Hace tiempo, un muchacho de menos de 20 años mató a nueve personas en una temporada de desquicio y violencia. Varias fueron mujeres a quienes además violaba brutalmente, como una que atacó tras dispararle en la cara. Un descuido lo condenó: olvidó su documento en las pertenencias de su última víctima, su cómplice, a quien le pegó un balazo y luego le sopleteó la cabeza hasta reducirla a cenizas.

En febrero, Carlos Robledo Puch cumplió 45 años encerrado en el penal de Sierra Chica por estos hechos, y ahora la Justicia evalúa interrumpir su prisión perpetua con días de libertad condicional. Su minuciosa biografía, reconstruida por el periodista Rodolfo Palacios, será reeditada con un texto del Indio Solari que dice: “No encuentro manera de que mis emociones abarquen con sensibilidad adecuada hechos fenomenales como los acontecimientos en que Robledo Puch estuvo involucrado”.

El mayor asesino civil de la historia argentina viene a cuento de recientes hechos de violencia de género en que la Justicia manifiesta la misma dificultad que Solari: la de encontrar una sensibilidad adecuada para abordarlos. Se nota observando decisiones que suponen dar Justicia en esos aberrantes episodios.

Hay debates que parecen instalados en la sociedad, como los impulsados por los colectivos feministas y la proclama “Ni una menos”, pero se ven postergados en los ámbitos tribunalicios, encerrados en una mirada legal que es miope si carece de un prisma cultural. La ley y los fallos son letra muerta si no se condicen con el tiempo que “regulan”. Una observación que irrita al Poder Judicial, sobre todo cuando se cuestiona su inimpugnabilidad, la falta de control ajeno y el mínimo costo público que un juez paga al tomar decisiones no sólo influidas por bodoques de normas sino también por sus interpretaciones y subjetividades. Un magma pringoso y oscuro que deposita en una sola persona la definición sobre un hecho que afecta y conmueve a gran parte de la sociedad, ya que los fallos además puede sentar precedentes.

El 1º de abril fue encontrado el cadáver de Micaela García al costado de una ruta en Gualeguay y la autopsia determinó que murió estrangulada. Sebastián Wagner, principal sospechoso, condenado por dos violaciones, gozaba de la libertad condicional que el juez entrerriano Carlos Rossi le había concedido pese a informes que lo desaconsejaban. En simultáneo, rebrotó la campaña viral que pide libertad para “Higui” De Jesús, presa por apuñalar a un hombre para evitar que él y otros nueve la violaran en un pasillo del barrio Mariló, en San Miguel. Son dos derivaciones de un enredo anudado por los mismos dedos: los de jueces que dictaminan alejados a sensibilidades contemporáneas que deberían acatar o al menos atender.

En Argentina hay un femicidio cada 18 horas; nueve a la semana. Por ello la insistencia de que, cuando un hombre agrede a una mujer, además de la configuración penal debe añadirse una perspectiva de género para comprender el delito en su complejidad. Algo en sí complejo en un país donde 7 de cada 10 jueces son varones, y encima los diez son elegidos a dedo o por unos pocos, y en privado.

Aunque es el principio de la democracia moderna y un derecho consagrado en la Constitución, la igualdad ante la ley resulta anacrónica y falaz. Por eso Micaela hoy está muerta, Higui presa y otras tantas expuestas a fallos que dirimen conflictos sociales con mecanismos legales y prejuicios culturales de otro siglo.