Escuché de mi analista, una mujer con una profunda sensibilidad, la diferencia más convincente entre Maradona y el resto de los ídolos deportivos, sobre todo de uno a quien parece inevitable achacarle similitudes y carencias en tanto heredero de su camiseta. La diferencia es que Diego nos hablaba. Para él, nosotros éramos interlocutores. No recuerdo otro jugador que nos hablara. No sólo en el acto de habla darnos la validez como receptores, sino también de cada símbolo, de cada posicionamiento en su vida pública; su país, la gente, como quieran llamarle, estaba involucrada en cada uno de sus movimientos. 

Beatriz Sarlo, exponente de cierto pasado con brillo de la izquierda intelectual argentina, ya opacado y deslucido por mérito propio, intentó rebajarlo al mote de “transgresor”, como todo argentino --dijo además--, y que su “pro-castrismo” o “pro-chavismo”, respondían a la reacción de un simpatizante de izquierda “no formado”. Dejemos pasar, como una concesión, el clasismo y la arrogancia de la afirmación. Sarlo se ha acostumbrado a las notas de televisión, en donde los juicios terminan siendo simplistas y maniqueos. No hay mucho tiempo en el estudio para la reflexión, sobre todo para la que se espera de un “intelectual”. Por eso, a tontas y locas, es más fácil tratar de “no formado” o “transgresor” a un hombre que decidió pararse y levantar la frente en un lugar de la historia. 

Diego nació con un don, con un areté que lo llevó a la cima del mundo. Y desde ese momento, más allá de los “pro” (prefijo que tanto les gusta a algunos cuando tienen que vaciar algo que no pueden rebatir) se paró en la vereda elegida, frente a los enemigos correctos. Sindicalizó el fútbol internacional, enfrentó a Havelange, Platini, y Blatter, hoy imputados por delitos financieros, supo entender --y encarnar-- las representaciones políticas de la rivalidad entre el norte y el sur de Italia, entre otras cosas. Apoyó al pueblo palestino, al nicaragüense, al pueblo sirio. ¿Qué esperaba Sarlo? ¿Que se sacara una foto con Bush? Habría que preguntarle en qué parte de su formación existe el mandato teórico de firmar una solicitada a favor de Macri. Maradona también supo donde pararse en estos años.

El título de una noticia decía que el corazón de Maradona pesaba el doble de lo normal. Vaya metáfora. Lo que nos diferencia de los animales es la soberanía total de nuestro cuerpo. Ese poder se pone a prueba en la posibilidad de la muerte. Frente a ese límite, el animal se preserva, porque su instinto es la supervivencia. El hombre o la mujer, en cambio, pueden elegir la posibilidad de la muerte, de la destrucción del cuerpo. No todos lo hacemos --ni mucho menos--, y hay razones y momentos para ponerlo en juego. 

El areté de Diego era posible a través de su cuerpo. Jugar con el tobillo hinchado todo un mundial, volver a las canchas sostenido entre dos o tres, fue poner el cuerpo y fue un acto de voluntad. “Cortarle las piernas”, era su talón de Aquiles. Los enemigos correctos sabían dónde apuntar sus flechas. Alguien dirá que esto se va torciendo, rápidamente, hacia lo épico. Pero lo fue. 

Diego Maradona fue el jugador más grande de todos los tiempos, porque además de ser mágico, ingrávido, impredecible, majestuoso, escribió una historia épica con cada logro deportivo, porque para él, cada lid en el campo de juego, era a su vez torcer lo imposible o librar una batalla utópica contra el poder. Y entendía muy bien --a pesar de Sarlo-- dónde estaba ese poder. Hasta la derrota contra Alemania fue épica, desde que Codesal pitó un penal inexistente. Ni hablar del partido contra Inglaterra, o de la bronca cuando los italianos chiflaban el himno. En todos esos momentos, nos hablaba. Y nosotros hablábamos a través de él.

El Che Guevara fue otro que puso el cuerpo. Su vida fue además una lucha por afirmar la soberanía sobre ese cuerpo. Desde chico el asma lo torturaba. Fue una pelea persistente y angustiante para poder respirar, él mismo lo cuenta en muchos de sus escritos. Para poder ofrecer ese cuerpo a la causa elegida, primero tuvo que ganárselo al asma. Para la épica del Che, es más romántico pensar en su guerra externa, la revolución. Pero la guerra interna fue tortuosa y solitaria. En la selva de la Sierra Maestra los acechaba el ejército de Batista y a él, solo a él, la falta de aire para respirar. También en Bolivia, donde murió. La Bolivia donde se rindió homenaje no hace mucho a sus asesinos, y donde nació el primer presidente indígena de Latinoamérica, el que Diego abrazó y apoyó cuando fue destituido por un golpe de estado. El que hicieron los apologistas de esos asesinos. Diego también tuvo sus guerras internas. 

Las peleó solo, siempre se pelean en soledad esas guerras. Él, como el hombre que tiene tatuado en su cuerpo, justamente en su cuerpo, también tuvo que reafirmar esa soberanía, una y otra vez, hasta el final.