Junio de 2003 fue un mes movido. Néstor Kirchner llevaba pocos días en la Presidencia y se disponía a cumplir su promesa electoral de poner la cuestión de la mayoría automática de la Corte Suprema “en manos del pueblo”. Así lo había planteado en la campaña. No era el único tema de renovación institucional profunda que estaba en la agenda pública. La Argentina discutía también cómo terminar con la vigencia de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final.

El miércoles 4 de junio a la noche Kirchner sorprendió a muchos con un discurso. Exhortaba al Congreso a iniciar el proceso de juicio político a los jueces de la Corte nombrados por Carlos Menem. El presidente del período 1989-1999 los había designado de modo simultáneo, tras ampliar el número de miembros, para garantizarse un tribunal supremo adicto.

Kirchner reaccionó a declaraciones de Julio Nazareno en el sentido de que el nuevo gobierno buscaba “una Corte adicta”.

El reclamo de renovación de la Corte era tan popular que en 2001, durante las protestas, estuvo en el guiso de muchas cacerolas.

Con menor nivel de masividad venía creciendo, al mismo tiempo, el pedido de continuar el juicio a los violadores de derechos humanos. El proceso había sido iniciado por Raúl Alfonsín en 1983. El 9 de diciembre de 1985 un tribunal civil, la cámara federal porteña, condenó a cinco ex comandantes: Jorge Videla, Emilio Massera, Orlando Agosti, Armando Lambruschini y Roberto Viola. Los juicios siguieron hasta que en 1986 la Ley de Punto Final y en 1987 la Ley de Obediencia Debida obturaron su continuidad, aunque dejaron fuera de la impunidad el delito de robo de bebés a los secuestrados. Cuando Menem asumió fue todavía más lejos: dejó en libertad a los condenados.

Los organismos de derechos humanos siguieron su trabajo de pesquisa y consiguieron procesos de develamiento de la verdad.

Cuando Kirchner asumió el 25 de mayo de 2003 e hizo suyo el reclamo de provocar la caída de la Ley de Obediencia Debida muchos radicales se sintieron tocados. Pensaron que sería un sacrilegio para la biografía de Alfonsín, que estaba vivo.

Este diario buscó entonces la opinión del propio Alfonsín.

Otros tiempos

Una noche el periodista Martín Granovsky, seguramente un homónimo más joven de quien firma esta nota, tuvo la respuesta.

–Raúl está dispuesto a hablar –dijo un colaborador suyo–. Pero no quiere inventar una polémica falsa y prefiere no aparecer con su nombre y apellido. ¿Lo aceptás?

–Por supuesto. Mientras sea cierto está todo bien.

La conversación con Alfonsín fue corta. El ex presidente parecía tener claro qué mensaje deseaba transmitir:

n Dijo que seguía pensando que había actuado bien en 1987 porque la Ley de Obediencia Debida había garantizado la paz según la correlación de fuerzas de ese momento.

n Afirmó que estaba molesto porque algunos radicales querían fastidiar a Kirchner usando su nombre.

n No se mostró kirchnerista ni demagogo. Dijo que no buscaba endulzar los oídos de los sectores que estaban a favor de terminar con la Obediencia Debida sino aclarar que, para él, Kirchner debía tomar la decisión que creyera conveniente sin pensar en el pasado. “Son otros tiempos, no hay los riesgos que existían en 1987 y debe respetarse lo que otro Presidente quiere hacer tantos años después de aquéllo”, dijo.

La nota se publicó el viernes 6 de junio en la contratapa. Salió solo dos días después del discurso de Kirchner sobre Nazareno y la mayoría automática. “Alfonsín reordena la casa”, fue el título. Era un juego de palabras usando una frase del discurso que Alfonsín había pronunciado el domingo 19 de abril de 1987, hace casi 30 años, cuando después de la rebelión militar de Aldo Rico dijo: “La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina”. El artículo contaba el pensamiento de Alfonsín y narraba que su mensaje estaba dirigido a la Corte, a sus operadores frente a la Corte, a los que decían representarlo dentro de la propia Corte y a los senadores y diputados del radicalismo. Los legisladores deberían votar en algún momento a favor o en contra del proyecto de anulación presentado por la diputada Patricia Walsh, la hija de Rodolfo Walsh. Y la Corte debería pronunciarse sobre la derogación de las dos leyes de impunidad.

