Toque de quena lo llamaban las clases blancas de Lima, que raramente dejaban escapar la oportunidad de inventar algún comentario irónico o desatento hacia la patria india o a las hilachas de lo que habían sido las reformas de corte socialista del Chino Velasco Alvarado. Con suave y recatada violencia, lo había sucedido en la presidencia del Perú el general Morales Bermúdez que, entre que sí y que no, terminó poniendo reversa, privatizó, devaluó, flexibilizó, trajo plata con deuda, controló los medios y reprimió las protestas de los trabajadores. El arroz y el azúcar escasearon y las señoras que tenían conqué arrasaron el papel higiénico de las góndolas. Pero para qué le voy a contar, preciado lector, si usted ya sabe como es esto.

El toque de queda decretado en el mes de julio afectó especialmente a las clases populares, ya que les presionaba los horarios, los madrugones y los apuros para no quedar en la calle después de la hora señalada, a merced de las tanquetas que la vigilaban, mientras que las gentes ubicadas en los barrios de piel más clara, de Miraflores y San Isidro, lo sumaron a la morbidez del noble ocio limeño y se dispusieron a tirar el toque por la ventana.

Las noches quedaron suspendidas en una nada silenciosa, solo interrumpida por el traqueteo de las patrullas. Era casi mágico asomarse a la ventana y ver cómo la avenida Benavídez, normalmente tan residencial y transitada, hacía su camino hacia el este como perdida, desorientada de tanta soledad, apenas consolada por los redondeles de luz desvaída de los faroles callejeros. Se podía oír las conversaciones de los que abrían las ventanas en los edificios de enfrente para entretener el encierro y el eco de alguna tos que resonaba de vereda a vereda asombrando esa calma desconocida. A pocas cuadras, la librería Minerva, de la viuda de Mariátegui –o tal vez fuera otra librería cercana, se me hunde la memoria de más de cuatro décadas- recomendaba desde su vidriera que nada mejor que un buen libro para pasar el toque. Pero la creatividad blanca buscó maneras más originales de burlar las restricciones, holgando en ellas.

Los que siempre habían tenido la sarten por el mango como mi amigo Don Alfonso P. por ejemplo, rancia familia de oligarcas y políticos, título de nobleza, aventurero y empresario aerocomercial –lo describo nomás hasta ahí- alquilaba una ambulancia con contertulios y contertulias, se armaban de varias botellas de whisky JB y se iban de casa en casa, borrachos y de juerga, sonando la pura sirena de andar de urgencias cuando se aparecía una tanqueta doblando la esquina.

O rin rin, que aló mami, que mira que tarde se ha hecho, que me va a coger el toque en la calle, que mejor me quedo aquí en lo de Fulana y regreso por la mañana, qué lisura, que bueno que cuídate. Cien años antes de la coartada del toque, la suiza Flora Tristán, que había viajado al Perú para reclamar una herencia paterna, se había fascinado con el largo rebozo en que se envolvían las mujeres tan católicas y limeñas cuando salían de casa. Les confería, según ella, una independencia femenina muy sutil, secreta, no dicha. Arropadas en esa prenda que hunde su historia en la tradición árabe española –decía ella- velaban su perfil, se igualaban unas a otras a tal punto que se deslizaban por las veredas de la ciudad sin que nadie pudiera reconocerlas ni llevar cabal cuenta de la huidiza indefinición de sus ires y sus quehaceres ni si los confesaban en misa.

No nos faltaron invitaciones a nosotros los argentinos, los franceses de América, decían. Qué linda qué blanquita fue el piropo más inesperado que me gritaron en mi vida desde un auto cacharroso. Blanquita, a mí, que apenas volvía del trabajo, hasta bien entrado abril, me descolgaba por el malecón de Chorrillos a la playa para estirarme al sol, desesperando por desleír un poco mi blancura de yogurt sin azúcar y desconociendo que fuera una virtud. Pero así era.

Oye, te vienes con Héctor a la casa a pasar el toque. Que como a qué horas. Que cuando quieran. Que podemos pasar un ratito nomás a saludar. Qué se podía hacer en toda una noche de toque, me pregunté. Una morena coquetona entró garbosa como una reina de belleza y se acurrucó en el diván al lado de Héctor. Su marido, piloto de Faucett –la primera compañía aerocomercial del Perú que ya no existe- llegaría más tarde; ella no sabía dónde estaba porque vivían juntos pero separados. Tengo frío en los pies, dijo, mientras los metía debajo de las piernas de Héctor con sonrisa pícara y mirada sensual. Al rato llegó el marido piloto dilapidando simpatía, echó una mirada a la concurrencia con aire de galán, se sentó en el brazo de mi sillón, me miró profundo, me preguntó si mis rulos eran naturales, hablamos de su último viaje y quién podría acordarse de qué más. Como yo miraba el reloj con insistencia, se fue a buscar un trago y por el camino se acollaró con la Negra C., otra argentina que vivía cerca de nosotros, haciendo honor a su apodo con una envidiable piel dorada que no necesitaba espatarrar al sol. Se acercaba la hora del toque y sería muy peligroso que nos pillara en la calle si no nos íbamos a tiempo, Héctor, dale, vamos. No estoy muy segura de que el machirulo de Héctor no se arrepienta, todavía hoy, de haber hecho caso a mis tironeos, ansiosa como estaba yo de irme de esa fiesta de terraplanistas. Caminamos apurados bajo una fina garúa de julio limeño, claro que no montados en el berberisco de paso peruano al que le cantaba Chabuca Granda, si no más bien buscando lo oscuro bajo las copas de los árboles o arrimados a las paredes, auscultando los ruidos que anunciaran una patrulla porque quizá nos estuviéramos pasando algúnos minutos de la hora legal y fatídica.

La Negra C. volvió pasada la madrugada y, cuando el sol ya estaba alto, se presentó el piloto a buscarla para que lo acompañara en un vuelo al Cuzco. Imaginé a la Negra C., la noche de toque todavía pesándole en los párpados, apoyada en el respaldo de la butaca de cabina del Boeing 727, dándole la lata a su piloto para amenizarle el vuelo, como una novia porteña a su colectivero. Mientras en el abajo había despidos y deportaciones y se decretaba que las huelgas eran subversivas.

 

Yo tenía de olvido el corazón, hasta que las nuevas normalidades que estamos viviendo pescaron en el fondo de mis antaños estas imágenes, hoy casi ingenuas, que vine a recordar con cierto desparpajo impúdico. Pienso cuántos años hará que en la Europa occidental no había un toque de queda como el que las dirigencias se están viendo obligadas a imponer, más que con un grito de alerta, con la mirada llena de la desazón del animal acorralado que si no trabaja no vive y si trabaja se muere, y ante las hordas que el fascismo libertario acicatea con sus discursos fallidos, con la desinformaión perversa y desde las sombras de las redes cibernéticas que amenazan la estabilidad de la especie humana reviviendo el viva la muerte.