El hombre lo tenía bien claro y lo dijo con todas las letras cuando estuvo en Buenos Aires, allá por 1991, en una conferencia que ofreció en la Universidad del Cine. “Una cosa muy extraña para mí, desde que empecé a trabajar en cine, es que no existe una ‘historia del guion’. En la historia del cine hay historias de cada uno de los aspectos técnicos, menos del guion. Como si el guion fuera una no existencia. Y en realidad es así: un guion no existe, es sólo una etapa de una película. Al final del rodaje, ese objeto efímero y paradójico que se llama ‘guion’ va a parar a la basura. No existe más, perdió la vida”.

Y sin embargo, el francés Jean-Claude Carrièrefallecido el lunes por la noche en su casa de París, a los 89 años, de causas naturales, mientras dormía— hizo caso omiso de esa condición efímera de su oficio y durante casi seis décadas escribió más de 150 guiones de películas de corto y largometraje y de televisión, convirtiéndose en el guionista más famoso y requerido de la historia del cine europeo. Fue también un prolífico novelista, ensayista y dramaturgo. Y siempre trabajó con los mejores. En teatro, por ejemplo, junto a dos glorias como los legendarios Jean-Louis Barrault y Peter Brook, para quien adaptó el Mahabharata, el gran texto épico-mitológico indio, nada menos. Y en cine, fundamentalmente, durante casi dos décadas, junto a Luis Buñuel, con quien hizo seis películas --Diario de una camarera (1964), Belle de jour (1967), La Vía Láctea (1969), El discreto encanto de la burguesía (1972), El fantasma de la libertad (1974), Ese oscuro objeto del deseo (1977)-- y al que ayudó a escribir sus memorias, Mi último suspiro (1982), además de convertirse en su mejor amigo y confidente.

Con Luis Buñuel

¿Tarea difícil la de escribir guiones para el singularísimo Buñuel? No para Carrière, en todo caso, que siendo 32 años menor que el gran director aragonés inmediatamente se ganó su aprecio, por varios gustos en común, que inmediatamente, en un almuerzo de trabajo en el Festival de Cannes de 1963, zanjaron todas las diferencias: el buen vino (Carrière provenía de una familia rural de viñateros), la buena comida, el surrealismo (que el joven Jean-Claude había frecuentado desde su adolescencia) y la debilidad por los clásicos de la comedia muda hollywoodense. De hecho, ambos tenían un aguzado sentido del humor, que estuvo también en los inicios de Carrière en el cine, cuando empezó colaborando con Jacques Tati y en su troupe se hizo compinche de Pierre Étaix, con quien codirigió dos cortometrajes (uno de ellos, Feliz cumpleaños, de 1962, ganó el Oscar de Hollywood) y luego escribió sus largos El suspirante (1962), Yoyo (1965) y Ese loco, loco deseo de amar (1969).

Con Pierre Étaix

A partir de ese almuerzo cannoise organizado por el productor francés Serge Silberman, que sentó las bases de la primera colaboración entre ambos, le siguieron muchísimos otros. “Siempre estábamos solos en algún lugar remoto, a menudo en México o España, hablando en francés o en español, sin amigos, sin mujeres, sin esposas. Absolutamente nadie alrededor. Apenas nosotros dos. Comer juntos, trabajar juntos, beber juntos para obsesionarnos por completo con el guion en el que estábamos trabajando. Calculé que comimos juntos, solo los dos, más de 2000 veces. Que es mucho más de lo que muchas parejas pueden decir”, alardeó en alguna entrevista.

Como no podía ser de otra manera, Buñuel también significó para Carrière su puerta de entrada a España, un país al que aprendió a amar tanto como al suyo, o incluso más, en tanto le dedicó todo un libro, Para matar el recuerdo: memorias españolas (2011), una crónica deliciosa de sus muchos encuentros con el director de Viridiana pero también de sus apuntes y recuerdos sobre la infinidad de personajes y peculiaridades de la cultura española: desde Fernando Rey y Paco Rabal hasta el cineasta trash Jesús Franco, pasando por Goya, la religión, la cocina y “el amor por el pecado”, que Carrière tanto disfrutó.

Pero el guionista de Buñuel (como llegó a quedar etiquetado) también estuvo al lado de otros grandes cineastas europeos e incluso alguno asiático. Ayudó a Jean-Luc Godard a volver al cine industrial luego de su etapa militante, con Sálvese quien pueda, la vida (1980) y Pasión (1982). Con Louis Malle colaboró en distintas etapa de su filmografía, primero con ¡Viva María! (1965) y El ladrón de París (1967), y mucho después con Milou en mayo (1990), una visión en escorzo de los acontecimientos de mayo del ’68 que no dejaba de tener esa dosis de humor absurdo que siempre asoma en la obra de Carrière.

Como es el caso de Liza, un amor para la eternidad (1972), de Marco Ferreri, con Marcello Mastroianni y Catherine Deneuve. O Tamaño natural (1974), de Luis García Berlanga, donde Michel Piccoli compartía su vida con una muñeca inflable. O Max, mon amor (1986), del japonés Nagisa Oshima, donde Charlotte Rampling engaña en París a su marido nada menos que con un… chimpancé. 

