“No fue ayer, será mañana”, escribí en aquella noche fría del 9 de agosto de 2018, luego del rechazo en el Senado por 38 votos contra 31 al proyecto que tenía media sanción de Diputados, impulsado por la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto. En poco más de dos años ese resultado se dio vuelta. No fue magia. La marea verde en las calles y un Gobierno que escuchó un reclamo, con feministas en puestos clave en el Ejecutivo y en el Congreso, permitieron el combo explosivo.

No sé si me tocará vivir --y ser parte-- de la conquista de un logro colectivo, con el significado y el impacto sobre nuestras vidas y nuestros cuerpos como el que se consiguió con la consagración del derecho al aborto legal, seguro y gratuito en las primeras 14 semanas de gestación. Me cuesta, todavía, asimilar la magnitud del triunfo colectivo.

Si algún legado podré dejarle a mis dos hijxs, tal vez sea este: que las causas justas, con organización y compromiso, a la larga se pueden ganar pero hacen falta argumentos sólidos, poner el cuerpo, militancia, una mirada estratégica y voluntad política.

Para las miles de pibas que hicieron la vigilia en los alrededores del Congreso, como para mis hijxs adolescentes, el proceso que llevó en estos últimos años a la sanción de la ley de Regulación de la Interrupción Voluntaria del Embarazo les deja, seguramente, un aprendizaje cívico enorme: hoy ellas, las pibas --como mis hijxs-- son más poderosas.

Esperé la votación entre la marea verde, sobre la avenida Callao casi esquina Perón, junto a colegas amigas, después de dar una vuelta por el Senado. Preferí la calle antes que la sala de prensa. Quería ver a esa multitud de jóvenes convocadas por la Campaña con sus pañuelos y sus párpados con glitter verde, quería respirar la alegría popular de una noche inolvidable. Mientras, chateaba con mi hijo mayor, Fede, de 19 años, que estaba en la costa, de vacaciones, y me preguntaba cómo venía la sesión, porque no tenía posibilidad de verla.

Llegué a casa cuando estaba amaneciendo. Mi hija, Cami, de 15 años, me esperaba entre dormida. Nos abrazamos, felices. Había seguido la votación frente a la tele, sola: tenía todavía la anotación de cada voto, como una partida de truco, tatuada en la piel. Fue contando en su pierna derecha con palitos dibujados con birome negra, cada uno de los votos afirmativos y negativos: 38 a 29, registró.

Me fui a dormir pensando en la fiesta verde en las calles, la alegría compartida, los abrazos y el llanto emocionado, y esa imagen de una piba de 15 años, que entendió que esta votación histórica tenía que ver con su propio cuerpo, al punto de dejarla inscripta en su piel.