Qué embole la gente que nos dice cómo vivir y sentir. Es un rasgo que yo relaciono con la mediocridad, la ignorancia, la soberbia o la hijaputez. Como sea, esta gente se sube a una tarima para ejercer alguna forma de extorsión moral sobre el resto. Esta extorsión se ejerce con cierta facilidad cuando el objeto en discusión es una película, un hábito o incluso una ideología. Cuando la discusión es sobre el Diego la cosa se complica, los vericuetos intelectuales se vuelven endebles, la lógica se vuelve realismo mágico, las certezas desafían las matemáticas y la ciencia toda.

El Diego es demasiado hasta para pensarlo. Es más razonable quererlo u odiarlo y chau. La diferencia es que para quererlo no se necesita una explicación porque nosotros entendimos que no se le puede pedir lógica al amor. Y si a veces le ponemos palabras es para tratar de entenderlo un poco.

Por eso, mucha gente que odiaba a Diego no sabía bien por qué, aunque ensayara explicaciones. Al fin de cuentas también ellos, en tanto argentinos, habían gozado de sus proezas deportivas. Pero su muerte los obligó a salir a buscar los fundamentos de ese odio. No podían regalarnos esa vidriera a tanto amor que significó la muerte del hombre y el nacimiento del mito. No podían dejar pasar ese momento sin intentar convencernos de las ventajas de odiarlo. No podían dejarnos en paz. Querían salvarnos de nuestro error.

Entonces salieron a ponerle palabras. Siempre berretas. De mala leche. Y aleccionadoras ante un auditorio que lo que menos quiere es ser aleccionado. Para colmo, ellos saben que ese amor no hará más que crecer. Y que el odio se desdibujará ante el mito y ante un cuerpo ausente ahora para recibir puteadas y lecciones de moralina.

Y para colmo (otra vez), vivimos un fin de época. Uno de esos momentos históricos a los que uno desea pertenecer de cualquier manera. Por eso los moralistas no podían dejarnos a nosotros la última palabra. Que eran palabras de amor incondicional. Tenían que decirnos ahora las palabras del odio porque si no se las tendrían que tragar para siempre.

Que los fachos, los chetos, los oligarcas, los herederos de la campaña al desierto y sus alcahuetes y lacayos odien a un tipo como Diego es lógico. Ni siquiera me importa. Más doloroso es la moralina de algunos de los nuestros, de los que comparten trincheras, que se plegaron a insultar con la misma ligereza que el enemigo porque según dijeron el Diego era drogón, misógino, grosero, contradictorio, como si este amor se pudiera combatir con lemas, banalidades e imprecisiones. O con insultos.

A los nuestros me gustaría decirles que no se puede pedir revolución alguna, cultural, política, de género o económica, si cuando alguien se sale de la norma se lo percibe como un peligro. Ese purismo nos dejaría afuera a casi todos. Para peor, el Diego era políticamente uno de los nuestros, ¿se entiende? y peleaba tan desordenadamente como lo hacemos todos. O sea, era un militante del palo.

Y claro, el Diego se sale de todas las normas. Cómo será que nos hace sentir orgulloso de ser argentinos. Cómo será que algunos caminamos el mundo como sus compatriotas y contemporáneos. Cómo será que puso este país que algunos dicen invivible en boca del mundo entero.

Claro, no debe ser fácil tragarse el odio, ese odio tan argentino, el más grande odio de todos los odios, sólo porque un país está llorando rendido a su mejor hombre y a su gran mito. No debe ser sencillo tragarse el sapo de que la mayor parte de los argentinos no sintamos ninguna contradicción en ser integrantes de un país impredecible e imperfecto, como lo era Diego, el más argentino de todos los argentinos.

Es verdad que se lo podría odiar porque rompía con la lógica de la meritocracia. Triunfó pero no heredando a papá sino llevando su talento al límite de sus posibilidades. Y no veía como vagos a los que no tenían su talento. Ni mandaba a agarrar la pala a los que no habían tenido su suerte.

Se lo puede odiar (quizá envidiar) también porque era el más inteligente de todos nosotros, más que todos los blanquitos educados en buenas escuelas. La velocidad mental de este negro era única. Si hubiera estudiado ingeniería (por suerte no lo hizo) habría colonizado la luna él solito.

Otro motivo para odiarlo es que era millonario pero no quería entrar a los clubes de garcas, donde por otro lado entraba cuando quería. Él quería regresar a su club del barrio a comer asado con sus amigos. Y si se vistió de Armani fue para recordarles a los que también tienen guita que ni siquiera saben darse ese gusto. Que él, retacón, gordo y chueco podía vestirse de pavo real cuando se le daba la gana.

Fue un drogón, es verdad. Otro motivo para odiarlo. Pero para entender eso habría que saber lo que es estar en su lugar, siempre acosado pero siempre en soledad porque Maradona vivía en un Olimpo al que sólo se puede acceder siendo Maradona, él.

Y vivió cien vidas al palo cuando a nosotros a veces se nos hace insoportable vivir una. Otro motivo para odiarlo o envidiarlo. Se reinventaba a cada rato, desafiando los manuales de sicología, de filosofía, de autoayuda. En eso era extraordinariamente valiente. Y era resiliente cuando aún no existía ese concepto. O quizá lo inventaron viéndolo vivir. Curiosamente, en todas esas vidas fue peronista. En eso nunca cambió. Quizá sea otro motivo para odiarlo. Cada uno sabrá.

No mentía sobre sus preferencias, no ocultaba sus pasiones. Es más: las gritaba. Era un bocón, es verdad. Se peleó con Dios y María Santísima, sobre todo con el poder que quería ponerlo en caja. A los respetuosos de las instituciones y de las jerarquías esto los sacaba de quicio.

Y siempre se rindió a sus debilidades porque sabía que tendría una y mil posibilidades de reinventarse, de disculparse, de volver a empezar. Para él la historia se escribe. No le bastaba, como a muchos de nosotros, con ser testigo. Él era protagonista o nada. El más grande protagonista de estos tiempos. Chau, Diego. Chau, gordo. Chau, lindo. Chau, compañero. Chau, argentino.

[email protected]