Hernández, Piazzolla y Maradona. Tres argentinos que buscando perfeccionar sus expresiones artísticas y sus profesiones, terminaron llevándolas al límite infranqueable para el resto, cerrando de alguna manera esas líneas de desarrollo y convirtiéndose ellos mismos en corporización de sus obras y de los géneros que abordaron. Se convirtieron en adjetivos y en nombres de época, no fueron creadores de estilos, por el contrario, cerraron géneros llevándolos hasta su máxima expresión.

El estanciero

José Hernández nació en 1834. En 1872 publicó El gaucho Martín Fierro y en 1879 La vuelta de Martín Fierro. Pero Hernández no inventó la literatura gauchesca.

Antes de Hernández el género ya existía con grandes exponentes, algunos de gran repercusión social. Las estructuras en verso contribuyeron grandemente a la difusión oral de esas obras, en un contexto en el cual muy pocas personas conocían los rudimentos de las letras. Bartolomé Hidalgo con sus diálogos patrióticos, Hilario Ascasubi con su célebre Refalosa y Estanislao del Campo con su versión del Fausto y un gran número de autores habían conformado para 1872 una voluminosa cantera sobre la cual Hernández construiría su épica obra. Se trata de obras que narraban de una forma comprensible para todos las aventuras de los gauchos, sus oficios, su vida cotidiana, aunque sin rechazar (ni mucho menos) las opiniones políticas y sociales.

Lo que va a hacer Hernández es construir un enorme poema gauchesco, compendiando todo aquello que destacaba en la producción anterior, agregarle su propia mirada social, actualizarla (ganando con ello una pretensión de veracidad) para demostrar allí que el campo y la frontera efectivamente habían cambiado y ya no eran el de las viejas épocas. Con eso logró llevar al género de la poesía gauchesca al límite mismo de la producción. Pero además, --una de las grandes novedades-- fue convertirla en un éxito de público y de ventas (y la segunda parte de la saga le debe mucho a esta repercusión).

Si bien hubo autores que siguieron en esa senda, con expresiones de alto impacto comercial y popular como el Juan Moreira, la poesía gauchesca, un género que atravesó todo el siglo XIX argentino, encontraría un punto máximo en la obra hernandiana, convirtiéndose en una inevitable referencia para todo lo que se produjera después, siempre bajo el invisible domo de la obra de Hernández.

El gato

El tango nació como un género híbrido. A la evidente raíz negra, el Rio de la Plata le sumaría el universo musical de los inmigrantes europeos (popular y también la culta: flamenco, zarzuela, canzonettas, óperas, polkas, valses, etc) además del viejo acervo hispánico de los tiempos coloniales.

En 1950, Astor Piazzolla, un marplatense nacido en 1921 que ya había pasado por la Orquesta de Troilo y había estudiado con Ginastera, comienza a sumar data a aquel crisol de músicas que ya era el tango.

La formación “culta” de muchos tangueros (entre los que abundaban pianistas y violinistas herederos de tradiciones y conservatorios donde se enseñaba música clásica) le permitió al género integrar recursos estilísticos, rítmicos, armónicos y sonoros que convivieron, claro está, con las posturas más tradicionales y reacias a los cambios. 

La obra de Piazzolla, sobre todo desde 1959, hizo de esos recursos un universo nuevo para el tango, y aunque no inventó un género nuevo, inició un proceso creativo que combinó esos recursos y le sumó su propia inventiva, para llevar al género a un nivel desconocido hasta entonces que dejó viejo a todo lo anterior. Ocurre que en la medida que ese legado no ha sido todavía superado, es que esa obra se resiste ella misma a envejecer. La música de Piazzolla no ha sido jubilada ni se ha creado algo que sea un género distinto, superador de aquellas obras que el autor de Decarísimo compuso entre 1950 y su muerte. Ese límite al que fue llevado el tango no ha sido superado.

El dié

Nacido con el viejo nombre de “insider” (“insai” para nuestros mayores) el puesto del número 10 es un puesto icónico en el fútbol al menos desde que la poblada línea de ataque de cinco integrantes se reconfiguró en dos líneas de tres jugadores. Desde ese momento, los nombres en inglés dieron paso a los números, que pasaron a representar una función.

En las nuevas nomenclaturas de ese fútbol nacido en los sesenta, el jugador que lleva en su espalda el número 10 tuvo asignada una tarea fundamental: organizar el juego de ataque del equipo; una tarea que podía ser compartida con el 8. Antes de Maradona, quizás el mejor en ese aspecto fue Ricardo Enrique Bochini.

Pero además de esa función, al 10 se le exigían algunos atributos o destrezas: debía tener magia y fantasía al límite de lo artístico o acrobático, (mi abuelo anotaría: Walter Gómez o Sívori) debía tener una buena pegada de media y larga distancia, y para patear tiros libres o “pelotas paradas” (Menotti, Alonso).

Lo que hizo Diego con su puesto y con una manera de jugar al fútbol (al que le asignaremos características de disciplina artística) es que logró llenar todos los casilleros de lo que debía hacer un 10, con el máximo de calidad y rendimiento en cada uno de ellos. Su capacidad técnica le permitió sumar a aquellos atributos del puesto, cosas que ningún 10 anterior hacía, como velocidad, desborde, gran poder de gol (con números propios de un delantero), etc. Por otro lado su personalidad lo convirtió en líder en todos los equipos que integró, algo que en la vieja época era propia de los marcadores centrales o los centrojás. ¡Y la personalidad también es parte de la constitución subjetiva del artista, qué duda cabe!

Creo que la misma evolución del deporte ha hecho que el puesto que Diego encarnó, no exista más. Todo lo que él conjugó, se disolverá en varios jugadores. Alguno tendrá algo de su pegada, otros algo de su habilidad, pero ninguno todo eso junto y en esas dosis.

Pero entonces ¿una actividad artística llega a su límite expresivo por acumulación y saturación de características? ¿cuando ya dio todo? ¿o cuando un individuo logra desarrollar su expresión con todos los yeites que componen a ese género? Ninguna de esas cosas por sí solas. No es que esa actividad se agota en el sentido de que “pierde vida”; sigue viviendo pero en los formatos anteriores. Con el techo que esos máximos exponentes le han fijado, cualquier cosa que se haga en esa dirección y relacionada con esa expresión, será otra variable o directamente otra cosa, pero no una versión superior de lo hecho por ellos. Así, esos exponentes seguirán reinando hasta que sean reemplazados o quedarán como reyes eternos si es que la actividad o el género se extinguen, como ocurrió con la poesía gauchesca y de alguna manera con el 10 concebido como ejecutante de una disciplina artística (algo a lo que de por sí sólo algunos pocos jugadores de fútbol pueden acceder).

En la literatura, la música y el fútbol argentinos hubo muchos grandes exponentes. Algunos marcaron una época en su actividad. Creo que Hernández, Piazzolla y Maradona no sólo se destacaron en las suyas, sino que también lograron llevar técnicamente su profesión y su arte al máximo nivel, y lograron además --y ahí radica una de sus máximos logros--, sintetizar individualmente todo lo que las disciplinas fueron construyendo históricamente, para poner un límite a su crecimiento y redefinir las pautas con las que se regía la actividad, dejando para los continuadores una vara imposible de emular, pero también un piso elevado para inaugurar una nueva era, un trabajo realizado, una síntesis para desplegar lo nuevo.

Pero eso ya no depende de ellos, sino de las condiciones históricas y la capacidad de las generaciones que los sucedan para procesar sus enseñanzas, liderazgo e influencia.