En una vieja entrevista en el sitio web boladenieve María Guerrieri dice al pasar que para trabajar le interesa “la deformación instantánea y arbitraria que se establece con lo que se mira”. Hay ahí una apuesta sobre lo que está entre ella y lo que hace: la imaginación, la realidad destrabada por el arte, que organiza la información sobre lo que hay a su manera. A veces pasa de largo las mediaciones y se ríe de las alegorías. Otras reemplaza la narración por vínculos locos entre personajes y texturas. Incluso puede armar un panteón de escenas autónomas entre sí, todas en la misma hoja, con lapicera, que se vinculan por algo raro en las personas, que suelen salir contentas de sus muestras.

Por estos días, en la galería Selva Negra y curada por Guadalupe Creche, se puede ver Óleos de ping pong, sus más reciente muestra. Se trata de doce pinturas medianas. Todas refieren, de alguna u otra manera, al universo del ping pong. Pero no tienen una vocación realista ni registran los pormenores, como si fuese un reportaje a un deporte. En el texto de sala Creche indica algo clave: la diferencia entre competir y pelotear, para defender lo improductivo que implica el puro ejercicio sin ton ni son y lo que puede surgir de esa práctica. También dice que Guerrieri rompe con humor los temas y los formatos. Esto último me hace pensar que los “temas”, en la pintura más profesional, global y sistémica, cuelgan como pesadillas de sus autorxs. En cambio, en Guerrieri nunca hay tema. Lo que parece tema es en realidad un portón de entrada, una consigna pasajera para romper los límites de la relación entre forma y contenido, entre registro y técnica.

Composición verde para entrenamiento

Las pinturas son más bien alusivas y están corridas levemente de su objeto, una especie de metafísica del ping pong. Aunque el peso no lo tiene la irrealidad de las escenas, sino algunos toques que ponen a la propia artista, que es también pingponera desde hace unos años, en jaque con su propia condición. Como si se preguntara, ya cansada después de un partido: ¿se puede compaginar el ejercicio físico de la pintura con los alcances que un deporte tiene en la práctica de pintar? La palabra juego aparece acá como como una ayuda para la respuesta. Funciona de lazo entre el arte y el deporte. Guerrieri fue siempre una artista del juego.

Nació en 1973 en Haedo. Es pintora, dibujante, ceramista y escritora. Una mezcla de todo esto se encuentra en su libro Fuente de chocolate, de 2017. En todas las listas de regalos que imaginaba para sus cumpleaños de niña, pedía unos marcadores Carioca que traían, entre los colores clásicos, algunos más extravagantes; un gris amarronado, un celeste con notas verdecitas. Dibujaba un montón, su mamá después le curaba muestras pegando cada uno de los dibujos en las puertas de las alacenas de la cocina. Durante esa época la industria de los marcadores se iba superando a sí misma y aparecian productos interactivos, pseudo mágicos para lxs niñxs: hacían un trazo, esperaban, le pasaban algún producto que venía con las fibras y la cosa viraba en textura y brillo. Había una atención de jugadora en el funcionamiento de las tintas y los tonos. Parece haber estado fascinada desde el vamos con los pormenores del color. Toda la energía que pone una niña para poder advertir los procesos del color en la hoja sin esfuerzo técnico, sino más bien apelando a la paranormalidad, permanece en su adultez.

Las hojas de fax, ese aparato hipermoderno para entonces, venían en un rollo de papel medio satinado, que con sus amigas desplegaban en tiras largas y hacían anchos dibujos a cuatro manos en que se sucedían historia con temas prefijados por ellas. Es como si manejara las casualidades a su manera, predicando un movimiento dócil de las líneas, que quedan establecidas pero en movimiento. No capturadas, sino quietas por un rato, como un animal que se hace el dormido para jugar y de repente espía por el rabillo de un ojo si la realidad se organiza tras su disparate.

