EL CUENTO POR SU AUTOR

No sé cuál es el ingrediente que tienen las historias que piden ser narradas. Escribí “Brain drain” replicando el relato de un amigo. Después de estar casi un año sin vernos, nos encontramos en el bar Conde. Hablamos de cosas personales, tomamos cerveza industrial, compartimos un especial de crudo y queso. Cuando nos estábamos por ir, me dijo que un conocido había conseguido el vinilo de Never mind the bollocks, el único álbum de estudio de los Pistols. Lo había encontrado en Mercado Libre a un precio razonable y se había cruzado la ciudad y parte de la provincia —lo fue a buscar a Caseros— en su moto —una Vespa—. La cuestión, lo que más me llamó la atención a mí, fue que cuando llegó a destino, los vendedores lo invitaron a pasar y se quedó con ellos hasta las tres de la mañana. Surgió una amistad a propósito del intercambio y de la afinidad de gustos. La historia es simple y, hasta cierto punto, irrelevante. Sin embargo, hay algo en esa cadena gratuita de acontecimientos que, me parece, puede funcionar como el germen de una intriga distinta de la tradicional. Una intriga que no se basa en descubrir el factor oculto en el texto —el hallazgo del asesino en las novelas policiales— sino en llevar hasta el límite de sí misma cada una de las situaciones.

Además, está la forma en que mi amigo contó la historia. Hizo un recorte exacto de las situaciones. Saltó de una escena a otra en un ping pong frenético. Su relato fue verdaderamente vertiginoso, y ese dinamismo era justamente el tono que necesitaba lo que estaba contando; es decir, era el sonido urgente que exigía el relato. Intenté replicar ese efecto en la escritura. Arbitrariedad y dinamismo. Velocidad y dilación. Qué vale la pena contar y qué no. En última instancia, se trata de un viaje. Incluso la llegada a puerto, en este caso, es un viaje. Macedonio Fernández anotó: “Hay muchos viajes que son mejores que llegar a puerto, y hay hoy tantas frecuencias del ‘llegar tarde’ a 300 kilómetros por hora, como caminando hace dos siglos. Solo es Viajero, el Gran Viajero, el que piensa sin llegadas su viaje”.  


BRAIN DRAIN

Toda fuerza ejercida sobre un cuerpo es

directamente proporcional

a la aceleración que experimentará

I.N.

La palabra es Clamidia. Tomi H. se mete en el baño de la casa de Yamil. Encuentra azulejos en las paredes, una cortina de plástico y el número 12 de la revista Guitar Player sobre el bidet. Al costado del inodoro hay un trapo rejilla. Tomi H. es previsor: saca un comprimido de azitromicina de un pastillero. Es la tercera toma de siete. El médico le prescribió esa dosis. También recomendó puntualidad en el tratamiento. Tomi H. conserva la pastilla apretada entre los labios, carga agua en las manos y se la lleva a la boca. Sufre una arcada, pero traga, al final traga. La pastilla se pierde en un caos de humores. Es un antibiótico de rápida acción, dato que Tomi H. ignora. Lo único que sabe es que cumple con el tratamiento. Este acto le infunde bienestar o, para ser más preciso, sensación de deber cumplido. Ahora se humedece la cara y se queda unos segundos frente a su imagen. El espejo del botiquín distorsiona; en el margen izquierdo, el mercurio está corroído. Por el respiradero −una reja pegada al techo− llega el sonido de la ciudad resonando en la atmósfera, un eco que enmarca el ladrido de un perro joven.

Pasaron 7 minutos de las 10 de la noche. Tomi H. sale del baño. Agita una percha como si fuera una batuta, saca pecho. Está seguro de sí mismo, más que en otros momentos. El antibiótico es un talismán, amplísimo espectro: en 10 segundos mata 15 mil bacterias.

Tomi H. sabe que ya tendría que haberse ido a su casa; sin embargo, disfruta la demora. En este momento, estimulado por la cerveza y la compañía, mueve un brazo con lentitud. Canta en un inglés malogrado, su voz es la de Jello Biafra pero también la de Frank Sinatra. Juega a ser otro, un director de orquesta, por ejemplo. Lo que se escucha es Holiday in Cambodia de los Dead Kennedys. Ari, el tipo de la estrella en el cuello, volvió a conectar su celular a los parlantes. Está apoyado en el marco de una puerta. Parece que esperara una respuesta; definitivamente, hay un elemento transitorio en su actitud. Sostiene un vaso con la mano derecha. Tiene algo de estatua de sal. Una luz fría rebota en su pómulo y le arranca un brillo. Es una evanescencia, una migaja que tiene más que ver con la emoción que con la física. Pero, de pronto, el universo cambia de velocidad. No se sabe por qué, pero el asunto es que, de un momento a otro, las cosas –y, en consecuencia, las personas− toman otro ritmo.

