EL CUENTO POR SU AUTOR

Este relato lo escribí movido por varias cuestiones. La primera, es el hecho de que acabamos de comenzar un año que es un aniversario redondo: se cumplirán, en este 2021, 700 años de la muerte de Dante. La otra cuestión es menos pomposa y más entusiasta: la lectura del libro de un gran escritor contemporáneo, también, un amigo, Michel Nieva, quien en su último trabajo (de carácter ensayístico), Tecnología y barbarie, repasa algunas cuestiones acerca del estado del arte en una era atravesada por problemas “bio”: desde la biopolítica a los virus. Finalmente, la imagen de alguien trabajando en el medio del desierto, como un playero, puso el elemento final. Sumado a que Borges, el infaltable, tiene un texto en El hacedor tenuemente aludido aquí que recupera, de manera metafísica, un problema de teología y genética.

Al principio, me pareció que ese narrador muy en la onda de los narradores de Jorge Asís, esto es, alguien que se burla de los personajes del relato, me resultaba exagerado y poco prometedor. Pero, a fin de cuentas, sigue interesándome recuperar un poco esa línea en lugar de apostar por los narradores parcos. Digo, no un narrador que opine de una, pero sí que deje (a veces, de manera muy misteriosa) algún que otro parecer sobre lo que está pasando.

Este cuento no quiere ser fruto de las cosas que pasaron en 2020. Aunque todo es fruto de las cosas que pasan en el único mundo posible, este. ¿O acaso conocen otro?  


PARXXXI108

Consciente de que la historia la escriben, no los ganadores, sino los que saben aprovechar las ventajas comparativas de un momento frente al otro, la de Carmelo Balardies presenta los ribetes necesarios como para ser considerada menos fantástica que apenas interesante y sujeta a lo azaroso. La vida de un hombre no se resume en una única escena, mal que le pese a los escritores afectos al destino, así que no podríamos sintetizar todo lo que representó ese artista impar de nombre Balardies en su (fracasada) obra final, PARXXXI108. Nos conviene, sin necesariamente ser abusivos, considerar otros momentos de su vida para engrosar el misterio. Porque, resolverlo… ¿para qué?

Balardies provino de una familia singular: creció sólo con su madre hasta los 14 años, edad en la cual pasó a formar parte de la lista de lastimosos alumnos de un colegio pupilo cuyo nombre estamos vedados de repetir. Entre golpes y tardes pasadas bajo el más determinante dolor juvenil, se enteró temprano que su existencia no estaba dedicada a los avances deportivos. No por falta de habilidad: algo tenía en sus rápidos movimientos que podría haber sido utilizado para el fútbol, las carreras del más diverso tipo o el atraco callejero. Su huida de los deportes se debió al hecho de que nunca supo cómo enfrentarse a los violentos. Esto es, al conjunto de seres que imponen con su voz y sus puños una voluntad tosca, aburrida, cerrada. Carmelo era proclive al diálogo y a la duda, jactancia de los débiles, para reformular un dicho del lugar en donde creció Carmelo que se impuso indudablemente. No sólo no podía pelear, sino que tampoco podía convencer a los dueños de la fuerza de sentarse a charlar y resolver sus diferencias. Comprendió que le faltaba humildad para convertirse en el lacayo de algún poderoso: él quería ser el poderoso, él quería el crédito, y en el mundo físico no podía obtenerlo. Se dedicó, como muchos de su talante, a las artes del espíritu. Pero tuvo que esperar a abandonar un colegio que se distinguía de la formación militar por tener un director en lugar de un comandante para poder abocarse a lo que su propio corazón, mejor, su propia vanidad, le dictaba.

Terminada la formación cristiana y, por ende, obligatoria, eligió no volver al hogar, olvidarse de su pasado, como toda persona que intenta ser feliz hace, y se entregó a la aventura de buscarse un trabajo miserable y que cualquiera, sin ningún tipo de instrucción, pudiera llegar a ser. Pero ni aún en ocupaciones de esa estirpe lo contrataron. Así que, por arreglos de un amigo escolar, ingresó como playero en una estación de servicio en el medio de la ruta.

