Las sábanas. Las corrió y se puso un pantalón. Un par de medias. Zapatillas. Cuando estaba ahí, en la cama, la vio corriendo por un parque. Era algo nuevo. ¿Para qué detenerlo? El tiempo es muy poco para esperar otra semana. Es eso. Es ahí. No estaba apurado. En la puerta la cerradura, las llaves, el tintineo. Despacio, tiene que hacerlo despacio. Si mirase atrás vería los mismos espacios. Aunque no. Puede pensar, dejar de pensar. El pelo claro, corría y transpiraba. Ver lo que da calma. Lo mucho que la necesitaba. Las semanas, no pasaban; los días, sí. Un mes, un año, no importan los cumpleaños. Los rasgos de los párpados se estiran, como las ramas, caen. Al mismo tiempo y cuando recordaba.

En la calle, subidas y bajadas, casas, calles estrechas que cruzaban, refugios, bancos vacíos, ocupadas, veinte minutos más tarde lo estaba esperando. Tenía una blusa sin mangas, blanca. Había dormido y despertado temprano. Las pausas, decía lo que no había pasado y él la escuchaba. ¿Lo recordaba? No, no lo recordaba. Llegaba desaliñado, la camisa afuera del pantalón. ¿Por qué podía sentir que nada había cambiado? Los apuntes, por ejemplo, los había ordenado arriba de la mesada. No sabía cómo llamarlos. Les decía así, apuntes, y cuando lo decía pensaba si tenían el mismo orden, el mismo arrebato, la misma longevidad de una mañana colmada. Y sin embargo estaba ahí, viendo cómo movía sus manos, alcanzaba un vaso de agua, lo apoyaba en la mesada. Ahí podía comprender de qué estaban hechos los almohadones, el sofá, los recortes angulados, el respaldar contra la espesura del aire que entraba por las ventanas, las cortinas apelmazadas, si primero era necesario aceptar lo que después demostraban sus palabras. Las palabras asían, discriminaban lo que era secundario o inevitable, cuando lo inevitable hacía que todos lo cuestionaran, creyendo que las apariencias engañaban, una flor, un florero, una lápida, el sol destruyendo lo que había crecido y ya no estaba. Esa impresión, deshabitado, suspender el tiempo y dejar las cosas para más tarde. Ella agarró servilletas de papel. La camisa tenía una mancha. La tiza, la mesa, se sacó la camisa para que la limpiara. Estando ahí, cuando la veía lo olvidaba. Los créditos comerciales, los programas de chimentos, escombros de una imagen retomada, abrían la puerta del patio y volvían con ropa seca, la camisa arrugada. ¿Por qué podía ser tan práctica? ¿No sentía, a veces, que el espacio estaba ocupado? No la piel, lo inmediato, el cuerpo moviéndose al mismo tiempo que sus pies lo pisaban. Cuando estudiaba faltaba, algo o alguien molestaba, leyes, normas, sin saber que algún día pensaría en suicidarse. Quizá fuera eso. Verla así, ahí, sin decir nada, era preciso escucharla, hablaba y no dejaba de mirarla. No era una necesidad, no tenía que cargar nada. Hubiese pensado que hacía bien, daba y le daba. No había imágenes pasadas, en otro espacio, haciendo cualquier otra cosa, solo ella y lo que contaba. Las primeras cosas que le preguntaba podía dejarlas junto al sillón, sin darse cuenta un sentido, clavos desparramados, listones de madera, los ojos, la piel de los párpados, no quedaban pegados. No era el peso. Lo que la sostenía o llevaba. Era cierto, era lo que era, pero podía sentirla como sentía que no se reducía a nada. 

Después un taxi o el subte, su mano, el brazo, le gustaba el tono cuando pasaba despacio o lo anunciaba en su casa, como caminar sin bajar la mirada o reprocharse algo, algo impreciso como el miedo a equivocarse, mientras hablaban dos personas y una estaba sentada a su lado, en una silla al lado de la cama, si fueran como lo que pensaban o cómo tenían que aparecer los cuadros, con qué palabras, cuáles podían hacerlos reír o callar las cosas que imaginaban, cualquier cosa que lo hiciera posible estaba antes. Si miraban el zócalo, podían pensar en las manchas de humedad cuando ella era chica, o en el tiempo que había pasado desde otra casa, otra barranca, la tenue claridad de las hendiduras sobre la cama. Aún si no lo consideraban, si soltaban el punto seguido, aparte, la letra de cualquier palabra, desvestían el cuarto, los años que ya no estaban, sin despertarse. No había nada raro, llegaba la madrugada y se acordaban de la fugacidad de sus piernas cruzadas, de un vaso de agua sin agua. Debieran ser libres, llanos, voluntarios. Salió y vio revistas tiradas en el umbral. Silencios, sueños, el control remoto entraba en su mano. Sleep. Mute. Dos chicas sentadas de espaldas. El piso de un marrón claro. Una puerta y quizá el baño. No llegaba, se apuraba sin saber que no llegaba. Se había dado vuelta para ver si la luz seguía encendida. 

Una medusa, un pájaro llevando una hoja, la hoja que no tenía líneas, lo habría dibujado. Como el patio, el living. Si miraba veía lo que había terminado. En la escalera de la terraza, los pies tan mojados, mientras estiraba las frazadas sobre las sábanas. Aun cuando intentase corregir el recuerdo de una adolescencia que ella discernía en el almuerzo, en la cena, cuando ya había olvidado la historia que volvía a contar sin la alteridad de su pasado. Era lo que había elegido, y lo que había elegido era la identidad de un acto, de una acción, de una actitud que la interpelaba. Cuando ella se lo contó, él recordó la primera vez que estuvo en su casa. Era ella, viendo lo que podría haber pasado. Jugando a cualquier cosa menos a lo que ahora imaginaban. Comprendiendo que cualquier final estaba detrás de un punto de vista, que cualquier principio profesada la ingenuidad de su ternura. Cada vez que pensaba en llegar a su casa. Cada vez que buscaba las llaves y se apoyaba en la ochava porque el colectivo se demoraba. 

Como tantas veces se había despertado y la mañana no era la que había pasado. Ahí, así, sucediéndose, cortas, largas, entre su nombre y una lengua que hablaban sin mediar ni remediar nada. Su madurez, lábil, nunca parecida a lo que creaba, a un silencio arcaico. Como la levedad de los días extrínsecos, innumerables, creyó, las piernas contra la mesada, sintió que era indiferente a las propagandas y a lo que él buscaba afuera de la casa, el acápite de un telegrama que guardaba cuando el suelo había estado debajo con botas de agua. Esa sensación, había pasado. No la merecía. 

No era lo mismo la gratuidad que algo gratuito. Buscó, escuchó, había más que no recordaba. ¿Cuándo creía que llegaba? Era raro, un trazo, los años llegaban cuando llegaban, como el silencio precedía a la voz dicha, repetida, contenida. Como la inocencia que la separaba. Se lo decía. Aunque nunca volverían a estar recostados contemplando el cuarto que no alcanzaba el techo, los cuadros simultáneos e incondicionales, la pereza de una voz que decía algo compatible, semejante, distinto. Otra vez, cuando creyeran ser libres, mucho más acá la suma de ascéticas costumbres. Si lo dijera, quizá, solamente las voces colgando de una imagen tardía, advenediza, ella traería chocolates, menta cristalizando inmanencias en la cinemateca provista de motas fluorescentes de la noche que caía. Ahí, a su lado, al lado suyo. Apenas lo dijo. 

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