La verdad es que Tomi H. está donde está por Never Mind the Bolloks. Encontró la edición británica en Mercado Libre y la tentación de tenerla se volvió irresistible. Sus amigos –sus flamantes amigos− se desplazan como si estuvieran extraordinariamente felices, y entendieran que el movimiento es la única manifestación de ese estado. Tomi H. está satisfecho, colmado, sonríe. Experimenta la plenitud del propietario. Es dueño del único álbum de estudio de los Pistols.

El tercero, el tipo que no es ni Ari ni Yamil, se llama Manza. Tiene los rasgos tan corrientes que cuando alguien lo conoce, olvida enseguida su cara. La verdadera expresión de Manza –la pauta de su temperamento− pasa por los brazos: bíceps tonificados, antebrazos cruzados por venas. Una visión rápida de ellos da idea clara de su personalidad. Es frontal, propenso a la acción e incluso a la violencia. Lo mueven ideas simples. No tiene imaginación. También es noble; aunque su compromiso con el ambiente está tocado por el capricho. Para Tomi H., Manza es un tipo cordial y distante, es más frío que los otros que acaba de conocer. En realidad, se trata de una cuestión puntual: hoy, precisamente hoy, habla menos que los otros, está metido para adentro. Tomi H. nota que Manza guarda oscuridad en su interior. No es malhumor ni rasgo de conducta, es algo que le está pasando: hace dos días su hermano se cayó de un balcón, está en coma. No se puede sacar eso de la cabeza.

Manza, ahora, baila frente a la pared. Está con los ojos cerrados. Se agita con gracia. Sus movimientos empiezan en las muñecas –las manos relajadas en el aire− y terminan en la cintura. Las rodillas acompañan la danza. Está bien plantado en el suelo. Anda con unas zapatillas de lona rojas que lo favorecen. Su base es sólida y ligera a un tiempo. Resulta tan natural verlo menearse que, cuando se detiene, Tomi H. sufre un mareo, algo insignificante. La impresión es que, en este momento, lo que de verdad baila es el mundo. Manza dice: No hay más cerveza. Anuncia: Voy al quiosco. Agarra cuatro envases. Hace un gesto para entenderse con Ari. Salen, cada uno carga dos botellas.

                                                                       ***

Un accidente ridículo, dice Yamil y se calla. El silencio amplifica la historia. Está claro: la apuesta es el dramatismo. Yamil se frota un ojo. Representa el papel del narrador comprometido. Modula el relato con los gestos y con el tono de voz, se involucra con lo que cuenta. En realidad −en el fondo de su alma, él bien lo sabe−, inventa su compasión, la lleva al extremo. Apoya las nalgas en el canto de la mesa, cruza los brazos y compone un semblante grave. Por la nariz, le entra una cuota de aire que da un par de vueltas por los pulmones y sale. Disfruta la noche en la curva del paladar. De pronto, un ruido de cubiertos le recuerda un tema de The Chemical Brothers y lo distrae. Le acaba de contar a Tomi H. lo que le pasó al hermano de Manza. La historia es simple y, por esta razón, el doble de intensa. Se resume en una oración: un joven está intoxicado, sale a tomar aire al balcón, se marea y cae al vacío. Hay detalles: el desmayo le quita reacción, la cabeza choca contra el piso, la altura es apenas suficiente para la tragedia, el hermano de Manza vive en un primer piso. Además, el cuerpo va a dar un patio interno, nadie lo asiste hasta dos horas después del accidente. Ahora está en la clínica Bazterrica. Coma farmacológico.