“Me da asco”

Ambas cosas ocurrieron. Los diputados aprobaron en 2003 el proyecto de Walsh, el Senado le dio la otra media sanción, el Ejecutivo lo promulgó con fuerza de ley, la jueza de Córdoba Cristina Garzón de Lascano las declaró nulas en una causa y en 2005 una Corte Suprema expurgada convalidó la nulidad al declarar inconstitucionales las dos leyes. Lo hizo con el voto de Enrique Petracchi, Juan Carlos Maqueda, Ricardo Lorenzetti, Eugenio Zaffaroni, Elena Highton, Carmen Argibay y Antonio Boggiano. Uno de los jueces que había convalidado ese régimen legal en 1987, Carlos Fayt, votó en disidencia. Otro, Augusto Belluscio, se abstuvo.

La abstención quizás se explique por el voto de Belluscio y de otro ministro de entonces, José Severo Caballero, nada menos que sobre el caso del comisario de la policía bonaerense Miguel Etchecolatz, la mano derecha de Ramón Camps en el momento más duro de la dictadura. Dijeron Belluscio y Caballero al revisar la condena de Etchecolatz: “Los elementos probatorios reunidos en la causa permiten sostener inequívocamente que recibió órdenes de los coprocesados Camps o Riccheri –según la fecha de cada suceso– en el carácter de jefes de Policía, quienes a su vez las recibían del comandante del Cuerpo I de Ejército, bajo cuya subordinación estaba la Policía de la Provincia de Buenos Aires. En tal sentido, la sentencia le reprocha haber transmitido las órdenes a personal bajo su dependencia en su calidad de director general de Investigaciones. Empero, ... el nombrado no pasó de ser un mero ejecutor de órdenes que se impartían desde las más altas esferas del poder militar, sin que estuviera a su alcance decisión de fondo alguna para impedirlas”. Por eso, “la situación del justiciable en modo alguno puede ser equiparada a la de los militares que tuvieron la máxima jerarquía dentro de la institución policial –Camps y Riccheri– por lo que, a pesar de su alto grado, cabe incluirlo en la condición objetiva de no punibilidad”.

“La Obediencia Debida me da asco pero es necesaria”, decía en los primeros meses de 1987 el entonces secretario de Justicia de Alfonsín, Ideler Tonelli.

La mayoría de los funcionarios de Alfonsín no tenía afinidad con las cúpulas militares de la dictadura. El criterio predominante era que por la famosa “ética de la responsabilidad” teorizada por el sociólogo Max Weber, el Gobierno debía pagar los costos necesarios pero concretar lo que su interpretación de las necesidades del Estado le inducía a hacer. En declaraciones públicas y conversaciones privadas los dirigentes radicales decían temer por la gobernabilidad de la democracia argentina sin esas leyes. El 31 de marzo de 2009 Alfonsín murió convencido de que había actuado correctamente.

A mil, no

La historia tiene sus caminos, siempre más complejos de lo que parecen a primera vista. La realidad indica que las leyes de impunidad tuvieron una partera, la rebelión de la Semana Santa de 1987, pero que eran consistentes con las promesas de Alfonsín en la campaña electoral de 1983. Frente al candidato justicialista Italo Luder, que aceptaba la autoamnistía de las Fuerzas Armadas, Alfonsín prometía el juzgamiento pero según niveles de responsabilidad. Pensaba en 1983 y siguió pensando siempre que la democracia nueva no tendría fuerza para juzgar a mil represores.

Ese pensamiento se alteró cuando el Senado reformó el Código de Justicia Militar. La intención de Alfonsín y el equipo dirigido por el estratega jurídico Carlos Nino era juzgar a unos 20 oficiales. Los jefes máximos con el añadido, por ejemplo, del comandante del Primer Cuerpo Carlos Guillermo Suárez Mason y del general Camps. Al discutir la reforma del Código para incluir el avocamiento de la Justicia Civil en causas iniciadas por el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, el senador Elías Sapag logró introducir un cambio. En un detallado trabajo del periodista Oscar Muiño, “Alfonsín: mitos y verdades del padre de la democracia”, figura un testimonio de Tonelli sobre ese momento. Sostenía Tonelli que el Código de Justicia militar por un lado concentraba la responsabilidad en quien había dado la orden y por otro lado establecía que las órdenes no podían ser desobedecidas. “Lamentablemente el senador Elías Sapag agregó el castigo a quienes cometieron delitos atroces y aberrantes y ahí se desbarajustó la cosa”, dijo Tonelli. “Todos los delitos eran atroces y aberrantes y no se salvaba nadie, porque todos eran incriminables.”

“Seguimos adelante con los juicios”, instruyó Alfonsín al senador Antonio Berhongaray, presidente de la Comisión de Defensa. “Voten la ley y ya veremos qué hacemos.”

