Durante varios días de octubre llueve y también ese día de luto un aguacero se derrama sobre la multitud acongojada esperando entrar en la Casa Rosada, una fila interminable que viene a despedir a su compañero, una multitud como la que veló a Evita y a Perón. No deja de emocionarme cuando lo veo a ese muchacho de barba, un cierto aire de poseído personaje ruso, un barítono, que entra al recinto de la Rosada cantando el Ave María. Se abre paso cantando y apoyándose en el hombro de un hermano. Su voz profunda estremece la solemnidad imperante, le confiere a la congoja un sentido trascendental que se vuelve poético, tiene la ominosidad de un réquiem. La viuda junto al ataúd, lentes negros, se desconcierta, mira hacia la voz. El muchacho tarda en arrimarse. Al terminar el Ave María levanta el brazo, el puño, y grita “Hasta la victoria, Néstor”. La viuda se le acerca. El dolor marca las expresiones. Se dan las manos, fuerte. La pérdida es inmensa. Los humillados y ofendidos lo saben. Y no me conforma que se defina al peronismo sólo como un sentimiento. Hay una forma de explicar este sentimiento con racionalidad. De una solidaridad de clase, hablo. Pararse, como Simone Weil, del lado de las víctimas. El joven David Viñas, radical en el 51, opositor, se acercó a este sentimiento al salir del Hospital Policlínico de Avellaneda un domingo lluvioso de noviembre, luego de tomarle, como fiscal, el voto a una Evita moribunda, operada de un cáncer de útero. Al salir junto a un policía con la urna en las manos, aguardaban los humildes, mujeres con pañuelos en la cabeza se arrojaban sobre la caja para tocarla. Más tarde, al narrar esas mujeres angustiadas Viñas las asoció con las Madres de Plaza de Mayo, y dijo también que en esa escena estaba Tolstoi. Hace unas semanas volví a leer por enésima vez Anna Karenina, ese momento final en que Levine escucha “la voz del pueblo ruso, pronto a levantarse como un solo hombre y a sacrificarse por sus hermanos oprimidos”. Afuera, en la Plaza de Mayo seguirá lloviendo.