Historia de las palabrotas (Netflix) honra el pedido que hiciera Roberto Fontanarrosa en el Congreso de la Lengua de 2004. Aunque no es en la lengua de Cervantes, Jorge Corona, Luppi o Yayo, sino en la de Shakespeare, Ice T y Eddie Murphy. La entrega decreta una amnistía y una celebración a esos términos que encarnan los “tabúes más populares y seductores que tenemos”. Quien lo señala es Nicolas Cage, tan en su salsa como cortés y con pose de erudito, probándose el traje de presentador. Sin bip de por medio, la serie rastrea el origen, da cuenta de la evolución y el impacto cultural de epítetos que pueden ser groseros, controvertidos, sin duda ambivalentes, graciosos y, además, poseen un poder catártico. En poco más de veinte minutos, cada episodio profundiza sobre uno de estos términos. “Las palabrotas siempre serán necesarias mientras tengamos corazones, mentes y pendejos”, dice su conductor con un mohín que haría temblar a Elvis y Orson Welles juntos.

Los dos primeros episodios, irónicamente, exploran los conceptos que Mirtha Legrand pronunciara en su célebre parlamento fuera de cámara: “carajo” y “mierda”. Es cierto, que el primero es de una riqueza tal (“fuck”) que con su gran cantidad de acepciones es, para el anfitrión de la serie, “el abuelo de las malas palabras”. Es -vale creer- la palabra más usada en inglés pero también la más censurada. El trampolín etimológico y fonético sirve para erradicar algunos mitos (“fuck” no es la sigla de “fornicación bajo el consentimiento del rey”) y hacer demostraciones más allá de lo semántico. En varias ocasiones se afirma que maldecir es terapéutico y aumenta el umbral de dolor de las personas. Varios de los invitados, entonces, se exponen a un simple experimento: medir el tiempo con su brazo en un recipiente lleno de hielo. Los “mal hablados” ganan la prueba, claro.

Similar a Drunk History (que tuvo su versión local Pasado de copas) en su formato y búsqueda, aunque aquí se utilizan más herramientas en tanto comedia e informe sociológico, Historia de las palabrotas es de esa clase de programas que brindan data sin pausa y confían en la labia de sus entrevistados (entre los más conocidos están Sarah Silverman y Nick Offerman). “Piensen en las mujeres en un parto. Si empujás a un humano a través de tu cuerpo y de tu vagina, no querés decir noventa palabras”, grafica la comediante Zainab Johnson y culmina su sentencia con un sonoro insulto. Otro gran guest es Isiah Whitlock, Jr. El actor de The Wire se despacha con su tonada sureña para referirse a la materia fecal. Pero también hay lugar para el testimonio de intelectuales y analistas culturales muy lúcidos como el crítico cinematográfico Elvis Mitchell. La observación del uso del lenguaje en el rap también tiene su peso. Así es como se pormenoriza en el slang de artistas como NWA, Public Enemy y Kendrick Lamar, quien se convirtió en el primer cantante de ese género en ganar un Pulitzer.

Y está Nicolas “fucking” Cage. El actor, completamente consciente de su estatus actual -entre la reivindicación trash, su carisma a prueba de fuego, y su condición de estar más allá de todo- hace lo suyo bajo una circunspección tan impostada como festejable. “Hay una tradición antigua que sigue reformando nuestra cultura: el poder transformador del inglés afroestadounidense vernáculo. Debemos agradecer a la cultura negra por tomar inodoros lingüísticos y convertirlos en tronos”, señala impertérrito delante de un decorado eduardiano. En uno de los capítulos juega a ser Clark Gable y en otro analiza con una “métrica de profanidad” su propio portfolio. Sorprendentemente no está en el Top Five de los actores más groseros del cine (Al Pacino, Adam Sandler, Samuel L. Jackson, Leo Di Caprio están por detrás de Jonah Hill). “Mi favorito personal es Sam Bigotes”, sacude. En otro pasaje recita en latín una de las líneas más obscenas en la historia de la poesía: “Pedicabo ego vos et irrumabo”. La traducción, y su locución, no tienen desperdicio.

El programa, por otro lado, sirve de historiografía de la eterna batalla entre conservadores y defensores del “freedom of speech” estadounidense. El repaso va del código Hays a la campaña que acabó con el sello del “Parental Advisory”, y sin mencionar directamente, evoca ciertas discusiones actuales sobre la corrección política y la cultura de la cancelación. El tercer capítulo, dedicado a “bitch”, es el que alude directamente a nuestra coyuntura. Feministas y celebridades dan testimonio de su carácter bipolar, sobre cómo referirse a una “perra hembra” pasó de ser un término misógino y denigrante a resignificarse como símbolo de fortaleza. Algunos de los invitados, sin embargo, utilizan el eufemismo de “la palabra que empieza con la letra be”. Historia de las palabrotas sabe muy bien cuáles son sus límites. Un tanto como las “seven dirty words”, autoría de George Carlin, aunque sin el poder provocativo de esa rutina de stand-up que llegó a ser objeto de la Corte Suprema de ese país.

El envío sigue con los biológicos “dick” (derivado del nombre Richard) y “pussy” (en sus comienzos una jerga para referirse a los gatos) y culmina con el blasfemo “maldición”. Las diferencias idiomáticas, en algunos casos, generan un abismo infranqueable. Allí está Nicolas Cage, por suerte, salvando el día. Sin insultar a las abejas como en El culto siniestro, algo petulante y desorbitado, alegando que su propio nombre de pila podría servir como mala palabra. “Hasta que Nick funcione como insulto seguiremos con Dick”, lanza.