Jauría     9 

De Jordi Casanovas.

Elenco: Vanesa González, Gastón Cocchiarale, Lucas Crespi, Martín Slipak, Julián Ponce Campos y Gustavo Pardi.

Voz en off: Sebastián Blutrach.

Versión: Juan Ignacio Fernández.

Dirección: Nelson Valente.

Funciones: jueves a sábados a las 20, en el Teatro Picadero (Pasaje Enrique Santos Discépolo 1857).

Suele decirse que la realidad supera la ficción. Y tal vez sea por eso que el impacto del arte se multiplica cuando se inspira en hechos que lo trascienden. Jauría, la obra escrita por el dramaturgo catalán Jordi Casanovas, cumple precisamente con esa condición al revelar parte de lo que fue el juicio a “La Manada”, caso que marcó un antes y un después en el abordaje de la violencia sexual.

Cinco amigos que se hacen llamar “La Manada” violan a una joven en la madrugada del 7 de julio de 2016, durante las fiestas de San Fermín, en España. Y los hechos se reconstruyen en escena a través de la inteligente y aguda selección que realiza el autor a partir de fragmentos de declaraciones de los acusados y la denunciante, y de las interpelaciones de abogados defensores y jueces, publicadas en diversos medios de comunicación. La originalidad del texto, entonces, está en la jerarquía de los acontecimientos, donde pesa más el cómo que el qué. Y en ese método radica la dimensión política de la puesta que muy astutamente refuerza Nelson Valente en la dirección de actores.

En el terreno actoral se potencia el rol de la dramaturgia. Porque ahí no hay protagonismos, y cada elemento está puesto al servicio de lo que se quiere contar. El quinteto de actores (Cocchiarale, Crespi, Slipak, Ponce Campos y Pardi) logra una interpretación orgánica y armónica, donde cada uno parece componer el eslabón de una cadena que hace sentir su peso en cada palabra y, más aún, en cada silencio.

La antropóloga feminista Rita Segato habla de “cofradía masculina” para describir el vínculo de complicidad que se da entre hombres y que tiene por objetivo refrendar su pertenencia al género y a sus mandatos. Y ese es el concepto que justamente atraviesa la pieza desde la primera escena y hasta el apagón final. Y lo hace por partida doble, porque la impunidad, la autocelebración y las jactancias del clan masculino son replicadas en las voces de los abogados defensores dispuestos a meter el dedo en la llaga una y otra vez frente a la denunciante. Y es allí, en las gestualidades y en la disposición de los cuerpos donde se resaltan los mecanismos de un sistema que revictimiza a la víctima, uno de los ejes centrales de la mirada del dramaturgo.

Hay en varios momentos una pronunciada utilización de los silencios. Valente elige ese elemento para acentuar la sensación de desprotección y desamparo de una víctima que casualmente, y a contramano de lo que ocurre con los papeles masculinos, no busca enfatizar su posición ni jactarse de eso. En ese sentido, Vanesa González aporta una interpretación sin estridencias, pero con un tono que se ajusta a la experiencia relatada.

En el uso del espacio se confirman los roles. Los cinco hombres interactúan en torno a la mujer. La rodean, la acechan, la atacan, la interrogan, la vuelven a rodear. Solo en una ocasión, cuando la fiscal (interpretada por González) es la que interroga a uno de los acusados, se invierte esa dinámica. Pero la superioridad numérica y de género se impone.

No hay teatro sin contexto. Y en este caso, ese vínculo es particular y dolorosamente estrecho. La violencia de género, y especialmente la de carácter sexual, es una pandemia que parece no encontrar vacuna. Por ese motivo, que las artes escénicas locales, que no suelen abordar estas temáticas, y menos aún en el circuito comercial, suban a escena un material de estas características recuerda el valor transformador de la ficción.