Escenario

Durante los años de la primaria pasaba horas en la escuela de artes de la Municipalidad, aprendiendo literatura, pintura y cerámica; tres cosas que con los años se fueron trenzando en su hacer. Ahí encontró su amor por hacer cosas en grupo, corriendo el nombre en nombre de uno mayor, el arte de tropa que se hace dialogando. Cuando empezó el secundario dejó esos intereses freezados, hasta que una profesora la hizo dibujar con lápices que tenían un trazo tipo tiza. Aparece acá otro rasgo de lo que sigue haciendo: el material es el mito que empuja a la artista a probar y no al revés. Volvió a tomar clases de dibujo vivo en Morón, después de pintura en la vivienda-taller de un escultor en piedra pulida, que le enseñaba secretos mientras sus hijos corrían por el comedor y su esposa señalaba pros y contras de lo que iba haciendo Ahí pintó por primera vez con óleo, que le hace acordar a la arcilla.

Con dieciocho años ingresó a la escuela de bellas artes Prilidiano Pueyrredón, ya en el centro porteño y con ganas de saltar hacia cierta forma de vida artística. Tenía estructura escolar, de lunes a viernes en tal horario. Aquel era un lugar académico de señorxs con trajes raídos; sin embargo, lxs profesores que también eran artistas se distinguían por su vinculación con lo que daban, como Elda Cerrato, que enseñaba sistemas de composición pero hablaba de situaciones cotidianas de lxs artistas. Como suele pasar, si la institución no tiene mucho para dar o da lo gris, son los pasillos, la sociabilidad, el barcito del edificio, la mecha juvenil, lxs personajes de la facultad, los que ponen todo lo otro. Iba a muchos museos y al Centro Cultural Recoleta.

Había pocas galerías para entonces, y ella sentía cierta falta de esa otra forma de lo artístico, el localcito, las galerías más pequeñas, algo que vendría unos años después. Mientras tanto iba a talleres en casas de docentes más heterodoxos. El lema de la Pueyrredón instaba a que lxs estudiantes “encuentren su imagen”. Era tortuoso para una jóven de zona oeste, recién salida del secundario, ese par de palabras: encontrar e imagen. No encontraba y no se hacía imágenes, es desde ahí que puede pensarse lo que hace, como algo fuera de ella, como la narrativa del relato de un encuentro imaginario con un lenguaje paralelo, esto significa con un mundo totalmente distinto, con otros planos de la función de la imagen y con una imaginación realmente inventada: el resultado deforme de la mediación con lo que pasa a su alrededor.

Morandi Chu Daniel Azul

Guerrieri no parece haber pensado nunca en un “proyecto” de artista. Más bien parece que lo es por todo lo contrario, porque sabe que el camino, la “carrera” artística, se abre inconciente. Suele decir: “si no conozco algo me cuesta elegir”. Es por eso, tal vez, que no agarra para el lado conocido ni para el desconocido. No es conservadora ni cínica. Puede ser formalista y hospitalaria en la misma pintura. No especula, ni entiende a la aventura como quienes creen que es un instrumento para llegar a quién sabe qué cima. Espera que vengan hacia sí los lenguajes para pintar, dibujar o escribir; y ser ella la primera en conocerlos.

Aunque influenciada por un montón de vectores de la historia del arte, de Marc Chagall a Elba Bairon o Duilio Pierri, prefiere lo que inventa porque viene con su propia forma, con sus propios indicios de uso y disfrute. Confía, también, en algunos movimientos del azar que siempre la agarran trabajando en lo suyo. Por ejemplo: de niña era muy amante de la literatura de Silvina Ocampo y hace unos años le ofrecieron ilustrar “Chingolo”, un cuento para niñxs. Otro ejemplo: siempre conservó los fascículos de Mujica Láinez sobre arte ingenuo, que la influenciaron de chica. Años después se los mostró a lxs editores de Iván Rosado, que entusiasmados emprendieron su publicación en formato libro con un florero de José Luis Menghi en tapa. Una carrera está hecha para Guerrieri de este tipo de cosas, vincular algo de lo que quiso en el pasado en algún momento de los presentes posteriores. Otra trenza entre lo que se soñaba, la incertidumbre que implicaba formarse en lo que le gustaba y la vida de todos los días esperando la ligazón con lo que quería.

