Lorelei Zamudio nació con un don. Según la versión oficial la madre no llegó a enterarse porque murió en el parto de una hemorragia que el doctor Morelli no pudo contener. En el pueblo decían, sin embargo, que ese don, que poco tiempo después comenzaría a manifestarse, era un legado que Alelí Giampietro de Zamudio, famosa en la comarca gracias a su habilidad para curar el empacho y la pata de cabra, le había transmitido de manera consciente y deliberada momentos antes de expirar.

Como es lógico, tratándose de una bebé, Lorelei no lo descubrió enseguida, tuvo que esperar a entender las variaciones del tiempo, la alternancia de luz y oscuridad, a sentir el calor que incendia la piel y multiplica las pecas, el frío que hiela la gramilla y hace entrechocar los dientes y pone un espejo en el agua de las cunetas, esperar a mojarse con la lluvia que ciega las ventanas y hace reír a las plantas y cantar a los pájaros, tuvo que esperar, para transmitir lo que sabía de todo eso y que nadie imaginaba que sabía, a que las palabras precisas subieran a sus labios. Y ese momento llegó. Y fue a los cinco años, un día que iba al jardín de la mano de su padre. Esta tarde, cuando me vengas a buscar, tráeme el impermeable amarillo, dijo, un pedido que sorprendió al padre por lo insólito, teniendo en cuenta que era un día de sol y cielo despejado. Pero ella se había expresado de forma correcta, sin balbucear y sin dudar, no había posibilidad de un error de interpretación. 

Lorelei siempre había mostrado una gran facilidad para el idioma, a los ocho meses ya hablaba lo suficiente como para pedir el chupete y la mamadera y a la edad de cuatro leía de corrido, habilidad autodidáctica desarrollada gracias a la colección de Billiken que supo explorar con curiosidad creciente y era el tesoro que la madre guardaba de su infancia. El impermeable amarillo en un día como hoy, qué ocurrencia, faltaría, ahora – pensó don Zamudio– que empiece con los caprichos, como si yo no tuviera ya suficientes problemas. Pero, con este sol –preguntó el padre– ¿para qué el impermeable? Vos traémelo y no te olvides de tu paraguas y tus botas. Esa tarde, a la hora de la salida del jardín, llovió, luego de cuatro meses de sequía, doscientos cincuenta milímetros en apenas un par de horas. Por supuesto que don Zamudio atribuyó ese acierto a una mera casualidad, esas cosas del azar, siempre inescrutable. 

Pero ese sólo fue el primero de muchos aciertos. Por ejemplo, se programaba el festejo del 17 de agosto en el patio de la escuela y Lorelei avisaba a la maestra que ese día iba a llover y haría mucho frío, el pronóstico no fallaba. A Miss Mary, la maestra de inglés, le advirtió, el día que fue a buscar sus zapatos de bailar el vals, a los que don Zamudio había colocado media suela y taco, que para la fecha que ella tenía programada para su casamiento, después de que su novio, el César Olivera, se lo hubiera postergado durante casi veinte años, nevaría. Y nevó, y nevó no sólo ese día, nevó todo el mes de diciembre, y la fiesta que estaba preparada para hacerse en el patio del club tuvo que trasladarse, con orquesta y todo, al gimnasio cubierto donde, para colmo, apenas acababan de colocar el piso de madera a la cancha de básquet. Cierto es que el pueblo se vio en parte compensado de ese raro fenómeno teniendo la ocasión de festejar una navidad blanca, cosa que, en plena pampa argentina, es del todo inusual. Ese y otros aciertos por el estilo fueron granjeándole la fama de adivina infalible en lo que respecta a temas meteorológicos.

Todo el mundo sabía que la hija del zapatero pronosticaba el tiempo sin equivocarse nunca. Al verla, los hombres del pueblo se sacaban el sombrero y la saludaban con una amplia sonrisa, Buen día, Lorelei, parece que va a hacer buen tiempo hoy ¿no? y se quedaban mirándola y esperando una respuesta que ella nunca escatimaba. Las mujeres, por su parte, se llegaban hasta su casa para obsequiarle pastelitos, mermeladas caseras y tortas con mucho dulce de leche. Fue así que antes de cumplir los diez años ya trabajaba en la radio local. Todas las noches a las veinte, Lorelei ofrecía al pueblo de Arroyo Quemado su infalible pronóstico. Nadie se acordaba ya del Observatorio Meteorológico Nacional y de sus predicciones casi siempre erróneas; Lorelei, jamás se equivocaba. Así salvó cosechas del granizo y de plagas como la langosta y la gata peluda, aconsejó fechas para la siembra y la siega, decidió días de festejos patrios, corsos y bailes populares. Hasta la fiesta anual de la parroquia, que tenía el atractivo supremo de la elección de la reina, acreedora del papel de la Virgen María en la procesión de Pascua, se programaba de acuerdo a los pronósticos de Lorelei. 

En fin, el pueblo, que era un pueblo agrícola, como casi todos los de la región, prosperó y alcanzó un estado general de casi felicidad. Lorelei creció en medio del amor de sus coterráneos y de los animales del lugar. Cuando salía rumbo a la escuela o a cumplir con su tarea de todos los días en la radio, la seguían los perros y los gatos de todo el pueblo. Los gatos a distancia, trepados a los tejados o a las verjas de las casas, ya que no podían evitar desconfiar de los canes, pero ella los animaba a acercarse y a todos les hablaba y acariciaba. A los animales callejeros les ponía nombres tan encantadores y pertinentes que, de ahí en más, su vida y su lugar en la comunidad cambiaba y ya no se alejaban de ella. También los pájaros la rodeaban y acompañaban, tenía con ellos una especial relación porque sabía imitar el canto de todos los que habitaban los árboles del pueblo, quizás mejor sería decir que hablaba su idioma. Podía vérsela, los domingos, acompañada por Polito, el mendigo que pedía limosna en la puerta de la iglesia, sentada en un banco de la plaza rodeada de palomas y gorriones y conversando animadamente con ellos. 