Cuando algo lo incomoda, Tomi H. tose. Se cubre la boca con la mano y tose hasta que le cambia el color de la cara. Ahora, por ejemplo, hace eso. Es un gesto nervioso, algo automático. Es tan clara la relación entre el síntoma y la causa, que Yamil se distrae, detiene el relato con la excusa de ir a buscar algo a la cocina, cualquier cosa: un plato, una ciruela, un destapador. Tomi H. aprovecha y le manda un whatsapp a su novia. Escribe: Qué onda. Para ser sinceros, le importa poco el estado de ánimo de la chica; el mensaje funciona, más bien, como reporte personal, el destinatario es él mismo. Estoy en la casa de unos tipos muy piolas y no tengo ganas de irme, quisiera escribir. En su lugar, pregunta, desvía la atención hacia afuera, hacia los otros. La respuesta llega como un rayo, como las bendiciones cristianas. Ana escribe con los pulgares y vuela sobre el teclado: Campari con Lau.

                                                                      ***

Entran Ari y Manza. Tienen marcas de acné en la cara que pasan inadvertidas al primer vistazo. Están sin nada que decirse. Cargan las Brahma en dos bolsas. Se los ve desentendidos del mundo, ni contentos ni amargados. Como los militares, son fieles al rito que los justifica. Compactos, de altura media. Se comunican con la intimidad de quienes compartieron la infancia; cada uno se desdobla: por una parte, es el real, el tipo que llega con las botellas, por otra, un espacio idealizado en la cabeza del otro. El sótano de ese vínculo −amistad verdadera, confraternidad o apego− los vuelve inmortales.

La cosa se reordena. Alguien propone jugar al truco y los hombres se juntan. Están reunidos alrededor de la mesa. Yamil, que tiene el pelo desordenado, busca las cartas. Tarda, no es tarea fácil: la casa es un verdadero caos. Revisa y revisa –bolsillos, cajones, estantes−, hasta que de golpe se topa con los naipes. Estaban a la vista, sobre una vitrina.

Ari mezcla con destreza y reparte: las cartas vuelan. Nadie quiere perderse los guiños de la ventura, cuestión de equilibrio. La sensación es que hay normas en el azar, mojones, signos que señalan la victoria. Existe una ruta. Se necesita astucia para predecirla. Los cuatro están tensos, les importa ganar. Sus rostros, repentinamente, toman el color de la luz, un tono oscuro, casi cobre. Faltan minutos para las doce. En la heladera, las cervezas están casi congeladas, son la bebida ideal para este momento.

No llegaron a las buenas y Tomi H. ya está cansado. Alegre, se distrae con lo que puede. Le pican las piernas, siente unos pinchacitos que relaciona con la alergia. Piensa en su moto detenida en la calle y encoge los hombros.

Alguien, quizás fue Manza, puso un racimo de uvas tintas sobre la mesa, pero la forma medio ovalada que tienen, como si fueran zepelines en miniatura, genera desconfianza. Hasta ahora nadie las probó. Están envenenadas, comenta Ari y sonríe. Se le ven los dientes cuadrados. La casa tiene una pátina de polvo, es evidente que se limpia poco y nunca a fondo. A la izquierda, en un ángulo del techo, trabaja una araña. Mide un centímetro y medio. En ese espacio, la belleza tiene más que ver con el deterioro que con la simetría.

                                                                   ***

Termina el truco y van a la cocina a buscar cerveza. Queda una botella helada en la parrilla del medio, la más cercana al termostato. La madrugada se hace sentir en la temperatura, bajó dos grados, y en un hormigueo en las articulaciones. Hay que irse a dormir. Se impone. Todos los saben, pero antes deben vaciarse las copas. Esa es la regla. No serían quienes son, si antes de separarse no agotaran la provisión de alcohol. Tomi H., Yamil, Ari y Manza piensan eso. No lo comentan, lo dan por sentado. Es un código, un patrón de conducta.

Los cuatro están complacidos con el encuentro y en cada cosa que dicen –cada comentario, cada juicio arbitrario− se percibe el bienestar. Por eso, justamente, Tomi H., llevado por la charla pero sobre todo por el clima de cordialidad, cuenta que tiene un piano digital. Es un Ringway livianísimo de sonido brillante. Dice que practica seguido y que no hay nada sobre la Tierra que le dé más placer. Remata con una historia: lo llaman para hacer teclados en un show de Superuva; después del recital y, por motivos inciertos, se quema el auto del guitarrista. Tomi H. describe la escena. Habla del fuego. Las llamas trepan hasta las ramas de los árboles y alcanzan el tendido eléctrico; el olor a quemado es insoportable. Llegado este punto, Tomi H. se calla. Parece que quiere hacer una pausa, pero en realidad se trata del final del relato. Lo importante, más que los detalles del accidente, es lo que queda en la memoria del auditorio. Tomi H. es psicólogo y músico. El equilibrio de su relato parece perfecto.