El calor sofocante de un clima desértico y la ausencia total de clientes le daban mucho tiempo para charlar con su otrora compañero y, en ese momento, responsable de los magros ingresos que le permitían alquilarse una piecita en el pueblo más cercano a la estación, a unos 30 kilómetros de distancia. Primero, recorrían la obligada lista de temas comunes, día a día: el estado de un clima inmutable, lo que iban a comer para el almuerzo, las posibilidades de que caigan clientes, lo que iban a comer a la merienda, el nombre específico de constelaciones que ninguno de los dos conocía bien, lo que iban a comer a la cena y lo que pensaban que irían a comer al día siguiente, antes de cerrar los ojos. En esos tiempos sin dios (como todos), logró tomar forma una moda impensable: la música, que antes servía de mero entretenimiento para poder pasar las tardes e intentar incomodar los labios de alguna jovencita o jovencito, tan torpe en las artes amatorias como cualquier otro, ahora se había convertido en una especie de intento de documentación de lo real. Una forma no tan velada de propaganda que se declaraba a favor de valores tan abstractos que nadie podía estar en desacuerdo: la paz, la posibilidad de un mundo mejor, el fin del hambre. La música en cuestión ya tenía a varios representantes en su haber, y le había resultado imposible a los dueños de las empresas de telecomunicaciones no transmitir esas canciones pueriles destinadas a convertirse en futuras obras de arte pop galardonadas en los espacios más conservadores en apenas algunas décadas. Carmelo y su compañero playero no podían dejar de escuchar esos temas comprometidos sonando todo el día en la radio, apenas la prendían a la mañana, luego del segundo desayuno, y antes de cerrar un espacio abierto (que sólo consistía en echar llave a la única oficina de toda la estación). “¿Qué es esto?”, dijo Lucca, amigo de aventuras en la escuela, compañero de desgracias en las prácticas deportivas y seudo-jefe de una persona que era más grande que él por pocos meses. “No sé, pero suena bien”, dijo Carmelo como respuesta al único juicio estético que había salido alguna vez de la boca de su amigo, esto es, una pregunta. No una certeza. No una valoración hecha y derecha. Sino una pregunta. Carmelo se quedó pensando en eso luego de la cena y antes de soñar con comidas mejores. Porque, claro, al menos por el estómago, había aprendido la regla de oro del sistema de organización económica de ese mundo en el que ambos vivían: “más” nunca significaba “mejor”.

Al otro día, abriendo la actividad en la estación, Carmelo le entregó a Lucca el gorro de trabajo y parte del uniforme (se quedó con los pantalones: no tenía otro par) y le dijo “renuncio”. No se quedó a mirar la cara de Lucca, tan absorta como la que había puesto luego de elevar su apreciación acerca de lo que la radio lograba captar en ese desierto. Carmelo caminó en dirección contraria el pueblo, a la habitación en donde vivía, al lugar en donde tenía las pocas cosas que sentía que eran su pertenencia, y enamorado de las propuestas musicales apenas oídas, decidió transformarse en otra cosa, yendo a un lado que desconocía, la Gran Ciudad.

La Gran Ciudad supo recibir al Carmelo esperanzado con todo su arsenal de rechazo y glamour. El suficiente para cautivar a un tipo que apenas había visto colores extraños en algún desesperado amanecer en la ruta, o en un crepúsculo, corriendo en círculos en el patio del colegio pupilo, o en las paredes mal pintadas del pequeño departamento donde creció con su madre. Las luces de la Gran Ciudad le resultaban millones de estrellas cómplices que le guiñaban un ojo para indicarle cuál era el camino a tomar: “es por aquí”, sentía que le decía cada calle iridiscente, cada cartel, cada bar abierto con gente en la puerta invitando a los desprevenidos a entrar. Era el momento de la vanguardia acomodada, que podía creerse de avanzada en un sector de tres cuadras por dos en la Gran Ciudad, mientras el resto del Universo se debatía entre los temas que luego servirían de inspiración a sus reflexivas canciones o preguntarse qué significaban esos acordes, esos versos, esas menciones esquivas o misteriosas de tan literales. Carmelo empezó a frecuentar esos espacios, invitándose a dormir en los sillones de los más acomodados entre los acomodados, que incluso le daban algo para comer. Algunos tan aventureros como él decían que sobrevivían prostituyéndose o robando, pero Carmelo los conocía, porque paraban en las mismas casas en donde él lo hacía: aquellos que lanzaban las ocupaciones más atrevidas eran dóciles niños que agradecían por un lugar para dormir y un plato de comida, mientras charlaban de manera elevada de obras artísticas de la más diversa especie. Obras que a Carmelo le resultaban interesantísimas por desconocerlas completamente. Así, la formación de Balardies comenzó a completar con una biblioteca librepensadora todos esos datos rígidos que había obtenido de la religión, los manuales y la vida.

