En Eugenia Grandet Honoré de Balzac define con precisa minuciosidad la avaricia del señor Grandet con solo dar cuenta de su apariencia. En aquella Saumur decimonónica la figura del tonelero se erigía como el compendio de sus posesiones, intuidas por caminantes y buenos señores tan solo con fijar la vista en él. “No había en Saumur quien no estuviera persuadido de que el señor Grandet tenía un tesoro particular, un escondrijo lleno de luises, y de que se daba todas las noches los inefables goces que procura la contemplación de una gran masa de oro. Los avaros estaban completamente ciertos de ello al ver los ojos del señor, a los que el rubio metal parecía haber comunicado sus tintes”. El doctor Quincy Fortier no padecía aquella maldición de Grandet que aseguraba que todos sus secretos quedaran al descubierto. Su historia estuvo guardada bajo los candados de su memoria y el silencio de sus cómplices mientras estuvo vivo y solo salió a la luz hace unos años por obra de la casualidad. Ese increíble itinerario de rastreo y revelación es el que sigue Baby God, documental dirigido por Hannah Olson y estrenado hace unas semanas en HBO que propone desempolvar la verdad detrás del gurú de la fertilidad de Nevada, cabeza de un frondoso árbol genealógico que todavía encuentra nuevas ramas.

“¿Cómo llegué aquí?” es la frase que pronuncia uno de los hijos biológicos de Quincy Fortier sobre las imágenes de aquel consultorio ginecológico pionero en el estado de Nevada. “¿Cómo sucedió? ¿Fue algo pecaminoso? ¿Maquiavélico?”. Las preguntas inundan los primeros minutos de la película desde distintas voces, voces que funcionan como imprevistos detectives de una increíble intriga. En los años sesenta, el ginecólogo y obstetra Quincy Fortier instaló en Las Vegas una clínica de fertilidad. Eran tiempos en los que el ADN todavía era parte del imaginario de la ciencia ficción. Su trabajo concitó el beneplácito de parejas que no podían tener hijos, pero fue su esperma el que fecundó a centenares de mujeres que pasaron por su consultorio y sus genes los que emergieron en tiempos de consultas de ADN on line. Sus ojos de azul intenso reaparecen en cada uno de los brotes que se suma a una imprevista “familia” nacida de manera fortuita, como piezas dispersas de un extraño rompecabezas. ¿Qué se esconde detrás de esa práctica sostenida durante tantos años? ¿Un genuino intento de cumplir los deseos de quienes buscaban tener un hijo o un complejo narcisista con derivaciones monstruosas y escalofriantes?

Ese es el enigma que persigue con empeño y diligencia la documentalista Hannah Olson, productora durante años del programa Finding your Roots en la cadena PBS, dedicado a rastrear los árboles genealógicos de los ciudadanos ilustres de Estados Unidos. “En los siete años en los que trabajé en el programa fui viendo cómo la forma en la que construíamos los mapas genéticos iba cambiando”, revela Olson en una reciente entrevista para el sitio Awards Daily. “Al principio solo era cuestión de leer el certificado de nacimiento y seguir una línea de investigación, luego con las pruebas de ADN que se venden en cualquier farmacia y se pueden cotejar on line todo cambió. Entonces, detrás de los descubrimientos de padres biológicos surgió el caso de un médico que había inseminado a varios pacientes con su esperma. Consulté a CeCe Moore, el genetista de Finding Your Roots, y resultó ser que no era solo un médico sino todo un fenómeno”. Olson eligió a Quincy Fortier entre los médicos que realizaron esas prácticas no solo por las ramificaciones de su caso y la ejemplaridad de su accionar sino porque fueron esos hijos biológicos quienes al descubrir su filiación iniciaron la pesquisa que da cuerpo al documental, abriendo las sucesivas puertas que ofrece esa inquietante revelación.

