En el año 1956, un hombre y una mujer leen versos del poeta nacional Sándor Petöfi, a los pies de una estatua de Stalin derribada en el centro de Budapest. No están solos. Los rodean y abrazan miles de trabajadores, estudiantes e intelectuales que manifiestan por un socialismo democrático, en espejo a las reformas generadas por Gomulka en Polonia. Sobre sus cabezas hay pancartas con la imagen de Lenin y banderas húngaras con el escudo de la “república popular” recortado. Desde el gobierno central, que mantiene línea directa con el Kremlin, acusan a los manifestantes de contrarrevolucionarios y golpistas. Como un dominó caótico, los acontecimientos se aceleran: un grupo de jóvenes toma la radio para difundir sus ideas, son aprisionados, se forman milicias para pedir su liberación, la policía política responde con una matanza a cielo abierto, el fuego crece, tanques soviéticos ingresan a Budapest y, a menos de veintes días de las primeras protestas, 200 mil húngaros huyen de su país.

El nombre del profesor de escuela secundaria, que leía versos de Sándor Petöfi junto a su esposa veinteañera, aparece en la lista de agitadores que quieren enterrar en una prisión. Sin aviso, guiados por un camello centroeuropeo, el joven matrimonio se suma a la caravana de refugiados. A pie cruzan la frontera hacia Austria y siguen camino hasta Neuchâtel, una pequeña ciudad Suiza. En los brazos llevan a su beba de 4 meses y dos bolsas grandes: una con ropa y pañales para su hija, otra con un diccionario escrito en húngaro, un ladrillo de las ruinas de un mundo que pronto sólo será pasado. Lo cuenta la escritora Agota Kristof en los once capítulos breves de La analfabeta: Relato autobiográfico. Consecuente con el estilo despojado y lúcido del resto de su obra, dice: “Dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo”.

Esa es la segunda vez que la vida de Agota Kristof se parte en dos o en tres, o en mil. La primera sucedió a los catorce años. Con su padre, maestro de escuela rural, preso y su madre trabajando en un sótano empaquetando veneno para ratas, la mejor opción para sobrevivir a la miseria y la hambruna de posguerra, era separar a los tres hermanos Kristof en distintos internados del Estado comunista. No eran internados para jovencitas ricas, sino todo lo contrario: “Algo entre un cuartel y un convento, entre un orfelinato y un reformatorio”. En ese exilio infantil, Kristof también lee todo lo que tiene a mano, lo poco que tiene a mano. En particular libros escolares, con héroes de una revolución que la había separado de sus hermanos y por las noche la hacía llorar en silencio en la cama. Sin embargo, por desesperación, por padecer “la enfermedad de la lectura desde los cuatro años”, continúa leyendo, aunque sea en ruso, aunque sea una lengua enemiga.

El enemigo no tiene una sola lengua. Kristof lo descubre de chica y lo seguirá padeciendo de grande: una lengua que va cambiando de uniformes, que la invade, que va matando a su lengua materna. A los nueve años se mudan a una ciudad fronteriza en la que al menos la cuarta parte de la población hablaba la lengua alemana. “Para nosotros, los húngaros”, escribe Kristof, “era una lengua enemiga, ya que nos recordaba a la dominación austríaca, y también era la lengua de los militares extranjeros que en esa época ocupaban nuestro país”. Pedazos de esa lengua enemiga, metabolizada, tuvo que recuperar en Viena, en los centros de refugiados, para pedir comida para su hija mientras esperaba el tren que las dejaría en Suiza, del lado francófono de Los Alpes.

En Suiza, Kristof trabaja como operaria en una fábrica de relojes. El resto de los trabajadores y los patrones son agradables con los refugiados. Les sonríen, les hablan, pero ellos no entienden nada. “Aquí es donde empieza el desierto”, dice. “A la exaltación de los días de la revolución y de la huída le siguen el silencio, el vacío”. Kristof debe aprender otro idioma, otro más. De inmediato entiende algunas palabras, pero no puede leerlas. En sus palabras, se convierte en una analfabeta; justo ella, que supo leer cuando tenía cuatro años, que leyó versos sobre el cuerpo de Stalin, que cruzó fronteras con un diccionario como único equipaje.

Los once textos que se suceden en La analfabeta: Relato autobiogŕafico fueron publicados en una revista en alemán de Zúrich. Kristof los subestima, dice que no tienen ningún valor, que se equivocó al publicar esos textos, que lo hizo “porque necesitaba el dinero”. La insistencia de un editor suizo, que investigó y ordenó los papeles de Kristof arrumbados en el archivo del Estado en Berna, le dieron forma a este libro breve y total. Con una estructura lineal en su concepción pero no en su itinerario, cada capítulo funciona como un escalón, ascendente y descendente, que espeja a la autora con su obra; su infancia húngara con la de los gemelos malditos y desgarrados de la maravillosa trilogía Claus y Lucas, o su adultez de inmigrante con la protagonista de la novela breve Ayer.

Kristof, cuenta en La analfabeta, tardó cinco años en pasar sus primeros textos al francés; poemas que no escribía, que repetía en su cabeza siguiendo el ritmo de las máquinas en la fábrica. Cinco años fue el tiempo que le llevó aprender otra lengua desconocida. Una lengua que ella no había elegido, que le fue impuesta por el destino y las circunstancias. Y que luego toma como propia, para escribir su obra, traducida a más de una docena de idiomas. Ese fue su desafío, su lucha; apropiarse de la lengua que la convirtió en analfabeta y construir con ella, en su literatura, un lugar de pertenencia.