Su interés por la música empezó a mermar una vez que logró tener un “sillón fijo” en la casa del artista plástico Rubem De Couro, un bon vivant lleno de dinero y con una colección admirable de obras de artistas plásticos contemporáneos. En su departamento, a escasas cuadras del lugar donde todo pasaba en la Gran Ciudad, podían encontrarse piezas exquisitas con un valor imposible de imaginar para Carmelo. “El dinero no importa”, decía De Couro, “nunca importa”. Y agregaba: “el dinero es el mercado tratando de entender, de atrapar, la creatividad plasmada en cada lienzo, en cada performance”. Todo el mundo sospechaba que De Couro se rodeaba de jóvenes, artistas o no, para sentirse en su propio harén estético. Esos jóvenes hacían, en su enorme departamento, lo mismo que los cuadros: desfilaban ante sus ojos. De Couro era prácticamente un asceta: célibe, abstemio, vivía para respirar, para chupar la energía de los objetos que escuchaba y, sobre todo, veía. A Carmelo no le molestó ser mirado: comprendió que había algo que se podía aprender de la actitud de De Couro. Así fue que comenzó a analizar, con las pocas herramientas a su disposición, la actitud contemplativa de su mentor. Fue profundizando la práctica a medida que leía los libros de De Couro, a medida que se ponía en sintonía con las novedades de ese mundo que siempre le pareció tan distante y ajeno: el mundo del arte.

Con el paso de los años, se cansó de frecuentar espacios artísticos llenos de gente pretensiosa y competitiva que disfrazaba con empatía la misma rabia criminal que movía al mundo. Prefirió guardarse con De Couro. Su único contacto con el exterior fue el que, lentamente, empezó a devolverle primero la radio, luego, la televisión. Pero, por sobre todo, el arte. Diversos cuadros de nóveles artistas plásticos comenzaron a llegar y a rotar por las paredes del departamento, ahora, cerrado sólo para De Couro y Balardies. Ambos podían entender, más o menos, lo que sucedía en el exterior a partir de los más diversos temas que esos cuadros expresaban. La realidad entraba a través de la forma de los pincelazos, o de los complejos collages que incluían fragmentos del mundo de afuera, cada vez más desarmado, o de las fotografías que capturaban las acciones más inútiles y que llegaban al departamento como las muestras de lo último en estética. Balardies, ya más grande y con parte de su inocencia perdida, consideraba a esas obras intentos inútiles por proponer lo que realmente debería ser, según su perspectiva, el fin último del arte: no la búsqueda de temas en la realidad, sino la creación de esos mismos temas ex nihilo. Esto es, no copiar al mundo, sino inventar un mundo sobre el mundo, confundir el mundo creado artísticamente con el mundo “natural”.

