Todavía era de madrugada cuando las mujeres se encontraron en el cruce de 27 de Febrero y Avenida Belgrano. Se reunieron con tiempo, se repartieron los manifiestos y charlaron un rato. Sabían que en cualquier momento llegarían los carneros al puerto a ocupar los lugares de sus maridos, hijos y hermanos, quienes estaban en huelga desde el 2 de mayo. No había nada más vil que ser un rompehuelga. Sabían que muchos venían desde Buenos Aires y de otros puntos del país. La Liga Patriótica movía sus fichas para desmantelar cualquier forma de organización obrera. Pero ellas estaban cansadas de soportar la miseria y la explotación.

Era muy temprano cuando llegó el tranvía de la línea 12 a la intersección de 27 de Febrero y Av. Belgrano. Bajaron los obreros “libres”, los que habían venido de todas partes a ocupar los lugares de los revoltosos, los leales a la patronal y enemigos de las reivindicaciones laborales. Es el año 1928, y del tranvía que los deja frente al portón del puerto, baja Juan Romero. No es rosarino. Llegó a la ciudad hace pocos días desde Avellaneda. Es casado y tiene un revolver calibre 38 nuevísimo que ha adquirido recientemente.

Ellas los ven llegar. Los odian. Quieren convencerlos de que no entren, de que se unan a la huelga. Entre ellas, Luisa Lallana. Tiene dieciocho años, cose las bolsas del puerto y apoya a su hermano Bernardo, estibador, en la huelga. Es una joven que reparte folletos en apoyo a la movilización, al anarquismo y a la FORA. Es el día de 8 de mayo y Luisa, luchadora, idealista, militante, vive su última mañana.

El choque se produce y el tumulto es caótico. Las mujeres y los carneros se enfrentan. Gritos, empujones, golpes. Algunos dicen que Tiberio Podestá, jefe de la Sociedad Patronal que recién había llegado a la zona de conflicto, intervino e incitó a Juan Romero a abrir fuego contras las mujeres. Algunos llegaron a escuchar: “¡Metele fuego! ¡Yo respondo!”. El gatillo se aprieta, el estruendo ensordece, y de un tiro en la frente cae Luisa Lallana.

La noticia impacta y trasciende. No solo en los medios de comunicación, tanto locales como nacionales, sino entre los trabajadores. Se realiza, al día siguiente, la primera huelga general en Rosario. Las autoridades no lo saben, pero comienza así un período de recrudecimiento en las posturas de los huelguitas y la construcción de un gran lazo de solidaridad entre los trabajadores. Otros gremios obreros se irán adhiriendo a las manifestaciones de descontento y al cese de actividades. 

Después de Luisa, diez trabajadores más serán asesinados durante ese mes de mayo. Las huelgas, los reclamos y la lucha no serán detenidas hasta diciembre, con la primera intervención federal a cargo del Estado nacional. Rosario nunca había presentado demasiados problemas. La ciudad del progreso, la civilización y el trabajo no había generado grandes conflictos. Los gobiernos radicales que comenzaron a gobernar desde 1916 jamás habían tenido la necesidad de intervenir con tropas federales para restablecer el orden. Hasta ese momento.

A Luisa Lallana la velaron en su casa de Cerrito 158 bis. Una movilización de miles de trabajadores acompañó el cortejo fúnebre hasta el cementerio La Piedad. Las mujeres encabezaron la marcha. Los diarios anarquistas le rindieron homenaje, prometieron que su figura nunca sería alcanzada por el olvido y que los libros de historia guardarían su nombre y su lucha. Hoy, en Rosario, tan solo una pequeña calle olvidada en el sur de la ciudad lleva su nombre.

 

A Juan Romero y a Tiberio Podestá los detuvieron. El instigador del crimen compró algunas declaraciones que negaron haber visto y escuchado su participación en el conflicto. Estando detenido Romero descubrió que a los presos no les gustan los traidores y asesinos de trabajadoras. Lo supo hasta el final de sus días porque, además de no olvidar los golpes, los reclusos le cortaron la cara con una cuchara y la marca no desapareció jamás.