                                                                   ***

La luz se va en tres pasos. Primero se debilita, después titila, después se corta. Hay un repentino estupor, pero los hombres encuentran enseguida el lado gracioso del asunto. Se ríen como si el corte fuera una broma, un chiste ingenioso. Lo que nos faltaba, comenta Manza. Ilumina la escena con el celular.

Todavía no abrieron la cerveza: la irresolución aumenta de hora en hora. Por segunda vez, Yamil toma la iniciativa. Se para y sale a buscar lo que hace falta. Camina en la oscuridad. Verifica el rumbo tanteando, como los ciegos. Conoce de memoria el camino a la cocina y no hay novedad que lo distraiga. En él, la firmeza es un rasgo de carácter, una fuerza que valora. Se aleja y parece que entrara en otra dimensión, sus partículas se disipan. Dice algo –una frase larga y mal armada− que ninguno entiende. Su voz resuena lejana, habla desde el otro lado del umbral. La impresión es que no va a volver nunca; sin embargo, aparece a los cinco minutos con una vela apagada en la mano. Esta es zona de cortes, se justifica. Acá tengo fuego, dice Tomi H. y hace un gesto que nadie ve.

El barrio entero está en penumbras. Resulta contradictorio, pero la oscuridad dispone un insólito confort. Gracias al apagón la gente sale ganando: se reafirman –son más ellos que nunca− al librarse de la mirada de los otros. Tomi H. raspa un fósforo contra el borde de la caja, pero no consigue encenderlo. Repite la operación y brota la llama. Es una lengua ovalada con un penacho rojo. Yamil acerca el pabilo y la vela arde. Centellea. Resalta los pliegues de la piel, las cuencas de los ojos, los vértices, las curvas.

Los cuatro están inmóviles. Miran el fuego. Son una comunidad cerrada, pero esa consonancia, esa armonía que nació sin programa ni proyecto y que los une más que cualquier lazo de sangre, de pronto se desbarata. Vuelve la luz. Así, de golpe. Vuelve la luz. Y con ella, la música, las definiciones, el perfil de las cosas. Lo que acontece, entonces, cambia de ritmo, se acelera, se precipita.

Abrí la Brahma, grita Manza. Les habla a todos, al que quiera escucharlo. ¿El destapador?, dice Ari. Lo único que está en su lugar, en esa casa, son los discos. Sobre el aire, de nuevo, viaja un olor a río, a Gamexane, a ropa usada. La brisa arrastra un vaso de plástico que gira y gira. Es parte del paisaje. Nadie se alarma, nadie lo recoge. Se escucha el primer disco de The Strokes.

¿Te acordás de Radawsky?, pregunta Yamil.

Hay un silencio. El que se olvidaba los nombres, aclara. No hay respuesta. Destapaba la birra con los dientes, concluye. Lo que dice planta una idea. Ari es el que recoge el guante. No es tan audaz –o iluso− como para usar la dentadura, pero entiende que llegó el momento de mostrarse. Yo las abro con el Bic, afirma, arrogante. Lo que dice respalda una ética, como si destapar una botella probara su integridad. Todos lo saben: los actos mínimos tienen peso simbólico. A esta altura de la noche, las risas son fáciles. No hay comentario que no esté acompañado por una.

¿Te acordas de Radawsky?, repite Yamil.

Ari se acerca a la mesa con el encendedor en la mano. La remera le aprieta los bíceps. Aplica un sistema básico: inserta el Bic bajo la tapa y hace presión, el fulcro es el canto del índice. Un tema de masa, la fuerza vence la resistencia y la palanca es efectiva. Tan efectiva que el asunto se descontrola y la tapa sale disparada como un meteoro. Traza un vuelo corto –la trayectoria es recta; la velocidad, alta− y choca contra el ojo derecho de Ari, quien –a pesar de hacer un intento por reprimir la reacción− se cubre la zona con las manos y putea con furia. Eso es lo que pasa. En otras palabras, la verdad objetiva, las cosas tal como ocurren. A partir de ese suceso, definitivamente, la noche cambia de registro.