Ondear al viento

Quince años atrás, el vexilólogo Ted Kaye publicó Good Flag, Bad Flag, donde resumía los pilares para un buen diseño de bandera. Entre sus máximas destacaba que sea simple, lleve símbolos significativos, no se use más de dos o tres colores básicos. Una pena que, poco después de la Segunda Guerra Mundial, no contasen con tan útil guía las muchas personas que quisieron aportar su granito de arena democrática. Sucede que, entre 1949 y 1955, el recién estrenado Consejo de Europa buscaba una bandera que no solo representase al continente unido sino también la esperanza de un futuro mejor. La tarea, empero, se reveló complicada porque, hasta decantarse por las perdurables doce estrellas doradas dispuestas en círculo sobre fondo azul atribuida a Arsène Heitz, les llovieron demasiadas propuestas… que ni siquiera habían pedido. Aunque no hubo convocatoria abierta ni mucho menos, gente de distintas latitudes se enteraba por la radio o los diarios que aún no habían seleccionado un diseño, entonces enviaban alternativas artesanales para la bandera en ciernes. Propuestas optimistas que acabaron archivadas hasta recientemente, desempolvadas por el investigador y diseñador alemán Jonas von Lenthe para un libro que acaba de editarse en el Viejo Continente: Rejected. Más de 150 banderas antaño descartadas recuperó el muchacho germano que, nomás verlas, se entusiasmó tantísimo: “Dicen mucho sobre el inicio de unificación, pero a un nivel gráfico y sumamente accesible”. Encontró que, en bastantes de casos, había referencias a la cruz suiza, “como si el país sirviera de modelo debido a su pacifismo multilingüista”. También se topó con representaciones abstractas, “versiones que intentar situar a Europa territorialmente”, presentaciones alrededor de la letra “E”, “motivos de tigres, hojas de trébol, manos que se sostienen”, ¡cantidad de soles! “Lo que se deja entrever es que era, para todos, un proyecto de paz continental y una manera de establecer una frontera con el resto del mundo”, destaca el joven, que no solo adjunta los diseños caseros, pintados a mano, sino también las cartas de los amateurs que explicaban las razones detrás de lo que habían pergeñado.

¿Ahora me lo venís a decir?

Cuando en 2005 murió James Doohan, trekkies esparcidos por todo el mundo lamentaron profundamente la pérdida: el actor canadiense, después de todo, había dado vida al entrañable Scotty, ingeniero de la nave Enterprise, gruñón de buen corazón, coleccionista de bebidas de la vasta, vasta galaxia. Sus familiares, empero, no solo lamentaron el fallecimiento de quien –en ficción– teletransportase sin falta a toda la tripulación capítulo tras capítulo: muy a su pesar, sintieron en el alma no poder cumplir el deseo final del artista. Y es que, durante su último tramo, Doohan les había expresado que quería que sus cenizas acabasen en la Estación Espacial Internacional (ISS por sus iniciales en inglés), algo que intentaron concretar con ahínco, elevando el pedido a la NASA. Vano el esfuerzo, no hubo caso: la agencia espacial descartó la solicitud, frustrando el viaje –posmortem– a las estrellas. Al menos, oficialmente, porque se ha sabido las pasadas semanas que los restos de James Doohan ¡llevan doce años en la ISS!, ¡y sin que la NASA lo supiese! Así lo reveló Richard Garriott, empresario y desarrollador de videojuegos que fuera contactado en 2008 por Chris, hijo de James Doohan. Garriott se preparaba para convertirse en uno de los primeros turistas espaciales que visitaría la ISS y, a sabiendas del viaje, Chris le encomendó la misión clandestina de llevar a su papá al espacio. Obvio es decirlo: de contrabando. El temerario Richard accedió, escondiendo una pequeña porción de las cenizas en tarjetas laminadas con la carita del actor: una la lanzó desde una esclusa, quemándose en la atmósfera; otra la escondió bajo el piso del módulo Columbus mientras estaba a bordo. “Su familia estaba chocha, aunque lamentaban que no pudiéramos contar públicamente la hazaña. Pero ahora ha trascurrido suficiente tiempo para reverlo”, ofreció el pícaro empresario.