Los años dos mil la encontraron codo a codo con el pintor Max Gómez Canle, con quien hicieron muchas cosas durante mucho tiempo. Desde un fanzine titulado simplemente “Pintura”, hasta una muestra inolvidable en la fundación Klemm, en el año 2015, llamada “Amigos del siglo XX”. Se trataba de copias de grandes pinturas de todas las épocas y estilos que habían ido haciendo a dúo a lo largo de los años en la casa taller que compartían.

En aquella época mostró algo por primera vez en la galería Duplus, un collage chiquito con alusiones a los pedestales y a los monumentos. En 2002 hizo dibujos-collages de pájaros en Belleza y Felicidad directamente sobre la pared, toda una técnica que atravesó todos esos años. Su primera muestra individual fue en 2005 en el Recoleta, unas carbonillas y unos dibujos abstractos a los que llamó Últimos sueños, que habían sido celebrados por Alfredo Londaibere. Desde entonces intercala formas naturales blandas, animalitos en situaciones exóticas y vectores arquitectónicos o geométricos pero radicalizados por una línea no académica y color. Una muestra que abrió una nueva veta fue Intermitente, en la galería Ruby, en 2016. Juntó pinturas y dibujos que guardaba de más de 15 años y se antologó sin quererlo, con una curaduría abigarrada, un ejercicio de autoconciencia. Pero faltaba mucho todavía. Las cosas seguían, continúan hasta hoy. 

Si hay pared pelada puede hacer cosas grandes, pero cuando hay tela prefiere el marco al alcance de la mano, sin demasiados metros. Es en este punto donde podemos volver a los óleos de ping pong. Pinturas que hizo entusiasmada por el deporte, usando óleos que tenía guardados desde 2004. El ping pong tiene un ritmo rápido y marcial, que acá entra en metamorfosis. Aparecen vericuetos que se despiden del imaginario típico del deporte gracias a la plasticidad del óleo y al desparpajo narrativo de Guerrieri. No está mal decirle también tenis de mesa, porque connota algo casero, diurno, de taller. Si el ping pong es como el tenis, pero de mesa, las suyas son pinturas icónicas pero democráticas, soñadoras. Baja un concepto y lo pone a andar en la cotidianeidad de lxs espectadorxs, que se reconocen y se extrañan mirando las pinturas.

La aparición, en los últimos cinco años, de varixs artistas entusiasmadxs con la pintura metafísica, el surrealismo y las figuras imaginarias propias de mundos paralelos, arcaicos o futuros, demuestra que Guerrieri es una referenta contemporánea y una formadora de condiciones para la proliferación de ciertas imágenes. Estos óleos no hacen acordar a nada pintado en esta época. Al revés, lo pintado en esta época está organizado (lo sepan o no lxs artistas) por lenguajes como el de ella, que puede amagar con relatos aniñados y salir disparando hacia el formalismo de tonos sin enfriarse en la adultez gráfica. Puede empezar por un ejercicio clásico de líneas automáticas para derivar en la narración de una rara y simple alegría entre personajes con aires de títeres o marionetas.

Entre las doce pinturas hay sorpresas. Ciertas figuras como las lunas-pelotita, técnicas, situaciones del material, colores radiantes. Todo flotando en el óleo, que funciona como una ciénaga de las referencias. Se repiten zonas donde están las escenas, unos campos extensos para el ejercicio físico popular, repartido a todxs. Es ahí donde la fábula del deporte se toca con la del arte y todo se organiza en una alegría común, una proyección de la relación entre territorio, leyenda y rutinas del cuerpo, que son también pasatiempos, diversiones, evasiones para bien. Es que el deporte, con su componente griego, tiene algo de prueba con nosotrxs mismxs para honrar algo que no sabemos. Guerrieri transforma el deporte en juego, desdramatiza. Se pone a jugar, que es una manera libre de ponerse en juego.

Esta muestra indica que la imaginación se puede realizar y tiene un origen cotidiano.

Óleos de ping pong se puede ver hasta el 30 de diciembre en la galería Selva Negra. Padilla esquina Gurruchaga, Villa Crespo.