Siguieron los juicios. Cuando se agotó la instancia de la justicia militar, que nunca tuvo decisión real de juzgar y condenar, fue el turno del Juicio a las Juntas encarado por la Cámara Federal porteña. Luego siguió la Causa Camps, que también remató en condenas. El propio Camps fue sentenciado en 1986 a 25 años de prisión por 73 casos de tortura seguida de muerte. El 30 de diciembre de 1990 quedó libre por el indulto de Carlos Menem.

¿Hubo riesgo?

A esa altura lo que había sido el Partido Militar estaba en transición después de haber perdido la guerra de Malvinas y con el Presidente que había ganado prometiendo juicios.

Una parte de los generales en actividad quería salvar su propio pellejo.

Otra parte maniobraba también para conservar intacta la estructura del Ejército, incluyendo a quienes habían alcanzado el grado de mayor y revistaban como tenientes o capitanes durante los años de plomo. En muchos casos habían sido los oficiales operativos jóvenes del secuestro y la tortura. Las patotas de Inteligencia. El marino Alfredo Astiz era el caso más simbólico. En 1987 el símbolo del Ejército se llamó Ernesto “Nabo” Barreiro, un mayor que se resistió a comparecer ante la Justicia civil y desató la solidaridad en cadena de un grupo de mandos como el teniente coronel Aldo Rico. Con la rebeldía activa de Barreiro empezó la Semana Santa del 87. Ex combatiente en Malvinas, Rico lideró la sublevación de Semana Santa en los cuarteles de Campo de Mayo. Según los casos, los oficiales medios altos y los netamente medios combinaban una defensa de sí mismos con una reivindicación de las acciones que habían desplegado dentro del terrorismo de Estado, en muchos casos con una ideología falangista que abrevaba en el nacionalismo católico integrista, la ultraderecha peronista, las experiencias criminales de la Triple A o la Concentración Nacional Universitaria y la aplicación práctica de la Doctrina de la Seguridad Nacional incluso cuando a veces cuestionaran a los Estados Unidos. Barreiro mismo mezclaba la tradición de ultraderecha con su papel como interrogador en el campo de concentración de la Perla, uno de los tres mayores de la dictadura junto con los de la Escuela de Mecánica de la Armada y de Campo de Mayo.

Alfonsín prefirió no aceptar la disposición de atacar Campo de Mayo por parte de la Fuerza Aérea encabezada por el brigadier Ernesto Crespo. Tampoco quiso dejar Buenos Aires y hacerse fuerte en Neuquén, como le había ofrecido el entonces coronel Martín Balza, para aislar a los rebeldes, desgastarlos, contraatacar e inflingirles un golpe definitivo. Incluso fueron descartadas cuando ya habían comenzado algunas iniciativas de militantes radicales de constituir grupos organizados para mostrar un mayor nivel de fuerza civil. El conflicto escaló hasta que el domingo 19, con la Plaza de Mayo repleta de gente suelta u organizada en columnas, Alfonsín anunció que iría a Campo de Mayo. Lo respaldaban la mayoría de la población, que ya había hecho un voto antimilitar en la consulta por la paz con Chile, en 1984, los propios radicales y también los peronistas renovadores de José Luis Manzano y Antonio Cafiero, el mismo dirigente que ese mismo año ganaría la gobernación de la provincia de Buenos Aires y marcaría el principio del fin de la era alfonsinista.

Cuando volvió de Campo de Mayo, Alfonsín se asomó otra vez al balcón de la Casa Rosada y dijo que los oficiales a quienes había visto “han provocado esta circunstancia que todos hemos vivido, de la que ha sido protagonista fundamental el pueblo argentino en su conjunto”. Y terminó así su discurso: “Para evitar derramamientos de sangre di instrucciones a los mandos del Ejército para que no se procediera a la represión. Y hoy podemos dar gracias a Dios. La casa está en orden y no hay sangre en la Argentina. Le pido al pueblo que ha ingresado a la Plaza de Mayo que vuelva a sus casas a besar a sus hijos y celebrar las Pascuas en paz en la Argentina”.

Alfonsín murió convencido de que había hecho lo correcto. ¿Salvó la democracia o la democracia no llegó a estar verdaderamente en riesgo? La solución de Semana Santa y la forma en que quedaron asociadas en ese momento y para siempre la sublevación y la Obediencia Debida, más allá de que este criterio era originario en la planificación de Nino, ¿debilitaron o fortalecieron al propio Alfonsín cuando su gobierno debía enfrentar, además, la crisis de la deuda externa?

Preguntas aún apasionantes 30 años después, cuando la Argentina ya no está sometida a los desafíos de un Partido Militar que se extinguió ni enfrenta, siquiera, la necesidad verdadera de una presunta reconciliación que ni el propio Alfonsín buscó nunca.

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