Ay, ay, ay, moreno mío

Se han alineado Los Planetas, la banda indie rock española, para mojarle la oreja –de Mickey Mouse, de atenernos a la portada de su flamante single– al descentrado Miguel Bosé. En "El negacionista", tema con el que el grupo del granadino Jota ha recibido el nuevo año, hay sonada pullita contra el otrora amante bandido, de 64 años, por el jaleo que armó estos últimos meses pandémicos con sus disparatados dichos. Que el virus era obra de una élite comandada por Bill Gates para instaurar “un nuevo orden mundial”; que con la excusa de la vacuna, implantarían a la humanidad “microchips o nanobots con el solo fin de controlarla”, aseguró. “Una vez que activen la red 5G, clave en esta operación de dominio global, seremos borregos a su merced y necesidades”, tuitéo el hombre antimascarilla y antivacuna, acusando al gobierno español de ser “cómplice de este plan macabro y supremacista”. Y todo esto tras fallecer su madre, Lucía Bosé… de coronavirus. Voy a convertirme en negacionista, en un seguidor de Miguel Bosé/ no voy a ser ningún colaboracionista del régimen que tiene que caer, propone el mordaz Jota en el track, y ahondando la tesitura sardónica, apunta contra el 5G, el 4G, el 3G… Por cierto, “la canción arranca con una distorsión guitarrera noventera para dar paso a un tema pop que se aleja de la densidad sonora que practica el grupo en los últimos tiempos. No hay rastro de flamenco ni de psicodelia: son 3,40 minutos de indie pop saltarín”, detalla el rotativo El País, que ubica a "El negacionista" en la línea sonora del disco Pop, de 1996. Por lo demás, en el statement que acompañó el lanzamiento del tema el 1 de enero, asegura la banda que se trata de “música popular contra la propaganda, la incompetencia, el conformismo y la pereza, para decir no. Al estúpido, no. Al malvado, no. Al Estado, no. A las corporaciones, no. A la incertidumbre, no. A la desinformación, no. Al ventajista, no. A la angustia, no. A la disidencia programada, no”. Al humor irónico, claramente sí.

Alice y Leopold, un solo corazón

De explorar “los orígenes, las adaptaciones y las múltiples reinvenciones artísticas de Alicia en el País de las Maravillas estos últimos 157 años, desde el manuscrito original hasta convertirse en fenómeno mundial”, se encargará Alice: Curiouser and Curiouser, muestra anunciada con toda la pompa para el venidero marzo en el V&M Museum de Londres. Que prometa ilustraciones originales de John Tenniel, pinturas alusivas de Dorothea Tanning y Salvador Dalí, ropita de Vivienne Westwood y Viktor&Rolf que homenajea al clásico infantil, debería hacer las delicias de los aficionados, pero no es lo que tiene presa de intriga a la prensa brit, pronta a suscribir a elucubraciones dignas de culebrón. Más rosa que una rosa, lo que ya anuncia con pitos y flautas el periodismo inglés es que una carta inédita verá la luz museística por primera vez: una epístola que, a su entender, da pistas sobre la intrigante relación entre el hijo de la reina Victoria, el príncipe Leopold, y Alice Liddell, la mujer que –siendo niñita– inspiró la Alicia de un obsesionado Lewis Caroll. Se sabe que el príncipe conoció a Alice, que era un año mayor, cuando tenía poco más de 20 y era un estudiante de Christ Church, donde el papá de Liddell era decano. Se presume que la esbelta damisela habría flechado al muchacho, pero nunca ha habido pruebas del supuesto romance. En 1880, Alice se casó con Reginald Hargreaves, un jugador de cricket; dos años más tarde Leopoldo contrajo nupcias con una aristócrata alemán. Sin embargo, se mantuvieron lo suficientemente cercanos como para que ella le pidiera que fuera padrino de uno de sus hijos, y él aceptara. La carta que se expondrá por primera vez, de hecho, es la respuesta de Leopold a la mentada solicitud. “Será un placer para mí ser el padrino. Por favor, hazme saber cuál será su nombre y cuándo se celebrará la ceremonia, aunque temo que no podré estar presente”, fueron las palabras que escribió el príncipe. “El príncipe dice que le será imposible asistir al bautismo de su propio ahijado ¡aún desconociendo la fecha!”, señala un desconfiado Jake Fior, coleccionista y dueño de la epístola: “La razón más probable es que su esposa estuviera celosa y no quisiera despertar habladurías”. Robert Douglas-Fairhurst, autor de The Story of Alice, por su parte, presume que la reina Victoria habría metido la cuchara: “Era una snob, preocupada porque su hijo estuviera adecuadamente rodeado. Que viajase para ver a un viejo amor, seguro desagradaría a la soberana. Mi conjetura es que fue ella quien lo mantuvo a raya”. La curadora de la muestra, Kate Bailey, se muestra contenta de contar con la misiva, por razones más moderadas: “Es fascinante porque revela cómo Alice se mezclaba en los círculos reales y arroja luz sobre su vida en la sociedad victoriana, fuera de las psicodélicas aventuras de ficción”. Si estaba o no enamorada de Leopold, “no lo sabremos nunca, pero la nota aumenta la curiosidad”. Salta a la vista…