EL CUENTO POR SU AUTOR

Hay una poesía de Seamus Heaney que se llama Follower. La mejor traducción que se me ocurre ahora es El que va detrás. No suena muy bien, es más largo que follower, pero creo que tentativamente da una idea más sentida del poema que el título Seguidor, que es el que surge automáticamente. En Follower, Heaney habla de cuando era chico y seguía a su padre por el campo mientras trabajaba. Lo seguía torpemente, sin perderse detalle, pisándole los talones, con lo enternecedor pero molesto que podía ser eso para el padre. Al final del poema dice que ahora que el padre está viejo la situación se revirtió. Dice: But today/it is my father who keeps stumbling/Behind me, and will not go away. Algo así como: “Pero hoy/mi padre es el que me sigue a los tumbos y no se quiere ir”.

Hace muchos años, Flavia Pittella me habló de Follower. Fue un regalo que me hizo sin darse cuenta, un comentario dicho al pasar mientras hablábamos de libros. Así son los mejores regalos a veces. El que lo recibe no lo pesca del todo en el momento. Por suerte el inconsciente tiene una memoria poderosa. Es muy frustrante no acordarse del título de un libro justo cuando lo necesitamos o que se escape la relación de la cara de alguien con su nombre, pero esos lapsus angustiantes tienen su compensación en este milagro del inconsciente que nunca se olvida de nada y trabaja un archivo inmenso sin pasar factura. Así que unos años después de esa conversación con Flavia escribí este cuento que empieza, como verán, una noche, con una hija ya grande que sigue a su padre viejo por la calle. Cuando lo escribí no estaba pensando en la poesía de Heaney. Y en cuanto a quién es el que se escapa o el que guía en estas escenas en las que alguien sigue a alguien, me doy cuenta de que eso no siempre está tan claro. Pero Follower es lo primero que recuerdo cuando me siento a escribir esta presentación. Y como explicar de dónde salen los cuentos es prácticamente imposible, apelo a esa sinceridad y reemplazo causa por principio. 


LA CORRIENTE

Una noche de frío me cruzo con mi padre por la calle. Me mira de refilón y se escapa. A lo mejor no me vio, con él nunca se sabe. Salgo corriendo para alcanzarlo. Dobla en la esquina y entra en una galería. Me escondo detrás de una columna. Me acuerdo de cuando él me seguía corriendo por algún juego en el jardín de una casa alquilada, o hasta la esquina cuando tenía quince o dieciséis y le decía que iba a un lado pero en realidad iba a otro y me pescaba. Mira la vidriera de una agencia de viajes. Es una agencia de mala muerte, típico negocio del centro, y en especial de esta galería en que trampa y desgracia hacen juego aunque en teoría no peguen, como empanada y tango. Hay un par de anticuarios, hay negocios enigmáticos que venden quenas y cristales. Aunque los relojes están desapareciendo, también hay una relojería. Hace unos años hubo una razia y levantaron un par de cuevas en las oficinas de arriba. Ahora solo atienden por recomendación. En el vidrio hay afiches desteñidos, con los precios tachados en negro.

Mi padre mira el afiche de Mar del Bosque: una foto de colores saturados con la playa, un faro y una gaviota agigantada. Bajo las fotos dice micro-traslados-excursión-alojamiento-pensión completa. Me acerco despacio para no asustarlo, pero algo de ruido hago para no matarlo de un susto. Estiro la mano pero no lo alcanzo. Me acerco más. Se repliega instintivamente. Cuando iba a tocarle el hombro, se da vuelta.

—Mire ese lugar. Cómo no van a tener pensión completa. No hay nada alrededor— me dice.

