La crueldad es iluminada por la belleza narrativa de una escritora que mira la locura “como un estado” y no como una enfermedad. “Aquella mañana en que la odiaba más que nunca, mi madre cumplió treinta y nueve años (…) Era la madre más inútil que haya existido jamás (…) La habría matado con medio pensamiento”, dice Aleksy al principio de El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (Impedimenta), la primera novela de la moldava Tatiana Tibuleac en la que explora la compleja relación de un hijo con su madre durante las últimas vacaciones que pasaron juntos en un pueblito francés. Ninguna familia, vista de cerca, es “normal”; el padre los abandonó y el dolor por la muerte de Mika, la hermana de Aleksy, desemboca en el primer “episodio” de ese hijo que escucha el anuncio terminal de su madre: “Tengo cáncer, un cáncer maligno y rabioso”.

Tibuleac –que nació en 1978 en Chisináu, la capital de Moldavia, que se independizó de la Unión Soviética en 1991— publicó la columna “Historias verdaderas” en Flux, uno de los diarios más importantes en lengua rumana, y trabajó en televisión como una de las reporteras principales del telediario de la cadena Pro TV. Para escribir necesitó alejarse de su país y se instaló en París, donde vive desde 2008. El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes (2016), traducida por Marian Ochoa de Eribe, recibió varios premios como el otorgado por la Unión de Escritores de Moldavia (2017) y el Premio Observador Cultural de Rumania (2018). “En la novela, los ojos azules de Aleksy denotan que tuvo otro padre, el hombre al que su madre amó en su juventud. Tal vez elegí ese color por motivos estrictamente personales, porque mi hijo tiene los ojos azules y porque espero que, un buen día, este libro escrito con tanta alegría llegue hasta él. Que sea su libro, como una carta enviada por mí”, confiesa Tibuleac en la entrevista con Página/12.

--“Cuando tienen dinero, a los enfermos psíquicos se los llama excéntricos”, dice Aleksy. ¿Por qué la locura se puede asociar con la excentricidad? ¿En qué aspectos se puede pensar a Aleksy y su madre como dos excéntricos-locos-averiados?

--La culpa es mía y de mi forma de ver la locura. He crecido en un barrio y una familia en los que ser un excéntrico era peor que estar loco. La excentricidad tenía que ver con el dinero, con los complejos, incluso con la estupidez –mi padre, que fue un loco a su manera, condenaba incluso ponerse una corbata roja-, mientras que la locura era algo aceptable y a mí me enseñaron también a aceptarla. En mi casa llamábamos locos a todos los escritores que nos gustaban, loco era también el vecino del patio que cultivaba rosas y el cartero que nos traía telegramas y nos pedía que bailáramos para que nos los entregara. En mi entorno la locura no fue nunca una enfermedad, sino un estado. No se tomaban pastillas para la cabeza como para otras enfermedades. La madre y Aleksy están locos de muchas formas, pero al mismo tiempo están averiados de una única forma. La misma forma como viven y sufren muchas familias, sin hablarse, sin quererse, ignorándose hasta que es demasiado tarde. Hay miles de madres y de Aleksy en el mundo, cada uno con su drama, esto hace que la locura sea cada vez más evidente, y que lo que hace infeliz a una persona quede más oculto.

--“Un cuerpo devorado por el cáncer y un cerebro enfermo” (…) “éramos por fin una familia”, se lee en una parte de la novela. ¿Cómo pensaste la novela en relación a la cercanía de la muerte y el cuidado? El acompañamiento de los hijos durante la enfermedad, ¿invierte los roles y los convierte en padres de sus padres?

--La muerte y el cuidado de la muerte no me resultan ajenos. Ni me repugnan ni me abruman. Mi abuelo pasó sus últimos quince años de vida paralizado, yo lo conocí solo así: un hombre destrozado, con la espalda cubierta de llagas y rebosante de sentido del humor. Mi abuela cuidó de él, de hecho no solo ella, todos cuidamos de él, pero sobre todo mi madre, y cuando haces esto un día tras otro, cuando es todo lo que tienes que hacer, empiezas a ver las cosas de otra forma. Recuerdo que entonces ni siquiera imaginaba que mi abuela estuviera haciendo nada fuera de lo común. No pensé en su sacrificio, en su ardua vejez, en el hecho de que, al fin y al cabo, ella, una mujer muy guapa, no tuvo un hombre. Así estaba escrito –susurraban en nuestro vecindario- y así lo veíamos también nosotros, una mujer cuyo destino era sacrificarse. Mis abuelos eran gente sencilla, sin estudios, pasaron por muchas desgracias –fueron deportados a Siberia-, de ahí que, cuando les sucedió también eso, nadie se sorprendiera. Al fin y al cabo, ¿qué puedes esperar de dos personas que deberían haber muerto jóvenes? A mí esos roles invertidos que has mencionado me espantan. Preferiría morir joven antes que acabar enferma, una carga sobre las espaldas de mis hijos. Creo en el derecho a la muerte asistida y no he condenado jamás a los suicidas.

--Aleksy dice que las preguntas más frecuentes que le hacen cuando lo entrevistan es cuándo y dónde empezó a pintar. Pero para él es más interesante la pregunta por qué empezó a pintar. ¿Por qué empezó a escribir Tatiana Tibuleac?

--A veces, como ahora, caemos en nuestras propias trampas. Bien, a mí me resulta más fácil responder a cuándo y dónde empecé a escribir. Así al menos no tendría que inventar algo que quede bien, que parezca creíble, pero que mantenga al mismo tiempo un aire de misterio. Un misterio que no existe, porque la escritura llega cuando empiezas a escribir, no viene de arriba y no tiene nada que ver con la magia. Yo he escrito siempre, trabajé muchos años como reportera, incluso en periódicos, algo que significa no solo escribir, sino escribir con un cronómetro. Los libros, sin embargo, llegaron mucho más adelante, cuando me marché de Moldavia, me establecí en París y tuve hijos. ¿Pero por qué empecé a escribir? Probablemente porque nada me aporta tanta alegría, tal vez solo el vino, pero no puedo beber todo el tiempo.

--Tu lengua literaria es el rumano. ¿Qué relación tenés con la cultura y la literatura rusa? ¿Te imaginás escribiendo en francés?

--Mi último libro –El jardín de vidrio- habla sobre vivir en un mundo con varias lenguas, sobre las elecciones que se quedan contigo durante el resto de la vida, incluso aunque te arrepientas. La lengua en la que escribo es el rumano, pero también la lengua rusa forma parte de mí en una medida que no puedo controlar del todo. Francia es el país en el que mi vida dio un giro radical, aquí nacieron mis dos hijos y, más allá de dónde llegue a vivir en la vejez, Francia será siempre “nuestra”. En general, no me aferro demasiado a un lugar, a una lengua, a una geografía. Al final de cada día, podría embutir mis cosas en la funda de una almohada y despertarme al día siguiente en otro sitio.