Me pasó algo raro durante la despedida a Diego. Odio los velorios y los entierros (incluyo los de mi propia familia) pero algo me empujó a ir a la Plaza. No me interesaba llegar a tocar el cajón, porque considero que ya no hay nada de Diego allí. Tampoco creo en el más allá ni en el alma, y siempre me parecieron inútiles los homenajes post mortem, porque el "homenajeado" nunca se enterará de las lágrimas de Goyco ni de la carta de Macrón ni del mural en la casa de Doña Tota. Es cruel, pero es así, al menos para un agnóstico como yo (si me preguntan digo que sí, que preferiría creer que todo eso existe, y que Diego nos está mirando e incluso, atendiendo a su condición de Dios, está leyendo esto). Como se imaginarán, soy reactivo también a todas las metáforas del adiós, especialmente esas que insisten en imaginar a Maradona en el cielo comiéndose un asado con sus viejos o fumándose un habano con Fidel Castro (si Fidel supiera de semejante atentado a su fe en el materialismo ateo se revolvería en su tumba).

Pero fui. Supongo que lo hice para sentirme parte de un ritual colectivo, para referenciarme en ese amor que casi todo el pueblo argentino, salvo los gorilas más recalcitrantes, siente por su máximo ídolo popular. Al ofrendar ese sentimiento también estábamos despidiendo algo de nosotros mismos.

Llegué a las 11 de la mañana e intenté sumarme a la fila, que por entonces llegaba casi hasta Constitución. Pero a la hora y media desistí porque supe que jamás llegaría a entrar a la Casa Rosada. No me la banqué. Como buen posibilista, me pasé del otro lado de las vallas y pasé a formar parte de otra multitud, menos abigarrada, más fluctuante, que iba y venía por Bernardo de Irigoyen y después por Av de Mayo. En mi caso, en bicicleta. La mayoría caminando, sacando (y sacándose) fotos. Me convertí –o quizás asumí lo que siempre fui-- más en un observador que en un protagonista de esa extraña ceremonia dionisíaca.

Éramos todos maradonianos. Pero del lado de las vallas “para allá” (desde mi perspectiva) estaban los maradonianos de la popu. No de la tribuna de ahora, sino de la popu de antes. Gente curtida, bien de abajo, casi todos hombres, muchos en cuero, tatuados, pesados. Por decirlo de un modo tosco y directo: eran los “peronistas”, quizás muchos de ellos sin saberlo. De este lado habíamos quedado los de “¿izquierda?” (o los peronistas de izquierda, o los izquierdistas no gorilas, no sé bien dónde encuadrarme): gente más acostumbrada a leer la realidad que a sufrirla, tipos “consustanciados con las causas de las mayorías populares”, pero siempre desde un prisma modelado por minorías. Quizás peque de prejuicioso, es lo que percibía en mí y en quienes me rodeaban.

El amor a Maradona y el dolor por su muerte se me hacían igualmente genuinos en ambos sectores. Pero se manifestaban de manera diferente. En nuestros ojos había lágrimas y estábamos atados a una suerte de silencio reverencial. En los cuerpos de esa gente que se estaba comiendo horas de espera, después de venir desde lejos, había una extraña euforia, una necesidad de celebrar a Diego y de celebrarse en el aguante a su ídolo. Cantaban por Maradona, gritaban contra los ingleses, se burlaban de Pelé. Se parecían a Diego mucho más que nosotros.

Comprobé la diferencia a través de un ejemplo trivial, pero sintomático. En un momento quise comprarme una lata de cerveza. Como las que vendían los vendedores ambulantes ya no estaban suficientemente frías, tuve la opción de caminar una cuadra, ir a un supermercado chino y comprar la lata más helada que tenían. Ya de vuelta, mientras disfrutaba de mi cerveza, un chabón “del otro lado” llamó al vendedor y le preguntó: “¿Papá, está bien fría la birra?” El vendedor le contestó: “sí, bueno, está bastante fresca..., lo que pasa es que estamos desde temprano, viste...”. Cuando el chabón --en un brazo tatuado al Diego, en el otro el escudo de Deportivo Laferrere-- escuchó eso, sin chequear la mercadería sacó del bolsillo un billete de 500 y le dijo: “dame cinco”. Agarró como pudo las latas y empezó a repartirlas entre los que estaban cerca, a sus eventuales compañeros, a quienes seguramente había conocido hacía unas horas.

Un rato después me fui. Pero todavía conmovido, o quizás más conmovido que antes, en lugar de enfilar para mi casa, me fui en bicicleta hasta Villa Fiorito. No sé qué fui a buscar allí. Hablé con alguna gente, me tomé un vino, presencié una pelea entre dos vecinos que se achacaban mutuamente mentir una cercanía con Maradona para aparecer en los medios.

Frente a lo que fue la casa familiar del ídolo había unos pibes cantando: “Che Diego, che Diego, che Diego/che Diego no lo pienses más/ andate a vivir a Malvinas/ las vamos a recuperar”.

La calle donde vivió Maradona está afaltada desde hace algunos años. Es un barrio pobre, pero no es una villa. O ya no lo es. Me gustó conocer a una señora que me reconoció: “yo viví siempre en este barrio, pero nunca lo conocí a Diego. Me hubiera gustado, pero la verdad es que nunca lo vi”. Le hice un comentario sobre el asfaltado de la calle, como queriendo decir algo que aludiera a alguna forma de “progreso” desde los tiempos de Maradona, y su respuesta fue contundente: “Sï, ahora tenemos asfalto, pero antes teníamos trabajo”.

Recorrí las calles con inevitables ojos de forastero, tanto que en cada hombre mayor que me cruzaba me parecía estar viendo a Don Diego. Un barrio donde todos se parecen a Don Diego, pensaba, y quería sacarme de encima esa mirada pequeño burguesa de la Capital, herida para colmo en su romanticismo cuando pasó primero un pibe y después otro, ¡con la camiseta de Cristiano Ronaldo!

Cuando salía de Fiorito por la calle Larrazabal para llegar al Camino de la Ribera que bordea al Riachuelo, pasé por una canchita con piso de cemento, lindante al centro barrial “Uniendo fuerzas”. Hubiese querido ver un potrero, una cancha de tierra, como aquellas en las que jugó Diego, pero se ve que la gente del lugar tiene otras prioridades, menos poéticas. Se ve que quieren que el potrero deje de ser potrero y se convierta en una cancha de verdad, parecida a aquellas en las que jugamos los que idealizamos los potreros.

Me llamó la atención que de los diez chicos que estaban jugando, había seis mujeres y cuatro varones.

 

Se cagaban a patadas sin reparos ni gentilezas de género. De repente vi a una petisita, morocha, trabar la pelota con fuerza y meter una pisada que hizo pasar de largo a un pibe más grandote. Me fui de Fiorito con una sonrisa que convivía con un nudo en la garganta, pensando que a Diego le hubiese gustado ver eso.