En la noche de diciembre, en la luz de la luna, cuando ella riega las plantas, la escucho susurrarles. No alcanzo a descifrar qué les dice, secretos en otra lengua. En este momento que tiene bastante de ceremonial hay unas coincidencias que me llaman la atención. Ese malvón en el que se detiene es un gajo que proviene de la perdida casa de mi madre. Como ella, mi madre también le conversaba a las plantas. De allí mi fascinación por estas escenas que transcurren tan enigmáticas como inaccesibles. Quizás mi madre le contaba al malvón lo que no se animaba a contarle al cura del barrio en sus confesiones. En una de esas, conjeturo, mi compañera confía a estos brotes nuevos algo vedado a su psicoanalista. Esa confidencialidad del diálogo con las plantas siempre me ha intrigado. Y al atisbarla me siento un espía. No me animo a acercarme, interrumpir esa intimidad, porque ese ritual nocturno, con su misterio, se me ocurre, pertenece al orden de lo secreto.

Unas horas más tarde, en la madrugada del insomnio leo a Emily Dickinson. La leo también, por la mañana, al despertarme. Su lectura es tersa pero su inocencia engaña. Como siempre esa impresión, de que Dickinson con su visión me define el humor del día, tal la potencia de su suavidad engañosa, un saber naturalizado que yo carezco, una verdad a la que no puedo acceder.

Debo admitirlo, a menudo en estos apuntes, al referirme a la poesía, redundando, apelo al misterio como constante, que no es lo mismo que el secreto, pero ambos desconciertan a quien se les arrima con el propósito de una revelación. Lo interesante, me doy cuenta, es que si hay una revelación esta debe suceder sin una búsqueda deliberada. El vínculo con lo poético tiene más que ver con un hallazgo que nos toma por sorpresa, que con la persecución obsesiva y sigilosa del detective.

La razón occidental conspira contra el hallazgo. En unos ensayos compartidos con Daitaro Suzuki sobre el psicoanálisis y el zen de los años 60, Erich Fromm registra la diferencia entre el poeta occidental y el poeta zen. El primero, al cruzarse una flor en su camino, la arranca, la huele, la desgrana, analiza sus pétalos y, a medida que la disecciona, compone sus versos. El segundo, en cambio, se detiene un instante, la contempla, aprecia su cromatismo, siente su fragancia y después, mientras se aleja, anota un haiku.

El jardín de aquella casa en Mataderos comprendía limoneros y ciruelos, durazneros y laureles, nísperos y hortensias, rosales y durazneros, jazmines y calas. La casa era humilde, demasiado, pero, tenía dos exuberancias: el jardín, apenas se trasponía la puerta de entrada. Y en el fondo, un galpón con la biblioteca de mi padre. La biblioteca tal vez no viene demasiado al caso, pero aquellas lecturas de iniciación son una marca: uno es, a su pesar, la suma de sus citas. Como suele suceder, la melancolía opera con retardo. Y los vestigios de ese pasado puedo encontrarlos en algún libro que conservo y en este malvón en el patio de esta otra casa en que ahora habito. Me pregunto cuál es el sentido de esta evocación, pero debo reconocerlo, lo que me importa es recobrar algo de la fugacidad temporal, siempre inapresable, un imposible.

Durante todo el largo período de confinamiento la memoria se me ha disparado en las caminatas más a menudo de lo previsible. Acá cerca está el cementerio. Me detengo en el puesto de venta de flores y me pregunto acerca del por qué llevarle flores a los muertos, como si las flores no fueran a perecer como ellos. Algunas mañanas camino a lo largo de su paredón por una calle arbolada con eucaliptus, esos árboles más añosos que uno, y seguramente, más duraderos. En las caminatas mis pensamientos oscilan entre la tristeza y una alegría que me resultaba culposa, la alegría de estar vivo y haber zafado hasta ahora de la peste, gozar del airecito de la mañana, los trinos de los zorzales. Dickinson exploró con asiduidad estos sentimientos. “Digan toda la verdad, pero al sesgo”, pedía. “El éxito descansa en un circuito/demasiado brillante para nuestro gozo enfermizo,/ la verdad soberbia sorprende// como el relámpago a los chicos/ a quienes una buena explicación calma, / la verdad debe deslumbrar de a poco/ o cegará a los hombres”.

A propósito, hace unas semanas, en uno de nuestros mails, similares a un epistolario, Noé Jitrik me decía que la necesidad de poesía procede de la incomodidad del ser. Una incomodidad, acordamos, que es también de clase, de privilegio con respecto al mundo. Que podamos disfrutar de algunas epifanías leves no nos hace olvidar la desdicha ajena con frecuencia inspiradora de destellos de creación poética. Y he aquí el caso Dickinson.

A los nueve años Dickinson empezó a estudiar jardinería. A los catorce creó un herbario donde coleccionó más de cuatrocientas especies de plantas y flores. Sin embargo, escribía: “No estoy acostumbrada a la esperanza”. Y también: “Me silenciaron en prosa/ así como de chica/ fui encerrada en un armario /porque pretendían callarme”. En la prejuiciosa sociedad pueblerina la fama de reclusa le valió a Dickinson también la de lesbiana. La relación con su cuñada Susan no podría, de acuerdo a varios estudios feministas, ser pasada por alto. La relación de Dickinson con Susan no puede apreciarse sin tener en cuenta que le escribió nada menos que trescientas cartas, número que sorprende si se piensa que su cuñada vivía en la casa de al lado, separada sólo por una ligustrina. Y acá, otra clave del silencio, el misterio y el secreto, que si se la lee con atención, no son ni tan callados ni tan privados. Entre líneas y no tanto, las causas de la discreción no son tan sutiles y el pathos familiar estalla en su poesía. Tanto ella como su hermana Vinnie habrían sido víctimas de abusos del padre y el hermano. Aquí creo que conviene retomar la noción poética de herida presente en muchos de sus poemas y su resignificación: el trauma no ha permanecido en silencio a la luz de los estudios de género, feministas y queer, y entre estos se destaca la opinión de Adrienne Rich, feminista pionera, militante de la causa lesbiana, que investigó con obsesión de tábano a Dickinson en los 70 subrayando su confinamiento en la escritura como estrategia de sobrevivencia y antídoto contra la locura. “El dolor tiene una página en blanco”, escribió Dickinson. No faltan al respecto estudios psi sobre una presunta psicosis, “un tajo en la mente”.

A veces, como esta noche, al cortar un tallo del malvón, ella lo planta y vuelve a crecer uno nuevo. La poesía de Dickinson tiene ese grado hipnótico. El poema que hemos leído, aunque podamos olvidar su literalidad, perdura como resistencia en el ánimo, nos modifica, surge de la conciencia del dolor y también del modo de superarlo convirtiéndolo en otra cosa. El malvón lo sabe.