Carmelo no era el único que, en un tiempo histórico que sentía que había visto todo, empezó a pensar en estas cuestiones. Las primeras muestras le llegaron precisamente como eso: muestras. En este caso, bacterias. Daniél Rodríguez Espacio, de pintoresco nombre, les había llevado al coqueto departamento que compartía Balardies con De Couro lo que consideraba la primera obra de GenoArte en el mundo. A través de un complejo proceso científico, explicado en una ficha que ni Rubem ni Carmelo pudieron descifrar, Rodríguez Espacio había logrado insertar un código genético artificial dentro de la bacteria responsable de la tuberculosis, enfermedad que en la mentada ficha era considerada “el único legado tangible del aburrido siglo XIX”. El Mycobacterium Tuberculosis modificado por el supuesto “artista”, devenido ahora científico, consistía en un verso que R.E. (así firmaba) había tomado de un poeta mediocre que supo tener cierta trascendencia en la misma época en la que Carmelo había llegado a la Gran Ciudad, Emanuel Bellaco, un manco que completaba recitando a los gritos la poca originalidad de sus textos. El verso, repleto de lugares comunes, rezaba: “las frases del mar las reedita el viento”. En el fondo, Balardies logró comprender, luego de casi dos décadas de compartir la casa con un De Couro cada vez más amigo de la parca, que en ese verso estaba puesto en evidencia todo el proyecto estético de R.E.: no buscar la originalidad, sino la capacidad infinita de replicación que los seres más pequeños ofrecen en el orbe. Balardies recordó la espectacularidad del desierto que rodeaba a la estación de servicio: cada grano de arena era indistinguible del anterior, y cada uno repetido millones y millones de veces conformaban ese paisaje absorbente, único. El arte podía aspirar a lo mismo: abandonar el problema de la creación y convertirse en sinónimo de repetición irracional. R.E. realmente había descubierto algo imposible. Cuando se lo comentó al agonizante De Couro, no comprendió si su falta de entusiasmo era parte de su usual pose distante, de su estado de salud o de una auténtica falta de interés en el trabajo de R.E. Pero poco le importó: tomó algunas cosas al instante, algo de dinero (bastante más del que podríamos imaginarnos que puede llevarse en una pequeña mochila roja) y dejó a Rubem De Couro a solas con la muerte. Era necesario volver a cambiar.

Ya maduro, Carmelo Balardies comenzó a estudiar con R.E. el extraño cruce de la cada vez más imponente ingeniería genética con el arte. R.E. comenzó a enseñarle los elementos básicos de ese complejo saber en su laboratorio, advirtiendo que, por más que la búsqueda de Balardies sea por demás específica, llevaría varios años dominar mínimamente las máquinas a su alrededor para poder llevar a cabo una obra de GenoArte. Carmelo tomó eso como un desafío, y se aplicó de manera contundente a desarmar los misterios que se escondían detrás del mundo creado. Pasó de los saberes mínimos a considerar complejas cadenas de ARN y ADN, a manipular, primero, animales de laboratorio (ratas, conejos), luego, bacterias; finalmente, diversas cepas de virus. Sin embargo, con el paso de los años, Balardies sintió que R.E. había retrocedido en su ambición: en lugar de seguir el camino microscópico, había llegado a considerar que aquello que no podía verse no constituía una obra. Para todo, tenía que haber un público no especializado que pudiera disfrutarlo. Así que eligió clonar perros y otras bestias amables (o no tanto) y realizar pequeñas modificaciones que constituían las mieles de los defensores de la ecología y los dueños de las galerías de arte de mayor renombre. La pregunta, como la de Lucca en la estación, era la misma, con un agregado. Se pasaba del “¿qué es esto?” al más ético “¿cómo pudo hacer esto?”, que escondía también las intenciones de la réplica de su magna labor, la copia en un sentido artístico, el plagio. Cosa que, lentamente, empezó a molestarle a R.E.: sentía que su obra, que manejaba la repetición, era única. Por eso, comenzó a depositar sus iniciales en cada pieza, desde las bacterias modificadas hasta los perros con colas con formas de flores o con alas y graznidos semejantes a los de los loros.

