguió yendo y viniendo por la jaula agregando más rayas a los barrotes que lo custodiaban. Ah, mirá vos, a Borges también le gustaban, dijo, ella ¿Qué cosa le gustaban? Los tigres, le gustaban los tigres ¿no dijiste, recién, que te gustan los tigres? Ah, dijo él, sí, la verdad es que me gustan bastante, pero más me gustan los gatos, son menos peligrosos, más mimosos, se los puede tener en casa aunque por ahí se van y no vuelven más. El mágico animal, dijo ella ¿Eh? Dijo él. Así lo llama Borges al gato en un cuento, dijo ella, “El sur”, es el cuento. Ah, claro, sí creo que ya me acuerdo, el mágico animal, sí, en el sur, dijiste ¿no? sur, paredón y después, murmuró él, como para sí. Ella lo miró, ¿paredón? dijo. Claro, dijo él, tratando de salir del paso, lindos los gatos ¿a vos te gustan? Sí, mucho, dijo ella, tienen algo de tigre ¿pero qué tienen que ver los gatos con los paredones? insistió ella. No, un tango, dijo él ¿Un tango? ¿En El sur, en el cuento, un tango? dijo ella Y sí, son felinos, digo, los gatos, y los tigres también ¿no? por eso tienen algo de tigre, como vos dijiste, dijo él, ignorando la pregunta de ella y aliviado de poder aportar algo de conocimiento sobre la fauna para desviar un poco la conversación, no fuera cosa que ella también odiara el tango. Sí, son felinos, mirá cómo camina ese tigre, qué elegancia, qué fiereza en la mirada, dijo ella. A mí la mirada me parece hermosa, por qué decís que es fiera, dijo él. Fiera, feroz, dijo ella ¿me estás tomando el pelo? No, je, era un chiste, dijo él. Igual, tu mirada me gusta mucho más.

 

Esa noche durmieron juntos. Y a la mañana siguiente él dijo; me encantó coger con vos, hacer el amor, corrigió, ella, que solía ser muy púdica con las palabras, hacer el amor. Está bien, dijo él, hacer el amor. Y volvieron a coger y, después de coger, o de hacer el amor, ella le pasó una fotocopia de El Aleph, que conservaba de sus épocas de estudiante de Letras, y le dijo, léelo, a ver si mejorás un poco tu vocabulario y tu visión del amor. Y él intentó leerlo, pero no pudo. Me aburre, le dijo. Ella no desesperó. Guardó el texto en la biblioteca y unos días después compró la colección completa del Eternauta y se la regaló porque ella recordaba que él había dicho que le gustaba leer historietas y ella no había podido evitar darse cuenta de que él nunca había leído El Eternauta y le parecía que El Eternauta era de lo mejor que podía ofrecerle, dentro de ese género, que sirviera, además, como introducción a lecturas más complejas, y aprovechó, también, para contarle la historia de Oesterheld y del asesinato de él y de sus hijas a manos de la dictadura, pero a él no le gustó la historieta porque dijo que le hacía recordar la historia que ella le había contado sobre Oesteheld y sus hijas y que eso no era ninguna historieta y que a él eso lo ponía muy triste y le impedía avanzar en la lectura. 

Así él consiguió evadir la cuestión y siguió leyendo en el baño, a escondidas de la mirada siempre atenta de ella, las historietas del Llanero Solitario. Entonces ella empezó a leer los suplementos deportivos de los diarios porque había observado que era eso lo que él espiaba todos los días, apenas se levantaba y encendía la computadora, antes de desayunar. Y cuando comenzó a comprender lo que a él de verdad le gustaba y le interesaba se puso a pensar y a imaginar qué era, entonces, lo que de la literatura disponible a él podía interesarle y así introducirlo en ese mundo que ella tanto valoraba y que él, según su punto de vista, se estaba perdiendo. 

Así que empezó a acompañarlo en sus intereses. Primero contrataron el pack de fútbol de la tv por cable. Y ahí se pusieron a ver todos los partidos del campeonato argentino. Y a ella cada vez le gustaba más el fútbol y a él cada vez más le gustaba ella. Así, domingo a domingo en el entretiempo de los partidos, sobre todo cuando Boca Juniors iba ganando, los gritos de placer se escuchaban desde varias cuadras a la redonda. Un día, después de que Boca ganara un campeonato increíble dejando a su eterno rival humillado por el camino, ella salió, fue hasta la librería de la esquina y le compró un libro de cuentos de Fontanarrosa. Gran descubrimiento, fervorosa adhesión al instante por parte de él que, al fin, se sintió comprendido. Luego vinieron Soriano, Galeano, Sacheri y otros próceres de las letras latinoamericanas en su versión más popular y futbolística. Y una vez cumplida esa primera etapa de su introducción a las literatura, ella intentó volver a Borges y lo invitó a leer, junto con ella, “Tlon, Uqbar, Orbis, Tertius”, pero el intento fracasó una vez más. 

Sin embargo, tal vez en algo prendió esa lectura, porque a partir de ahí él desarrolló un fuerte interés por la filosofía y compró libros como “Heráclito para legos”, “Heidegger para principiantes” y otros por el estilo, sin embargo, también acabó abandonando esas lecturas cuando creyó encontrar una disciplina que superaba en aproximación a la verdad a la filosofía en un librito de Introducción al psicoanálisis que alguien había olvidado en el último asiento de un trole de la línea K, y que él había tomado, por pura casualidad, un día que iba a visitarla a ella. Entonces comenzó a comprar en el quiosco las obras completas de Freud que salían en tomos para coleccionar y eso lo llevó a una decisión que pensó que iba a ser la más trascendente de su vida, inscribirse en la carrera de psicología. De ahí en más empezó a disminuir su interés por el fútbol y por coger (o hacer el amor) con ella. Se pasaba el día leyendo a Freud y, más tarde a Lacan. Volvió a interesarse en ella cuando, gracias a Lacan, descubrió a Joyce y quedó fascinado con el monólogo de Molly Bloom y las cartas del escritor a Nora Barnacle, eso lo incitaba a buscarla a ella para coger (o para hacer el amor) y ensayaba decirle en la oreja las cosas que había leído que Joyce le decía, en sus cartas, a Nora, pero a ella le seguían desagradando esas palabras que ella llamaba groserías, así que pronto también abandonó ese interés, no el interés en Joyce ni en el psicoanálisis sino el interés en ella. 

Hubo un último encuentro, que esta vez no fue casual sino elegido por ambos (creían en aquello de cerrar el círculo) frente a la jaula del tigre. Allí se despidieron para siempre, ella soltó alguna lagrimita y se fue caminando hacia la izquierda, llevaba “Ficciones” en su cartera, él encaró hacia la derecha y se alejó con paso decidido, llevaba “La interpretación de los sueños” en su mochila. 

El tigre no mostró ningún interés en el asunto y siguió con su terco ir y venir de un extremo al otro de su jaula.