La madrugada del 14 de diciembre, Benito Cerati volvió a su casa mirando el video de algo que había ocurrido recién: el segundo show de Zero Kill del año –desde el Vive Latino en marzo–, la presentación de Lapsus, el cuarto disco, desde Niceto, con apenas público presencial. Lejos de lamentarse por eso, Benito celebra la parte de que el recital quedó grabado para poder verlo para siempre: cree que fue uno de los mejores de su carrera en cuanto a puesta, lista de temas y conexión entre la banda, un complemento ideal entre Alfredo García Tau en guitarra, Clara Rodríguez en bajo, Diego Korenwaser en teclados y saxo, y Pedro Bulgakov en batería. Sin grupo soporte, la noche arrancó solo con los instrumentos, tal como el álbum: un comienzo estremecedor, oscuro y triste, pero también cálido y hermoso, que dura unos dos minutos. Cuenta Benito que Diego, el autor de ese saxo, hacía años no tocaba y no se acordaba nada: “No importa, tocá lo que te salga. Y grabó notas, disonancias que no se me hubieran ocurrido manualmente, que para mí quedaron bárbaro. El disco te promete un ‘acá las cosas no están tan bien’ con ese saxo. Lo afinamos un poco incluso, para que genere esa tensión, ese aahhh”. El ambiente del tema es una superposición de teclas densas, y sobrevuela una voz de mujer hablando francés, hasta llegar una guitarra que recuerda la de Fuerza Natural. Nadie puede escucharlo “limpiamente”, tiene asumido él. Pero enseguida a la guitarra se suma una batería espaciosa que rompe por completo el efecto, y devuelve al mundo propio de Benito, que a los cuatro minutos empieza a cantar en inglés. “You will never be what they want to see”, parece decir: nunca serás lo que quieren ver.

La canción se llama “Aurora” y se canta a sí mismo, dice, y también, que canta en inglés cuando no quiere hacerse entender, aunque el resultado pueda ser el contrario. Guillermo Beresñak fue el primero en notar que sus letras en castellano son crípticas y en inglés más concretas: “¿Qué estás ocultando?”. Estaba comenzando Zero Kill, con Trip Tour (2013), el disco debut de 17 temas que Benito no promocionó demasiado –aunque editó Sony y llegó a la nominación de los Premios Gardel–: “Lo hice porque necesitaba purgar cosas, no quería que lo escuche nadie, no me interesaba que me viera nadie en vivo, solo necesitaba sacarme unos demonios de encima”, dice. Cumplía 20 años –en la portada es como un ángel vestido de Elvis, caído en una fábrica de textiles– y estaba transitando esos años paréntesis –el coma de Gustavo tras el accidente cardiovascular en 2010–, que en televisión definió como “la nada”, un período yermo que detuvo hasta su crecimiento físico (después de septiembre de 2014 le creció vello en el cuerpo, contó). En poco tiempo más arrancarían sus mejores años. Ya había hecho su primera salida personal a la vida cuando, después de un secundario en un colegio Waldorf, llevado y traído en auto –“no me hacían notar que existía la posibilidad de volver en bondi”–, se anotó en Antropología en la UBA.

“Me pasaba horas leyendo sobre civilizaciones antiguas. Me parecía muy misterioso y muy mágico lo pasado; era como una esperanza de que las leyendas fueran ciertas, como estar buscando el cuerpo de Jesús, el Santo Grial”, dice Benito. La cursada en Puan, por el contrario, lo convirtió en el mejor de los ateos, alguien que decide romper sus ideales y empezar a entender cómo se crean los sentidos comunes, las creencias, las celebraciones y denostaciones: que aprende a complejizar lo cotidiano. La música, por ejemplo: él solía ser el snob de lo bueno del que ahora tuitea: “Huid”. “Cuando me explicaron el trasfondo social de la música me hizo un clic total. Me surgió un respeto y una necesidad de saber lo que está pasando en la sociedad que la música expresa. Me di cuenta de que está tan obviamente relacionado. Cualquier género que nace es de protesta. Del blues al reggae, jazz, rock and roll: todo el pop nace del sufrimiento. Y esa mirada me la dio de golpe el estudio”.