Así fue ampliando sus dones, pronto, luego de que comenzara a hablar con los pájaros, empezó a anticipar sus conductas. Un día que estaba sentada en el patio de su casa junto a su padre que escuchaba la radio y tomaba mates, de pronto, anunció: ahora va a venir el picaflor negro de pico colorado a libar de la flor del mburucuyá. Y así ocurrió. Podía decir todo de los pájaros y a los pájaros. Podía vaticinar dónde aquel hornero haría su nido, cuántos pichones tendría o de qué palomo quedaría prendada esa palomita gorda y simpática que todos los días venía a bañarse en la pileta de lavar la ropa del patio.

El hechizo con la gente del pueblo empezó a agrietarse cuando ya, entrando a la adolescencia, Lorelei le dijo un día a un niño vecino: Dieguito, mañana no remontes tu barrilete. Pero el niño no le hizo caso y al día siguiente, fue hasta el baldío de la esquina y se puso a remontar su cometa. Hubo, entonces, una ráfaga de viento sur y el barrilete tomó altura llevando a Dieguito aferrado al hilo. El piolín se cortó después, con tanta fortuna que el niño cayó sobre el sauce llorón de la otra cuadra quedando sostenido por un grupo de ramas entrelazadas, pero el barrilete se perdió definitivamente. Lorelei no supo dónde había ido a parar por mucho que intentó concentrarse para ubicarlo. El niño fue rescatado por los bomberos del pueblo. Grande fue la algarabía del vecindario cuando vio así justificados sus esfuerzos de contribuir al benemérito cuerpo comprando la rifa que había posibilitado adquirir la autobomba con escalera doble que, justamente, se estrenó ese día y en ese incidente. Pero el barrilete nunca más apareció y la pena de Dieguito que lo había recibido como regalo de cumpleaños de su padrino, no disminuyó con el paso de los días. Se empezó a correr la voz de que Lorelei había hecho desaparecer el barrilete y casi matado al niño. Ya algunas personas evitaban saludarla y el padre de Dieguito y el mismo Dieguito, que la había acusado de incitarlo a remontar el barrilete ese día de fuerte viento, dejaron de hablarle. El trabajo de don Zamudio empezó a disminuir.

La adolescencia, como no podía ser de otro modo, trajo el enamoramiento. Ezequiel, un compañero de tercer año, fue el elegido. Sin embargo, él, muy atado a la opinión común del pueblo, a pesar de ser ella una hermosa joven de pelo rojizo, brillantes pecas y grandes ojos verdes, se hizo el distraído y buscó la manera de evitarla. Susanita aprovechó la ocasión y lo invitó al cine a ver una de amor, esa noche cayó piedra, hiriendo, una de ellas, a Susanita en la cabeza. La mala fama que empezaba ya a oscurecer el aura de Lorelei, se incrementó. Así fue perdiendo su alegría, sus pronósticos dejaron de ser exactos, ahora, fallaba en, al menos, el cinco por ciento de los casos y pronto empezó a adivinar cosas que hubiera preferido no saber. La primera fue cuando un domingo encontró al comisionista del pueblo paseando por la calle principal con su esposa y le dijo: señor Carrizo, por favor, mañana no viaje, pero el señor Carrizo, mientras la mujer tironeaba de su brazo para arrastrarlo lejos de Lorelei, le dio vuelta la cara y se fue sin saludar. Al día siguiente, el comisionista se precipitó con su combi en el arroyo que da nombre al pueblo. El distanciamiento con los vecinos se profundizó. El dueño de la radio le comunicó que iba a prescindir de sus servicios y que tenía decidido destinar el espacio que ella había ocupado durante tanto tiempo, a un programa de coaching ontológico que propiciaba la buena onda. En medio de la tristeza que la invadía supo que el señor cura moriría ahorcado, accidentalmente, con la soga con la que hacía sonar la campana para llamar a misa. Ella lo supo pero, por precaución, prefirió no decirlo. El pueblo, sin embargo, igual la culpó, un accidente tan extraño no podía sino tener una responsable, ya viste lo que le pasó a la pobre Susanita, decía una vecina a otra mientras barría la vereda. El nuevo cura párroco le pidió, amablemente, que, por el momento, hasta que la gente procesara el duelo, dejara de ir a misa y que, ya que no iba a ir a misa, mejor sería que también evitara pasar por la vereda de la iglesia y/o (así lo dijo) sentarse en la plaza donde ella solía conversar con las palomas, acompañada de Polito.

 

Don Zamudio cada vez tuvo menos trabajo, finalmente enfermó de pena y murió. Lorelei, luego del entierro, al que acudió sólo acompañada por sus amigos los animales y don Polito, decidió abandonar el pueblo. Tres o cuatro días después armó su mochila con unas pocas cosas, cerró la puerta de su casa, tiró las llaves a la cuneta y se encaminó a la estación de ferrocarril. Se subió al primer tren y partió. Los animales la siguieron algunos kilómetros, cuando ya no pudieron más de cansancio, se quedaron por allí, en medio del campo, donde algunos murieron y otros luchan, todavía, por sobrevivir. Los pobladores de Arroyo Quemado escuchan el pronóstico del tiempo que les acerca el Servicio Meteorológico Nacional a través de la radio y, en ocasiones, van a pedirle al cura que oficie una misa para que llueva. Don Polito sigue en la puerta de la iglesia los domingos aunque, ahora, a veces falta.