No sé qué decir. Repito lo que dijo pero en tono de pregunta, como aprendí en el curso de Programación Neurolingüística. Por ejemplo: ¿Pensión completa? O: ¿No hay nada alrededor? Siempre funciona, aunque no entiendo bien cuál es el engranaje que empieza a funcionar. Me invita a tomar algo. Tiene la piel porosa, la cara más grande, arrugada, con la boca lisa y tensa, y boquea. Propone que vayamos a la Queen Bess. Le digo que la Queen Bess está cerrada, sin aclarar desde hace cuánto. A veces trato de ponerme en su lugar y me imagino cómo será esa vida entre lagunas, con ese pulso lento y agitado. El médico nos dijo a la señora Elba y a mí que hay que seguirle la corriente por el bien de todos.

No le impresiona que la Queen Bess esté cerrada. Lo lleva bien, a diferencia de cuando se enteró de que ya no existía la Richmond.

—Hace muchos años ahí estaba la oficina de SAS, las líneas aéreas escandinavas-—me dice–. Tenía una amiga, bueno, más que amiga, que trabajaba ahí.

Es curioso que me defina de esa manera. Miente sin faltar a la verdad. Pero entre recordarle quien soy, o seguirle la corriente, opto por seguirle la corriente. Para mí es como un sonámbulo, no se sabe cómo puede reaccionar si lo despiertan. Pasamos por una disquería. Solamente en este barrio podría haber una. Como con las personas: más discreto parece un barrio, más raro es en el fondo. Un amigo que vive cerca dice que a la noche se oye el golpeteo de un bastón contra las rejas de la iglesia. Del local de discos y tocadiscos sale la voz de Violeta Rivas. Por propiedad transitiva, me habla de Néstor Fabián. De chico Fabián tenía que dormir en la calle y la calle le quedó grabada en la voz. Eso, según él, no lo tiene casi nadie. Él lo oyó, una vez, en una fiesta. Me pregunta si alguna vez lo escuché, siempre tratándome de usted.

Las cosas con él siempre tendieron a sesgarse un poco. Cuando era chica, volvía de nuestras vacaciones con fotos que no coincidían nunca con el recuerdo que mis compañeras tenían del mismo lugar. Yo volvía con un álbum cargado de excursiones a las playas de Chapadmalal y los campings de Camet. Mis amigas traían fotos de Playa Grande pero siempre me quedaba la sensación de que Chapadmalal era un lugar secreto, para iniciados. Y cuando ellas hablaban del faro y el Golf yo me quedaba callada. Lo único que tenía para ofrecer a cambio era demasiado grande: el recuerdo del pez espada colgado de la pared en la hostería del bosque. Cuando mi viejo era joven salía a nadar todas las mañanas con los amigos en el mar. Era la época en que nadie se metía tan hondo porque un tiburón le había mordido el hombro a un tal Amadeo y la foto del tipo con una mancha en la clavícula había salido en el diario. El mar de mis amigas era azul, el nuestro era gris y picado, con olor a mariscos y barcos de carga.

Está bien afeitado pero los pantalones le brillan de tanto uso y plancha. En vez de cinturón, se puso el lazo de la bata. Empiezo a tomar nota mental para reclamar a la señora Elba. Hay cosas que a ella no se le pueden reclamar, como el gabán gastado, ni las pantuflas con las que anda por la calle como por su casa. A lo mejor no quiso escaparse, pienso: abrió la puerta de calle convencido de que pasaba de un cuarto al living mientras la señora Elba cabeceaba frente a la televisión. De a poco se va mezclando con sus cosas, como se mezcla todo. Sus cosas se fueron venciendo un poco, se van torciendo igual que él, los sillones toman su forma como estuches. Lo mismo pasa con el colchón. Y en el armario parece que en vez de ropa cuelgan un par de ahorcados. El departamento también envejece y en el proceso se borronean las fronteras. La calle, la casa, el living y la avenida, el agua fría y la caliente, la llave del gas para un lado y para el otro.