Una de las voces protagonistas y quien funciona como hilo conductor en Baby God es Wendi Babst, policía retirada que decidió rastrear el origen de su nacimiento en esos días de aburrimiento luego de su jubilación. “Compré un kit en Ancestry.com y subí los resultados al sitio”, cuenta Babst en el documental. “Encontré varias coincidencias con los que podrían ser primos hermanos, pero resulta que yo no tengo primos hermanos. Entonces comencé a desconfiar. El apellido que aparecía una y otra vez era Fortier, así que me decidí a hablar con mi mamá. Descubrí en ese momento que mi padre biológico era el médico de fertilidad que ella había consultado en Las Vegas”. La clave de la estructura del documental está en las preguntas que esos hallazgos disparan en quienes descubren su conexión biológica con Fortier. “La película realmente cobró forma cuando conocí a Wendi y su deseo de investigar”, explica Olson. “Hubo muchos hijos del doctor Fortier que no quisieron participar porque es un tema muy personal. Yo no quería presionar a nadie, y tampoco quería convertir a la película en un desfile de pacientes del doctor Fortier con sus resultados de ADN en la mano. Era importante para mí encontrar a quienes realmente estuvieran investigando sus raíces”.

El documental toma como principales ejes a tres de los “hijos” descubiertos de Fortier: en primer lugar a Wendi Babst, y en segundo a Brad Gulko y Mike Otis. Para Wendi, la necesidad de llegar a la verdad está hermanada con su profesión de investigadora, con las posibles razones que justifiquen aquella práctica sostenida durante cuarenta años, con la vocación de descubrir qué otros secretos latían en la personalidad de Fortier que pudieran poner en contexto esos actos incomprensibles. Gulko, genetista interesando en las implicancias del ADN en la configuración de la personalidad, persigue respuestas más individuales, sobre todo a la sensación de extrañamiento que siempre experimentó en el seno de su propia familia. Y para Mike Otis, abandonado por quien creía que era su padre, un hombre violento y esquivo, la respuesta que ofrecía su genética, el origen de sus ojos azules y la verdad detrás del indeseado embarazo de su madre, cerraba viejas heridas. “¿Lo que hizo convierte a Fortier en un monstruo? ¿Y si es así, qué dice eso de nosotros?”. Las preguntas que dispara Babst se entrelazan con su nacida empatía con esos otros hijos biológicos signados por la misma incertidumbre, con el deseo de hallar algunas buenas intenciones detrás de tantas mentiras.

Quincy Fortier murió en 2006 a los 93 años. Entonces solo algunas demandas habían salido a la luz y los consecuentes juicios concluyeron en concilios y negociaciones. Las imágenes de archivo que trae el documental lo muestran avejentado, sentado en el tribunal, dolido –en palabras de su hija adoptiva- por lo que consideraba la ingratitud de aquellos a quienes había ayudado. Olson decide reservarse para los tramos finales de la película las dimensiones más oscuras del personaje, la exploración de sus lazos familiares, los testimonios de los hijos que fueron criados en ese hogar de apariencia respetable. Fortier era toda una eminencia en la ciudad de Las Vegas, un mago en un tiempo de ciencia y progreso, el que podía cumplir los sueños de fecundidad cuando la biología se tornaba esquiva. Fundó el Hospital de la Mujer en plena década del 60 en las vísperas de la revolución sexual, allí atendía a todas las mujeres que trabajaban en ese incipiente paraíso de casinos y hoteles, allí se convirtió en ese pretendido Dios de carne y hueso que fecundaba a esa dispersa progenie a su imagen y semejanza.