“El guion no es sólo el sueño de un film, sino también su infancia”, escribió Carrière en su libro La película que no se ve (1994). “Atraviesa un período lleno de titubeos y balbuceos, descubriendo poco a poco todo que hay en su interior (o lo que no hay, pues es bastante frecuente que se abandone una historia a medio camino, por falta de ideas o de dinero, y acabe oxidándose en la estanterías, como las piezas de los viejos camiones en el desierto), y luego gana seguridad en sí mismo (…) En ese movimiento que va de la virtualidad a la realidad, del film-sueño, o el film-niño, al film adulto y consciente, el guionista aprende a retirarse de la aventura. Durante los primeros meses es el dueño. La película, en ese momento, le pertenece. Conoce todos sus detalles: es el único que la ve. Pero entonces llega el momento, cuando se decide el inicio del rodaje, en el que debe ceder el poder. El proyecto se le escapa. Para existir, debe pasar a otras manos”.

Con el alemán Volker Schlöndorff, Carrière se inició en la adaptación de textos famosos, como fueron El tambor (1979), sobre la novela de Günter Grass, que ganó la Palma de Oro del Festival de Cannes y el Oscar al mejor film extranjero, y El gran amor de Swann (1984), basado la primera entrega de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. No fueron sus únicas colaboraciones: también hicieron juntos otros títulos menos recordados pero quizás más valiosos, como El ocaso de un pueblo (1981), con Bruno Ganz y Hanna Schygulla, y Ulzhan (2007), rodada en Kazajastán.

Otra sociedad fructífera fue con el checo Milos Forman, muy en particular su primera película juntos, Búsqueda insaciable (Taking Off, 1971), una comedia sobre los desencuentros generacionales que hoy se mantiene tan fresca como entonces y que fueron desarrollando a cuatro manos durante su primer viaje a Nueva York. Luego volvieron a coincidir en Valmont (1989), sobre la novela de Choderlos de Laclos, y en Los fantasmas de Goya (2006), filmada en España con Javier Bardem.

Con el polaco Andrzej Wajda hizo en Francia Danton (1983) y Los poseídos (1988), sobre la novela de Fiódor Dostoyevski. Y para el estadounidense Philip Kaufman acondicionó la novela de Milan Kundera La insoportable levedad del ser (1988), que le valió el Oscar de la Academia de Hollywood al mejor guion adaptado. Luego, en 2014, recibió un Oscar honorífico por los logros de su amplísima carrera.

En los últimos años, Carrière fue convocado por el iconoclasta francés Philippe Garrel, para quien firmó los guiones de sus tres largometrajes más recientes: A la sombra de las mujeres (2015), Amante por un día (2017) y La sal de las lágrimas, estrenada en la Berlinale del 2020. “Es alguien a quien siempre admiré y que, de alguna manera, también por una cuestión de orden generacional, me hacía acordar a mi padre”, le contó Garrel a Página/12 durante su paso por el Bafici 2018. “Por supuesto, yo estaba al tanto de sus guiones para Luis Buñuel, como El discreto encanto de la burguesía o El fantasma de la libertad, porque como decía Stanislavski, el gran maestro de actores, ‘siempre hay que dejar lugar al inconsciente’. Pero lo que me interesaba de Carrière era sin embargo un aspecto menos conocido de su obra, sus guiones para Jean-Luc Godard, como el de Sauve qui peut (la vie), cuando Godard volvió al cine luego de su período militante, o el de Passion, en el que ni siquiera figura acreditado en los títulos. Le dije: ‘quiero ese mismo tipo de guion, como los que hiciste para Godard’. Quería un guionista que no fuera meramente un dialoguista, que pensara en términos de cine, que yo le pudiera acercar mis ideas y con estas ideas él a su vez me propusiera escenas en un sentido puramente cinematográfico. El me proporcionaba la estructura –una estructura lejos de todo psicologismo, pero en la que inmediatamente se comprende todo lo que sucede en una escena– y yo entonces a partir de allí me sentía más libre para trabajar en la modernidad de la puesta en escena. Para mis últimas películas no pude haber contado con un guionista mejor que Carrière. Es un honor trabajar con él”. A lo largo de seis décadas de trabajo, fueron muchos quienes compartieron ese honor. 

El guion en primera persona

por Jean-Claude Carrière*

De todos los objetos relacionados con la literatura, el guion es aquel que cuenta con menos lectores: como mucho un centenar. Y todos buscan en él únicamente su interés particular y profesional. A menudo los actores sólo se fijan en su papel (lo que se llama una “lectura egoísta”), los productores y distribuidores en las posibilidades de éxito, el director de producción en los figurantes y los rodajes nocturnos, el ingeniero de sonido oirá ya el film sólo con volver las páginas y el director de fotografía imaginará su luz, etcétera. Todo un abanico de lecturas individuales. Una herramienta que se lee, se anota, se disecciona… y se abandona. Sé que ciertos coleccionistas los conservan y que a veces incluso se publican, aunque sólo si el film funciona: entonces sobreviven a sí mismos.

De todas las formas de escritura, la cinematográfica me parece la más difícil pues para ponerla en práctica son necesarias unas cuántas cualidades que raramente se encuentran reunidas. Hace falta talento, por supuesto, como para todo, pero también inventiva, emotividad, tenacidad. Es necesario un mínimo de capacidad literaria e incluso de habilidad. También un sentido especial del diálogo, que debe parecer real sin serlo, y un buen bagaje técnico. Como decía Tati, hace falta saber cómo se hace una película. De lo contrario, estaremos escribiendo sobre el absoluto, sobre utopías, y nuestras frases, por elegantes que sean, permanecerán irrealizables, aunque sólo sea por razones de presupuesto. 

* De su libro La película que no se ve (1994, Editorial Paidós)