Avanzó algunos años, pero siempre sabiendo que su profesión iba a ser la música. Se empezó a grabar con cinco años. Aprendió mirando al padre durante el arco que va de Bocanada (1999) y supera Siempre es hoy (2002), “la parte en la que menos le dieron bola”, años de escucharlo decir: “Cuánto hace que no agarro una guitarra”. “No me enseñó muchas cosas. Sentía que era mejor que me enseñara alguien que supiera enseñar. Y yo no le preguntaba: lo miraba hacer cosas y después abría mi compu y hacía lo mismo, grabar encima de samplers. Hasta el día de hoy compongo de la misma manera”. Pero a la vez que sucedía aquello, Benito también entró en la adolescencia y la comunicación con el padre se puso cortante: “Simplemente quería estar en la mía. Entendía que vivía muy en una burbuja y luchaba contra eso”, dice, y asocia el momento con que Gustavo lo empezara a incentivar para involucrarse en sus sesiones, como modo de acercamiento entre ellos. Así es que existe la frase “poder decir adiós es crecer” de Ahí Vamos (2006), lanzado el día en que Benito cumplió trece años. Fue una buena estrategia, y para Fuerza Natural (2009), donde tiene crédito en cuatro temas, estaban muy cerca otra vez: “Empezamos a mezclar, a hacer temas juntos, hasta que le pasó lo que le pasó. Pero más allá de eso, lo recuerdo como algo lindo”.


En un momento, Benito entendió que no era una cuestión musical su rechazo al reggaetón, “sino que me hacia fingir que era heterosexual”, dice: “Lo relaciono a esos momentos en que sentía que tenía que ir a buscar a una mina”. Sus mejores años, entonces, empezaron cuando “de repente afloró lo otro y me gustó mucho más”. Mientras estudiaba, grabó el segundo disco de Zero Kill, Alien Head (2016), también producido por Tweety González, un álbum con títulos que son casi sinopsis –“Te amamos pero necesitamos un poco de espacio”, “Los orgasmos no van a llegar fácil si seguís haciendo esa danza del vientre”, “El final de una relación normal”–, canciones igual de largas, desestructuradas, lentas y veloces a la vez; un sonido europeo perfecto, equilibradamente ácido y melodioso. En cuanto a imagen, la portada es una foto de una familia grande con una figura blanca de máscara entre ellos; en las fotos de promoción, es él con la máscara. Pero, otra vez, tampoco hubo tanta: “E igual recibí bardo”, dice él, heredero de los fans cerrados de Soda Stéreo, que lo hostigan a diario en las redes. Con este disco, también, nació el primer club de fans de Zero Kill, en Rosario.

Cuando se fue de viaje solo por Europa, Benito descubrió su charme, su verdadera capacidad para relacionarse con las personas, contó para su primera tapa en Rolling Stone hace dos años. Se decidió a vivir de la misma manera en Buenos Aires: mostrarse y abrirse a conocer. No tardó en encontrar los eventos, la compañía, sus causas y alianzas. Tampoco en entender que estaba tomando posición, que no daba lo mismo ser o no ser, decir que no decir: “La mayoría de la gente tiene valores homofóbicos y yo no me di cuenta hasta muy tarde. Salí tipo: ¡uuu, soy gay!, y una vieja me pegó con un paraguas, otra vez me quisieron atropellar, solo por estar de la mano con alguien. Entonces me parece político decir quién soy ahora porque es una visibilidad que se necesita. Me resulta contraproducente ese discurso medio acomodado de ‘la etiqueta ya está’. Decíselo a la trava que mataron ayer. ‘¡Amen a quien quieran!’. Sí, hasta que se te tira un hombre encima. Las etiquetas todavía son importantes, lamentablemente”.

