En las superposición de temporalidades que transcurren dentro de la flecha del tiempo, la pandemia generó nuevas yuxtaposiciones: más tiempos dentro del tiempo, quizás algún grado de lentitud, que apenas retiene la fugacidad, junto con cierta sensación simultánea y contradictoria de evaporación del componente temporal. Son todos tiempos integrados en el complejo cronograma que se vive desde marzo.
Así, hay exposiciones que estaban a punto de ser inauguradas antes de la llegada de la pandemia, en el marco de la sociabilidad y el encuentro que suponía toda apertura en (este caso) una galería de arte, y quedaron montadas y listas, aunque en el limbo.
El espacio OdA (Oficina de Arte) tiene metafóricamente cautivos desde entonces un conjunto bellísimo y delicado de dibujos (y algunas pinturas) de Josefina Robirosa (1932), al que vale la pena acercarse ahora que se puede. Se trata de varias series, en su mayoría fechadas a mediados y finales de la década del cincuenta y primeros años sesenta y luego se extienden en el tiempo hasta los setenta, ochenta y noventa, mostrando distintas etapas de la artista.
En los años cincuenta al dibujo no se le otorgaba toda la autonomía e importancia que fue adquiriendo después. Sin embargo, al rescatar estos dibujos tempranos que la artista realizó a partir de sus veinticuatro años, se ve que hay allí un campo de experimentación en pleno desarrollo, con un lenguaje completamente autónomo, más allá de las limitaciones que cierta mirada de época pudiera haber considerado. En este sentido, el amplio conjunto de dibujos reunidos en esta muestra ofrece en la relectura un proceso clave para comprender el itinerario de un cuerpo de obra.
En estas series la línea aparece con toda su potencialidad, trazada con lápiz, con tinta y con la inclusión de componentes pictóricos. Idea y realización convergen en la simpleza de la línea. Simpleza que exhibe notoriamente un virtuosismo natural y al mismo tiempo un artificio puesto en práctica.
Las obras tempranas son en su mayoría planteos abstractos, en donde los trazos constituyen líneas de fuerza, de velocidad, de movimiento, incluso de estallido, que pueden pensarse como la reverberación y los ecos del abstraccionismo geométrico que se había diseminado por estas pampas desde la década anterior.
Como escribe Mercedes Casanegra (autora del texto introductorio de la exposición): “A ese momento pertenece un conjunto de obras sobre papel de tamaño entre pequeño y mediano. La artista se valió de líneas de tinta muy finas y sutiles, con algunas breves intervenciones de témpera o acuarela de color blanco, gris o azul. Recurrió también a ínfimos toques de tipo puntillista. Estas composiciones describen el recorrido de fuerzas centrípetas y ondulantes cuyo dinamismo es protagónico. Algunas cobran apariencia de espirales siderales y energías entrechocadas y restallantes”.
Entre las líneas de fuerza que atraviesan delicadamente algunos de los dibujos, hay trazos que configuran formas helicoidales en las que, según el punto de vista, la imagen se expande o se contrae. Son pequeños universos en expansión/contracción que proponen el movimiento y a la vez lo detienen. Espirales que se abren o cierran de acuerdo a cómo se sitúe la mirada.
En el campo de la línea en versión pictórica, hay dos pinturas de 1956 que se componen de superposiciones y acumulaciones de trazos horizontales y ondulantes, segmentados, que en el ojo del que mira, gracias al rango de la paleta, se recomponen como el efecto luminoso del amanecer o el crepúsculo. Se trata de piezas vívidas, que lucen como pintadas ayer.
En la genealogía de los paisajes, aunque dos décadas después y con distinto tratamiento, hay algunos dibujos de la serie “La naturaleza regresada a su centro” (1973-79). En relación con este grupo, Mercedes Casanegra explica que “la fragmentación, recurso formal y poético en estas obras, posee una condición positiva, no de fraccionamiento o cercenamiento, sino de plenitud a causa de ese encuentro íntimo e imaginario de dos orígenes, el natural y el humano. Interesa destacar que en 1977 Barbara Duncan, historiadora de arte estadounidense, organizó la exposición colectiva Recent Latin American Drawings (1969-1976) en el Center for Interamerican Relations, hoy Americas Society, en Nueva York. En esa oportunidad eligió como única ilustración para la tapa del catálogo, que reunía a numerosos artistas latinoamericanos, el dibujo Identificación (1975) de Robirosa, que pertenece a esta serie y que la curadora le había comprado para su propia colección un año antes a la artista en su taller de Buenos Aires al hacer la selección de obras para aquella exposición”.
En esta abstracción del paisaje se incluye también el conjunto de dibujos con evocación del bosque, que se corresponde con una temática que la artista abordó fundamentalmente en los años ochenta. Hay siete piezas de esta etapa, que llega hasta los años noventa.
Y sobre esta serie M.C. escribe que “la construcción de aquellas obras en pintura era realizada en base a pinceladas y toques casi circulares. En dibujo aquellos fueron reemplazados por cortas líneas de tinta superpuestas a través de la inspiración de matas salvajes de finas ramas o pasto, con cierta relación al aspecto de fardos, aunque aéreos. Sin embargo, la intención de la artista no era realista. Las imágenes muestran poéticas formas más bien abstractas y aéreas de estos cúmulos, de estas matas vegetales, en un espacio que posee menos de natural que de abstracto, sin embargo, sugieren sutiles alusiones a su filiación con la tierra”.
En otra sala se presenta una serie de diecinueve técnicas mixtas sobre papel, de pequeño formato (18x12cm), realizadas entre 1956 y 1960, que sugieren una impronta oriental, tanto por la paleta como por la similitud con ideogramas. Se trata de piezas interdependientes, que en el conjunto exhiben toda su libertad, que va del control del trazo hasta cierto matiz informalista.
* En OdA (Oficina de Arte), Paraná 759, 1er piso; de lunes a viernes, de 15 a 19, hasta el 6 de noviembre.