Me agarra del brazo para cruzar la calle con un gesto que puede ser de protector o de galán. Nos quedamos mirando la plaza. Es tan grande esta plaza. Me habla del muerto que encontró una vez en esta plaza cuando apenas tenía veintiún años y era colimba. Le había tocado en la policía. Estaba de franco con un compañero. El hombre tenía una birome enganchada en el bolsillo de la camisa a cuadros. Se habría muerto de un infarto porque tenía la boca abierta, y las manos crispadas como si se agarrara de algo. Le dio mucha impresión que alguien pudiera morirse así, de pronto y solo en medio de una plaza. Estaba tan asustado que siendo policía corrió hasta la garita a llamar a un policía. Escuché esa historia tantas veces que me hice adicta. Quiero oírla con los detalles consabidos, sobre todo ahora que estamos en el lugar. Aunque no me reconoce, de esa historia no se olvida. Dicen que las historias y las mentiras siempre son lo que se recuerda mejor por lo tejidas que están con nuestra propia mente, con señas para no perderse.

—¿Y usted dónde vive?— le pregunto. De pronto esa historia vieja me asusta. Quiero saber qué haría si alguien se lo encuentra girando solo de noche.

—¿Y dónde voy a vivir?— me contesta—. En casa.

Lo saludan las chicas de la Orléans. La Orléans también está cerrada pero ellas siguen trabajando en la zona. Esta ciudad es así: hay mozos que son instituciones aunque los restaurantes donde trabajaron hayan cerrado hace años. Los mozos del Pedemonte, los mozos del London Grill, los mozos del Tropezón, de Clark’s, del Claridge. Es decir eso y verles la cara. Con las chicas es lo mismo. Una le grita a un tipo sentado, con la cabeza gacha, dentro de un auto. Cuando nos ve, se acerca para saludar. Le pregunta a mi viejo por Elba. Se pone incómodo, no sé si por Elba o por mí, y si ese fuera el caso, si sería por mí en mi calidad de conocida o desconocida. Con él todo puede ser. Saluda en general. Les dice buenas noches, señoritas. Cruzamos al bar a tomar una cerveza. Nos atiende un mozo jorobado, que el destino castiga con un uniforme a rayas.

—Le veo cara conocida— me dice.

Somos tan parecidos que si el mozo prestara atención se daría cuenta de que es mi padre pero el buen hombre cree que quiero aprovecharme de un señor mayor, al que, como se decía antes, cuando la Queen Bess estaba abierta, se le escaparon los venados. No es un buen momento para pedirle a mi padre que me reconozca. El mozo entendería otra cosa si me oyera diciéndole papá. Pero al mozo tampoco voy a aclararle nada porque el que se excusa se acusa, como leí en las máximas de La Rochefoucauld. Mi padre disfruta la cerveza y la conversación. Pedimos la cuenta con una seña. Busca en los bolsillos para pagar.

—Yo tenía plata— dice.

Hubo un momento en que mi padre tuvo mucha plata, es cierto. Al mozo le sorprende que yo pague. Caminamos por Córdoba unas cuadras. Me dice:

—Yo siempre viví acá. Soy de Córdoba. No provincia de Córdoba, sino Córdoba, avenida.

Se siente como un lujo cruzar esta calle de noche cuando no hay nadie y solamente se escucha el viento. La puerta de su edificio me impresiona como la primera vez que lo vi. Oficinas de día, fantasmas de noche. Antes no encontraba la plata, y ahora se da cuenta de que salió sin las llaves. Sería raro que las tuviera, ya que hace tiempo que Elba se las esconde por indicación del médico. Le mando un mensaje a la señora Elba por el celular para que baje.

Le arreglo el cuello de la camisa. Su boca larga un aliento árido, de alma curtida. Cierra los ojos cuando me aprieta los brazos para darme un beso. La luz del hall se prende y aparecen la señora Elba y el perrito lanudo que se trajo de una de sus excursiones nocturnas. Le empieza a dar explicaciones a Elba, tratando de justificar mi presencia como si lo hubiera pescado en un renuncio. La señora Elba le sigue el juego. A veces creo que entre ellos no hay nada. Y a veces también pienso que más allá de que no haya nada, es como si hubiera algo. El perro corre hasta nosotros y hace fiestas como si nos conociera de toda la vida y volviéramos no sé de dónde, después de mucho tiempo.