A fines de 2018, llegó Unisex, el álbum que corona esta etapa de euforia: la salida a la luz, no solo por asumir una sexualidad, también por animarse a exponer su personalidad, límites, opiniones, verborragia: “Fue sacarme el bozal y mandar a todos a la mierda”. Ahí está con traje dorado en la portada, la mirada filosa, los brazos detrás de la cabeza en forma de infinito, o haciendo un voguing extremo; un sonido más potente y voluptuoso que implicó muchas horas de estudio, mucho ensayo de la banda, también etapas de experimentación, canciones fuertes, de influencias mezcladas y letras directas: el comienzo “Cuidado con la Cabeza”, la impresionante “I am Still a Man” –“el miedo a ser diferente es miedo a la indiferencia. El miedo a ser diferente te hace actuar con indiferencia”–, “Attention Whore” con Leo García: “Ni el amor incondicional de tus padres te salva de la maldad que hay adentro tuyo”. Durante ese año, todo creció para Benito: fanbase, presencia en medios, escenarios y las redes; de hecho, es más común haberlo leído en Twitter –es un as respondiendo comentarios idiotas o de odio–, antes de haber escuchado Zero Kill: “Mucha gente lo admiró, me empezó a seguir por eso, pero no me hizo bien a la salud mental”. Días antes de salir el disco, tuvo un episodio de convulsiones en plena calle –le diagnosticaron epilepsia en 2016–, que levantaron todos los portales. “Se me acabó la batería”, dice él.

Casi se había preparado para el momento: mientras trabajaba en su disco más extrovertido, ya tenía en mente que se trataba de un proyecto doble, que después vendría su contracara, “la alfombra y lo que hay debajo”. Y a los 25 años, volvió a aflorar su lado oscuro, la pesadilla de la apatía, de la pregunta sin fin. “Me perdí, me congelé en un lapsus que cambiaba de piel. Y en las paredes, resabios de placer atestiguaban la caída del ayer”, dice “La Razón”, el tema de base trip hop y guitarra blusera que sigue al núcleo del nuevo disco, “Noche Oscura del Alma”, un dueto sobrecogedor con Hilda Lizarazu. “La razón por la que sigo en pie, lo único real es el amor”, grita en un canto claro y triunfal, tal como lo sintió finalmente una mañana –“abracé a mi gata, llamé a mi hermana y a mi tía, para decirles gracias, te amo”–; pero no termina la canción ahí, como un mensaje lindo: siguen unas secciones instrumentales grandiosas, una estrofa más que es pura rabia, tensión hasta el final. Benito escribió las nueve letras de Lapsus en una semana, durante la Navidad de 2019, en Santa Fe, la provincia de su actual novio. “Justo que quería hacer el disco gótico y depresivo me puse romántico. Pero me ayudó a canalizar. Lo goth es un romance también”, dice. A la hora de grabar, quería que el proceso fuera el reverso de Unisex: trabajar menos ideas más concentradamente. La pandemia no hizo más que forzar a cumplir los planes: “Me hizo reducir, dejar de meter tanto en tantos lugares”. Trabajó solo con Fernando Cobo de técnico, con las luces apagadas, hablando lo menos posible. Los músicos fueron al estudio sin conocer las canciones: “Les puse record y grabaron arriba de algo que no habían escuchado. Y, surgían cosas, equivocaciones que llevaban a lugares. El error te despierta caminos”, dice Benito.

A otro nivel, resulta su disco más colaborativo: en cinco temas lo acompañan cantantes amigas –Sobrenadar, Marilina Bertoldi, Marina Fages, La Maurette–, sin contar coros de Paula Maffia –profesora de canto– o participaciones de Lucy Patané y Richard Coleman. Lapsus salió en su cumpleaños 27, con una foto de portada cautivante, en blanco y negro: su figura difusa en un bosque de noche, de negro hasta los pies, el cabello oscuro, mira a cámara con las manos en pose como un personaje de naipe. Para la presentación desde Niceto usó una peluca platinada, lacia por abajo de los hombros, peinada en media cola. Una capa enorme, la camisa blanca de los vampiros de Neil Jordan. No tocó ningún instrumento: quería priorizar lo escenográfico. Dice conocerlos a todos pero no ser bueno en ninguno; que le sale mejor bajar ideas a tierra para que ejecuten otros; que no sabe los acordes de sus temas –“me baso en cosas que suenan bien o no”–, y que hasta no sentir piel de gallina no los cierra. También estudia para algún día diseñar su propio videojuego –y el soundtrack–. La etapa que transita ahora es un gris, pero un gris del bueno, el de la vida continúa y no va a ser solo bella ni solo horrible: “Construí tu castillo con esta arena porque no hay otra”.