Si bien el documental se nutre de entrevistas y material de archivo, el camino de su construcción va quedando al descubierto. Olson encuentra pequeños hallazgos al tiempo que los registra con su cámara, cada uno como el puntapié inicial de un nuevo giro dramático. El esqueleto del consultorio que Fortier tenía en el pueblo de Pioche cuando todavía era un médico rural se convierte en un espacio espectral, con sus salas hoy desmanteladas como territorios espeluznantes que esconden bajo el derruido equipamiento científico las ambiciones de un predicador. “El lugar estaba en venta así que le consultamos al agente inmobiliario si podíamos visitarlo”, recuerda Olson. “Y allí fuimos con Wendi para descubrir que todo estaba igual: la sala donde inseminó a Dorothy, la mamá de Mike Otis, sus cuadernos guardados en los cajones, las cortinas cubriendo aquellos secretos sepultados bajo el polvo. Fueron imágenes salvajes, casi como haber entrado en una casa encantada”.

No solo la palabra escrita hace años por el doctor Fortier en sus ajados diarios acerca a la película al misterio de las intenciones, sino los curiosos testimonios de sus colaboradores, ahora ancianos en sus jardines de jazmines y bananos en la árida tierra de Nevada. Todos asoman como creídos mesías, con sus fotos de vaginas en el celular, sus risas ante la confirmación de que eran los únicos donantes de esa naciente cofradía de esperma, sus miradas de inquietante vanagloria ante la confirmación de sus descendientes desperdigados por las extensas ramas de la genética virtual. “No había banco de esperma, no se sabía que el esperma se podía congelar. Entonces todos los médicos y estudiantes de medicina éramos los donantes”, recuerda uno de los entrevistados. “Quincy utilizaba técnicas de fertilidad sin que las pacientes supieran. Pero en ese momento nadie conocía nada del ADN. Si una mujer era fecundada con una muestra de esperma no había manera de saber quién era el padre”.

Ese manto de opacidad que facilitó el crimen fue el mismo que comenzó a rasgarse con las extendidas pruebas de ADN y los interrogantes que asediaron a esos hijos que descubrieron su verdadero origen. El hallazgo de la historia de una de las primeras pacientes del doctor Fortier, que en realidad no quería tener hijos y terminó con un forzado embarazo que aceptó como “un regalo de Dios”, reverberó en mayor oscuridad e inquietud para Olson y Wendi Babts hasta que se encontraron con uno de los hechos que significó un nuevo camino para el documental. Uno de los hijos biológicos de Fortier era fruto de un supuesto embarazo virginal de su hijastra de 17 años, dado por ella en adopción en la región de Minnesota. A partir de allí la película se interna en los meandros de aquella historia familiar, formada de retazos de testimonios, de mentiras construidas con paciencia y minuciosidad, de una crónica oculta que adquiere proporciones inimaginables.

“Para mí y para Wendi lo importante era descubrir cuáles eran sus verdaderas intenciones. Por eso fue decisivo entrevistar a su familia, a quienes lo conocían, a quienes podían acercarnos a esa respuesta, si es que la hay. Y allí la película hizo que surjan interrogantes más profundos: ‘¿Importan las acciones de nuestros padres para definir quiénes somos? ¿Importa el ADN? ¿Cuál es el valor de conocer la verdad?”. Cada una de estas preguntas que definen el itinerario de Baby God forma parte de una compleja cartografía que trasciende la ética del personaje. No importan tanto las respuestas a las intenciones, a la verdadera incidencia de la genética en el devenir de la vida, a los condicionamientos del origen en la configuración de la identidad, sino el mismo acto de hacerse esas preguntas. Como le ocurre a Wendi Babst, el impulso de saber e investigar, de descubrir detrás de esos silencios y ocultamientos lo que persiste como cosmovisión cultural más allá de los crímenes individuales. Como concluye Olson, “desde que dejamos de filmar aparecieron cinco víctimas más. Es una historia que crece y crece. Creo que un punto importante es que todos los que se enteraron lo hicieron por casualidad, porque no tenían razones para dudar. Habrá que ver qué sucede cuando vean la película las miles de pacientes que Fortier trató durante cuarenta años de ejercicio de la profesión médica”.