Balardies entendió que pesaban sobre sus hombros el avanzar de manera aún más contundente en el desarrollo genoartístico. Rompió con R.E. y fundó su propio laboratorio con el dinero que le había quedado de De Couro (¿cuánto era ese dinero mágico, a fin de cuentas?). Allí, sin ningún asistente, se volcó a trabajar en un proyecto que llamó PARXXXI108, precisamente, porque retomaba unos versos de la Divina Comedia que Balardies consideraba excelentes para la ocasión: “ma dice nel pensier, fin che si mostra: / 'Segnor mio Iesù Cristo, Dio verace, / or fu sì fatta la sembianza vostra?'”. Para el poco italiano que Carmelo manejaba, pese a su nombre, Dante había querido proponer allí un problema de repetición entre Dios Padre y Dios Hijo, que también incumbía el problema científico de que, quizás, alguna de las cadenas de ADN de Cristo, Dios hecho hombre, podrían repetirse en cualquier otro humano en la historia. Así, en algún momento, alguien tuvo los ojos del redentor, o la boca, o el olor, o las mismas encías. Carmelo pensó que el micro-ser en donde depositar este texto tan divino como profano era, sin lugar a dudas, algún virus. En principio, relativamente controlado, como el del sarampión, aunque era consciente de que cualquier modificación en la estructura de un virus implicaba también una serie de mutaciones que él ya no podía controlar, ya que el afán repetitivo de los virus desbordaría cualquier tipo de “dique” artificial creado para controlar la peligrosidad de la pequeña bestia artística liberada. Sin embargo, valía la pena el esfuerzo: ¿y si toda la humanidad podía, por fin, contagiarse del arte? ¿Y si con eso el arte, en lugar de “buscar” temas, se olvidaba del problema de la representación y sólo se concentraba en las aventuras de la desbocada repetición sin contenido, salvo, quizás, el de la misma repetición (de Dante, del microbio, de los granos del desierto que habían inspirado a Carmelo)?

Los años pasaron, Carmelo envejeció. Si bien tuvo avances significativos, su obra sólo vivía como proyecto en sus diarios personales y en los registros del laboratorio. Nadie sabía lo que estaba llevando adelante salvo él. Puso una fecha de terminación, con el fin de obligarse a llegar y a no morir en el intento: algún año del joven siglo XXI. Una situación, a medio camino entre problemática y anecdótica, se sumó a su desarrollo artístico-científico: en un lugar ignorado de un lejano continente, millones de personas se vieron obligadas a regresar a los años de la peste y ponerse en cuarentena debido a una enfermedad disparada por un perro, considerado el “paciente 0”. “El mejor amigo del hombre se rebela”, titulaban malamente las noticias. El perro, sacrificado y analizado con las máximas precauciones, había desarrollado en su interior, fruto de una alimentación tan pobre como la del resto de la humanidad, un virus extremadamente contagioso que afectaba todos los sentidos, con excepción del de la vista. Se perdía el gusto, el olfato, el tacto y el oído, y la víctima, sometida a estados de fiebre asesinos, pasaba a convertirse en una “máquina de mirar”. El espectador ideal, bien podría decirse. Los científicos habían bautizado al virus “R.E.”, debido a su particular forma, captada por complejos microscopios que permitían ver objetos de 50 nanómetros bajo luz natural. Carmelo se quedó sorprendido por la noticia. Pensó hasta qué punto él había sido copiado por su maestro, quien ahora había tomado la senda que parecía haber abandonado. La misma senda que Carmelo sentía que era suya. Pese a que él se había adelantado, ahora no había ningún tipo de incentivo para lograr esa obra monumental que tenía pensada. Defraudado consigo mismo, y sin entender hasta qué punto lo que había pasado con ese perro era una casualidad o fruto del trabajo de su otrora mentor y ahora contrincante, Carmelo activó los equipos para liberar, al exterior del laboratorio, los virus no del todo desarrollados con el verso dantesco. Decidió, con ese acto, dejar librado al azar y al futuro el destino de un trabajo que sentía, ahora, fracasado.

Nuevamente, dejaba todo. Como la vida está hecha de círculos más o menos conscientes, consideró que era momento de hacer eso que debería haber hecho cuando terminó la escuela. Esto es, encontrarse con su madre en ese pequeño departamento que, especulaba, seguía existiendo. Tocó el último botón para activar un mecanismo que habría de funcionar más allá de cualquier voluntad, apagó la luz, cerró con sencillez el laboratorio, como cerraba la oficina de la estación de servicio y, sin nada en la misma pequeña mochila roja, partió. En la búsqueda de su progenitora (¿la matriz?), esperaba encontrarse con lo que todo el mundo espera encontrarse cuando regresa a su hogar luego de mucho tiempo, la auténtica obra final: una tumba.